Nacida en 1766, Anne-Louise Germaine Necker fue hija del ministro de Finanzas del rey de Francia Luis XVI. Creció en un medio de grandes estímulos artísticos e intelectuales. Con el nombre de Madame de Staël, se convirtió en una ensayista y novelista de fama internacional a lo largo de la Europa convulsa de la Revolución francesa y el imperio napoleónico.
Ginebra la inmaculada, la del «sauce de cristal» plantado a mitad del lago, «propicia a la felicidad», cincelada entre vientos y tormentas, potente surtidor de racionalistas sensibles, privilegiado templo de diáfana atmósfera, un bosque fragante de perfumes inigualables, alumbró dos prodigios excepcionales: Rousseau[1] y Madame de Staël.
Surge al punto la objeción: Anne-Louise Germaine Necker Curchod, baronesa de Staël-Holstein, nació y murió en París; no obstante es fundado sostener que fue Ginebra y el Château de Coppet la auténtica cuna de la excepcional femme de lettres francosuiza; ahí erigió su sepulcro. La cultura y la civilización francesas eran ideales de su agitada vida; sus raíces empero están en las riberas de aquel majestuoso lago, pues los frutos de su literatura extrajeron ahí sus jugos nutricios primordiales. Ginebra, Coppet y Lausana la abrigaron desde niña y sin ellas el trayecto de su vida habría sido otro y quizá no habría alcanzado la altura moral a la que logró ascender.
El círculo de Coppet fue un motor principal de su vida interior y aliciente de sus letras mayores, cuando París le rehuía obstinada y sistemáticamente. A una mujer sedienta de fama y cariño, Ginebra y el castillo diminuto le fueron insuficientes y hasta tediosos, pero sin ese refugio alpestre tal vez nunca habría logrado acumular la fuerza interior para alcanzar su hazaña política y literaria. Como Quevedo, «desterrada entre pocos pero doctos libros juntos», supo oponerse valientemente a la tiranía, no solo de Napoleón, «el Rey de Espadas —así lo vio Alfonso Reyes— que mandó cerrar la tertulia de la Dama de Corazones»[2], sino también a la de las convenciones sociales mojigatas y a la aridez intelectual del Imperio. Humboldt, a fin de halagar a la Güera Rodríguez, dijo, zalamero, que «era una Madame de Staël occidental brillando, más su ingenio que su belleza».
Madame de Staël es la mujer moderna, tan autónoma que es capaz de todo para sentirse libre y en plan de igualdad con los principales pensadores y literatos de su tiempo. Sus raíces son el racionalismo intelectualista de la Ilustración y, más profundas, la Reforma, el libre examen de la Escritura y la autenticidad de vida del Evangelio tolerante. El gran dilema de su madurez estuvo marcado entre su pertenencia a la elite gubernativa, a la que Necker sirvió, y su convicción republicana, democrática e igualitaria.
Madame de Staël compendia brillantemente lo que Santos Julia llama la «irrupción de los intelectuales, una nueva clase investida de la misión de iluminar a la opinión pública e influir en la política por la escritura y la palabra».
La atmósfera en que la joven Necker se desenvolvió, el aire que respiró, la comodidad lujosa que la rodeó ayudan a entender la osadía de su toma de conciencia y de su modo de vida, las fuentes de su sensibilidad y el sello de su ilustrada inteligencia; hacen comprensibles sus excesos vanidosos y sus exabruptos, sus amores y odios, su obstinación y sus temores y pánicos, pero no pueden, no podrían explicar el relámpago genial de su literatura, su excepcionalidad, su naturaleza inaugural e irrepetible.
Una ingratitud histórico-literaria pesa sobre su memoria y acudir a la lectura de sus páginas es reivindicación obligatoria si se pretende analizar una de las fuentes principales del debate político y jurídico moderno sobre los derechos y las libertades públicas que hubo en el mundo napoleónico y en el restaurado por el Congreso de Viena. Pasar por alto la figura de Madame de Staël es, en consecuencia, incuria inexcusable.
Coppet, deliciosamente minúsculo, aparece repentinamente tras los cristales del tren que parte de Ginebra cada dos horas, bordeando el Léman hasta llegar al que fue el «Salón de Europa» del XIX, como también lo fue el Ferney voltaireano, su casi vecino.
El Château se adivina apenas entre el boscaje y las riberas del lago, al final de la suave pendiente de fresca hierba ondulante al viento, colina surcada por la carretera y perforada por dos túneles que interconectan la vía rápida con las lentas callejas principales de la baronía de antaño. Decía Colette: «La profunda vena verde, el Ródano, se niega a mezclarse con las demás aguas, divide con fuerza las del Léman y huye, apuñalado de oro, a medio día».
Necker, previsor, lo adquirió un poco antes de su caída, cuando fue alejado definitivamente de Versalles gracias a los enredos de la bella austriaca y su camarilla de pastorcitos y pastorcitas de porcelana, criminalmente gravosos para Francia, quienes tacharon la Compte rendu au Roi del ginebrino, conservada en Coppet en un soberbio estuche de tafilete flordelisado. Este informe histórico buscaba cegar el pozo sin fondo de los dispendios suntuarios con que la corte de Luis XVI firmó su sentencia de muerte y erigió su guillotina: en ese estuche exquisito estaba encerrada ya aquella contienda mortal, rubricada por el genio del imponente suizo, ídolo de su hija Germaine, amo indiscutido del monumento vivo que supo construir para su amada Suzanne y su hija única, su célebre discípula, lo mejor de su vida.
«Coppet posee una seducción particular no solamente a causa de su belleza sino también porque los recuerdos históricos que él evoca incrementan su atractivo».[3] Situado en una eminencia, el visitante lo encuentra enmarcado por las aguas verdiazules del lago y la blancura deslumbrante de las nieves alpinas. Al patio, a la cour d’arrivée del castillo, se llega al final de una avenida de grava bordeada de olmos y plátanos cuyas ramas acaban por formar una gótica nave de catedral vegetal… A cada lado de la verja dos fuentes de piedra grisácea en forma de sepulcro romano murmuran su incesante goteo. Todo respira serena quietud y aristocrático silencio; el aire lo envuelve cariñosamente, diríase que casi con veneración a su famosa dueña y señora. Al final de la alta bóveda de la cour d’arrivée flanqueada por las caballerizas y la vinatería se llega a la cour d’honneur, rodeada por tres cuerpos rematados por dos torres, una de ellas falsa.
El frontón del edificio central es majestuoso no menos que la gran verja que da acceso al vasto parque de árboles centenarios en lo alto de cuyas puertas esplenden las iniciales de los apellidos de Germaine, la N(ecker) y la C(urchod) de Jacques, el ministro de Luis XVI y de Suzanne, la excesiva y puntillosa dueña de uno de los «salones» más brillantes de París al final del XVIII, en donde Germaine conoció a los enciclopedistas, recibió lecciones de Diderot y de Condorcet y trató a lo más granado de las ciencias, las artes, la literatura, la diplomacia y las finanzas de la Europa prenapoleónica, tenida por «doble» del niño prodigio por antonomasia, quien entre reyes y princesitas correteaba tropezando, con su destino deslumbrante. Ella hizo lo propio entre los escritores y los científicos mayores de su tiempo, a veces también trastabillando.
De Coppet dijo Chateaubriand en 1805 a Madame de Staël: «si yo tuviera, como Usted, un bello castillo al borde de ese lago no saldría jamás de él», pero ella —afirma D’Andlau— no pensaba sino en salir.
La mansión domina el entorno entero de la plácida villa en cuyas armas resplandece La Áurea Copa, que algunos han querido identificar con El Grial y vincularlo con las tradiciones herméticas de Ginebra, de compleja índole.
Uno puede imaginarse a la castellana —dice D’Andlau— rodeada de sus tres hijos: Augusto, Alberto y la pequeña Albertina, discutiendo vivamente con Mathieu de Montmorency o sentada discretamente junto a la cascada para escuchar las volubles recriminaciones de Benjamin Constant y mirar acercarse, bajo el quitasol, el blanco y vaporoso atuendo de Mme Récamier, su entrañable amiga, belleza espléndida que adorna el mundo europeo y ecuménico de Coppet. Alguno ha llegado a sostener que ahí se derrochaba de sprit en un día lo que en el resto del mundo en un año, lo que además de ser una boutade es la mirada que merece y exige Coppet, atalaya del Lago de Europa que durante años fue un nido de conspiradores ilustrados, enemigos tanto del autoritarismo belicoso de Napoleón como del despotismo militarista de sus adversarios, el zar autócrata, el prusiano coronado de acero y la soberbia imperial de los ingleses; a todos ellos había que decirles que no, que los ciudadanos habían llegado para no consentir otra autoridad distinta a la de la ley democráticamente fabricada y que en eso no habría marcha atrás, que la retirada del nuevo ejército era imposible.
Coppet, para Stendhal, era el recinto de «Les États Généraux de l’opinion européenne», expresión tardía de cierta Ilustración dieciochesca, que llegaba ahí a su cenit.
El interior del castillo es uno aristocráticamente moderado y ninguna estridencia interrumpe el armonioso conjunto de salas y salones, biblioteca y dormitorios, que no desmerecen ante la enorme cocina tachonada de grandes calderos de cobre relucientes: todo respira el espíritu del XVIII.
En el vestíbulo, un mármol de cuerpo entero de Necker recibe al visitante. La obra, encargada por Madame de Staël en 1817 al famoso Teck, lo representó togado a la romana. La galería es la gran biblioteca del castillo de estantería encristalada en una madera amarfilada de finas líneas doradas. En lo alto de la boiserie, los bustos de Homero, Virgilio, Milton. No abriga el recinto la biblioteca personal de Madame de Staël, que está en Normandía, en el Château de Broglie. En esta de Coppet destaca, sobre una soberbia mesa, la Comte rendu au Roi, que tanto horror causó a Marie-Antoinette y a sus Polignac. Algún inglés, señalando el coffret, dijo: «This is the cause of French Revolution». En el extremo opuesto de la sala destaca el óleo sobre madera —hospedado en Coppet— en el que Vigée Lebrun representó a Madame de Staël bajo la especie de Corinne au Cap Misène, favoreciéndola mucho, destacando sus espléndidos brazos, coronado el hombro izquierdo con un broche de camafeo. Sus grandes ojos aparecen chispeantes del fuego intenso y se mantienen abiertos hacia lo alto, en rapto de inspiración poética. Toda ella habillée estilo imperio, envuelta entre los pliegues agitados de una sedosa capa salmón orlada de oro, que el viento revuelve. El cuadro estuvo expuesto en el Museo de Bellas Artes de Lyon y ha sido prestado al de Ginebra. Es feminismo poderoso elevado al cuadrado por la retratada y la retratista.
En el gran salón de dos soberbios pianos Broadwood, el retrato de Rousseau por Ramsay es homenaje explícito al admirable ginebrino y recuerda al visitante que la primera obra salida de la pluma de Madame de Staël fue Lettres sur les ouvrages et le caràctere, de Jean Jacques Rousseau.[4]
Importa destacar desde el inicio de la indagación acerca de Madame de Staël que ella fue capaz de trasmutar las lecciones de Necker[5] —la fuerza de su saber, el legado que depositó en ella— en una obra literaria y política; y que supo convocar y dialogar, así provista, con los más escogidos intelectos de su época y a su alcance, que era muy amplio. Su enigma suele ser mirado y ella juzgada con una perezosa rutina, trufada de lugares comunes: «mujer libérrima»; «sabihonda expansiva»; «millonaria caprichosa y voluntariosa»; «encanto de mujer que aspiraba a vestir pantalones heroicos», desafiando al Napoleón que mató a Bonaparte. Hay algo de verdad en lo anterior, aunque desfigure el cuadro, más complejo el real que esas caracterizaciones.
Los dictámenes acerca de Madame de Staël como escritora han sido presididos por el juicio de Sainte-Beuve[6], quien dijo que ella era «una cabeza que todo lo dominaba» y que requería ser vista desde una perspectiva adecuada, a fin de destacar su singularidad. Ella, según el cronista de Port-Royal, comprende y concilia en su persona célebre el conjunto de mujeres notables del Antiguo Régimen, de la Revolución, del Imperio y de la Restauración.
«Nacida de la capa reformadora de Necker», Staël acude con sus padres a los salones de la antigua sociedad desde su infancia de precocidad intelectual.
Los personajes entre los que creció son todos los que componen el círculo más brillante de los últimos años del pasado… Estaba destinada a producir alteración y sorpresa en todas partes donde se hallara… Madame de Staël reprodujo en ella las maneras y el encanto del pasado, pero no se contentó con esta herencia, pues lo que más la distinguió, como a la mayor parte de los genios, y más a ella que a ningún otro, es la heterogeneidad de su inteligencia, la necesidad de renovaciones, su capacidad para los efectos… Verdadera hermana de André Chénier en la abnegación, tiene un grito de elocuente defensa para Marie-Antoinette como él lo tuvo para Luis XVI.[7]
Staël —dice el contradictor extemporáneo de Proust— «defiende la causa de la filosofía, de la perfectibilidad, de la república, moderada y libre». Habría que decir también de su antimilitarismo, que fue postulado arriesgando su libertad y quizás hasta su vida.
Sainte-Beuve también subrayó que Madame de Staël era la gran conquistadora en una época en la que El Corso atronaba de uno a otro rincón a Europa entera: fue ella el único rival digno del Genio de la Guerra, quien la odiaba ferozmente, quizá por saberla indestructible. Fueron una pareja discordante, la más atrayente del belicoso decenio que cambió el destino del mundo: ambos lo transformaron a fuerza de voluntarioso talento.
Madame de Staël es una auténtica conquistadora del reino del espíritu. «Es la multitud de ideas elevadas, de sentimientos profundos, de relaciones envidiables lo que trata de organizar en ella y en su derredor».[8] La clave de su ejecutoria la descubre Sainte-Beuve en la conversación, «la frase improvisada, repentina, que saltaba como manantial de la fuente perpetua de su alma», de tal modo que Chateaubriand llegaría a sostener que «para hacer sus obras más perfectas habría bastado restarle el talento de su conversación, pues lo escrito ha de obedecer otras normas que las de la tribuna o el salón filosófico», aunque ¿quién sabe?… Para el gran crítico, «la novela Corina sola es un monumento inmortal» y ahí se revela el genio de la artista que fue además, política, moralista, crítica, historiadora, memorialista, viajera incansable, a veces a fuerzas, madre amantísima y acaudalada dama de elegancias y refinamientos aristocráticos y frases brillantes que abrumaron a Goethe y a su minúscula corte principesca.
No deja de ser cautivador el paralelismo que Sainte-Beuve cree encontrar entre el amor de Madame de Sévigné por su hija y el de Madame de Staël por su padre. «Es muy agradable encontrar tan ardientes y tan puros afectos en espíritus tan brillantes». Hoy resulta claro que Necker fue algo más que un cariño incondicional: se convirtió para su hija y su círculo de Coppet en fuente de inspiración y ejemplo de análisis en la moral y la política, una influencia que no ha sido estudiada con el debido detenimiento. Necker postuló decidida inclinación por el régimen político inglés en idéntica medida en que su célebre hija se decantaba por el admirable Jean-Jacques y por los realistas constitucionales del 91, adelantándose a los restauradores borbónicos.
A Sainte-Beuve le parece evidente que Cartas sobre Juan Jacobo Rousseau son un himno; pero un himno lleno de profundos pensamientos al mismo tiempo que de agudas observaciones; un himno —dice— «en tono viril y fuerte»… Todos los futuros escritos de Madame de Staël en los diversos géneros, novelas morales y políticas se encuentran presagiados en esta rápida y armoniosa alabanza de los de Rousseau, «como una grande obra musical se adivina entera al escuchar el preludio».[9]
El examen de los crímenes del pasado durante las purgas revolucionarias la llevó, en las Reflexiones sobre la paz exterior e interior, a denunciar enérgicamente el fanatismo de los partidos y las facciones: el único tolerable, puesto que el impulso fanático consustancial al hombre es el republicano. Entonces debe invitarse, como lo hizo ella, a todos los espíritus prudentes, a los amigos de la libertad honrada que, cualquiera que sea el punto de su partida, se reúnan en un nuevo recinto; conjura a todos los corazones que sangran a no sublevarse ante hechos consumados:
(…) me parece —dijo— que la venganza (aun siendo necesaria para las penas irreparables) no puede encarnar en ninguna forma de gobierno, no puede desear sacudidas políticas que hacen víctimas tanto en los culpables como en los inocentes.[10]
Opina Sainte-Beuve que en las Reflexiones la Staël «se muestra preocupada en convencer a franceses de su categoría, los antiguos realistas constitucionales, procurando atraerlos al orden de las cosas establecidas para que ellos influyan y lo atemperen sin intentar derruirlo». Su compromiso con la República no desfalleció sino hasta el final del Imperio, que la halló anglófila y ya muy fatigada.
Todas las facultades de Madame de Staël recibieron del huracán que surcó su vida un impulso violento que les hizo tomar una rápida órbita. Su imaginación, su sensibilidad, su penetración de análisis y de juicio, se mezclaron, se unieron y concurrieron enseguida bajo su pluma en sus memorables escritos.
Madame de Staël fue empujada al ojo del huracán debido a su índole insumisa y a las circunstancias en las que influían amigos suyos poderosos (Talleyrand), y también los íntegros y luminosos «moderados»: Lanjuinais, Boissy d’Anglas, Cabanis, Tracy, Chénier y Constant, íntimo, a quienes convocaba a comer en casa, pacífica, amistosamente, lejos de las ríspidas frases con las que se herían desde la tribuna, tregua feliz entre hombres valiosos aunque opuestos. Ella lograba el mágico imán que, irresistible, atraía a los mejores de todos los partidos, sin distinción de banderas ni banderines; la sociedad con ella era un honor. Las tormentosas veladas privadas entre ella y Constant, a veces entre amargos gritos, eran otra cosa, el reverso de la moneda.
La tesis central de su reflexión —la incesante perfectibilidad del género humano constatada históricamente— la llevó a sostener que «todos los sucesos principales tienden al mismo fin: la civilización universal». Cree en el progreso —advierte Sainte-Beuve— de las ciencias, la filosofía, hasta de la poesía… Pero lo auténticamente original de ella es la idea de que, a causa de la Revolución francesa, hubo una nueva invasión bárbara. La obra civilizatoria actual atiende a fundir y amalgamar la mezcla resultante, con una ley de libertad y de igualdad, ley del cristianismo, del Imperio romano y de su tiempo, que no encuentra resonancia en la Iglesia, apoltronada y envejecida. Los reaccionarios, De Fontanes a la cabeza, desde el Mercure de France, maltrataron la obra de Madame de Staël y su idea de perfectibilidad. Chateaubriand no dudará en reconocer en ella a una mujer superior:
(…) vuestra cabeza es fuerte y vuestra imaginación a veces encantadora… vuestras expresiones tienen frecuentemente brillo y altura pero vuestro talento no está desarrollado más que a medias, porque la filosofía lo ahoga.
En Coppet, a propósito de Pablo y Virginia, el grupo decidió que Chateaubriand iba a la baja; Madame de Staël lo encontró pobre, de bucolismo falso y declamatorio y decidió no referirse a él en su obra crítica, sino en dos contadas ocasiones en las muchas páginas de De l’Allemagne. Pero, con todo, la gloria de uno es inseparable de la del otro (al decir de Sainte-Beuve)[11], para quien las semejanzas los emparejan: los dos aman la libertad, son enemigos de la tiranía y muy capaces de sentir la grandeza de los deseos populares pero sin abjurar de los recuerdos ni de las inclinaciones de la aristocracia. La relación entre Chateaubriand y Madame de Staël —descubrió Sainte-Beuve— tuvo algo del sabor de lo equívoco, una tensión constante que no dejaba a ninguno de los dos estar a gusto, que los alejaba de la amistad aproximándolos a la perfecta cortesía, fría e inobjetable.
Solo la adoración de Chateaubriand por Madame Récamier permitió que la venda cayera de los ojos de este y se rindiera a la evidencia del talento excepcional de la dueña de Coppet:
Los elogios sentidos de Chateaubriand a Madame de Staël, su peregrinación a Coppet en 1831 con Julieta, amiga que formó el lazo sagrado entre los dos, con la misma que tantas veces le acompañó hasta el fondo del fúnebre asilo y que solo por pudor de duelo quiso penetrar sola en el bosque de tumbas; todo esto a la orilla del lago de Ginebra, tan cerca de los lugares celebrados por el pintor de Julia, será a los ojos de la posteridad memorables y emocionantes funerales. Hagamos constar, en honor de nuestro siglo, estas piadosas alianzas entre genios rivales, Goethe y Schiller, Scott y Byron, Chateaubriand y Madame de Staël. Voltaire insultaba a Juan Jacobo y solo la voz del género humano los reconcilió…[12]
La persecución con que Napoleón mancilló su propia grandeza llevó a Madame de Staël a un «cambio de inspiración», que la condujo a Alemania, física y literariamente. Obligada a alejarse de París en virtud de una orden imperial inequívoca, mediante la que se pretendía amordazarla, visitó Weimar y Berlín, dejando en Goethe y en los reyes de Prusia un recuerdo indeleble y un tanto enfático a causa de su personalidad imponente y mercurial, muy lejana de los caracteres olímpicos de las serenas cortes minúsculas que la homenajeaban pero que no deseaban tenerla tan cerca, pues aquella cabeza poderosa —lo sabían—, ya les había tomado la medida y tenía formado su juicio crítico, es decir, ginebrino, neckerista y republicano, que ciertamente no les favorecía. Alfonso Reyes dice que Madame de Staël «encontró a Goethe un poco encerrado en sí mismo y poco dispuesto a sus interrogatorios»… A duras penas consintió Goethe en sacrificarle un poco de su tiempo.
«Pero la entrevista —dijo Goethe— resultó de lo más interesante: duró una hora y no me dio oportunidad de despegar los labios».[13] «Lanzarse así, de un primer salto, a los bordes del Rin era romper bruscamente con Bonaparte, irritándolo; era también romper con las costumbres de la filosofía del siglo XVIII… La muerte de su padre la obligó a regresar rápidamente a Coppet (aunque no llegó a tiempo para la postrera despedida). Después del primer duelo de los funerales y de la publicación de los manuscritos de Necker, Madame de Staël marchó de nuevo, esta vez a Italia, bajo cuyo cielo nació una nueva sensibilidad», sin la que nuestro mundo sería incomprensible. Stendhal, en las antípodas de Madame de Staël, juzgó a la señora de Coppet exagerada: «ella no era sensible y creía serlo mucho. La sensibilidad fue para ella un point d’honneur». Sus libros, dijo, «son frutos más bien de un carácter reflexivo y les falta todo para ser de carácter enternecedor».[14]
Madame de Genlis, vuelta de sus primeros errores y queriendo repararlos, probó pintar en una novela titulada Athenais o el Castillo de Coppet, en 1807, las costumbres y algunas complicaciones delicadas de la vida de quienes nos figuramos caminando aún por el parque del castillo. Frecuentemente había hasta treinta personas, extraños y amigos; los más habituales eran Benjamin Constant, August Schlegel, Savan, De Sismondi, Bonstetten, los barones de Vogt, Mathieu de Montmorency, Prosper de Barante, prefecto del Léman, el príncipe Augusto de Prusia, Madame Récamier… Las conversaciones filosóficas, literarias, picarescas o elevadas, empezaban a las once de la mañana, al reunirse todos para almorzar. Se continuaban durante la comida, en el intervalo de la comida a la cena, la que tenía lugar a las once de la noche, y aun muchas veces se prolongaban hasta después de medianoche. Fue ahí donde Madame de Staël proclamó a Constant como el primer ingenio del mundo. Por lo menos, el ingenio de los dos siempre estaba públicamente de acuerdo; ambos seguros de entenderse. Nada, según los testigos, tan deslumbrador y superior como sus diálogos trabajados ante un círculo escogido, teniendo cada uno la raqueta del discurso y enviándose mutuamente durante horas, sin una sola falta, el volante de mil pensamientos entrelazados.
Después vendrían los celos y la discordia entre ellos. Pero no hay que creer que todo fuese allí sentimental o solemne; se estaba —casi siempre— sencillamente alegre… Se representaban frecuentemente en Coppet tragedias, dramas o piezas caballerescas de Voltaire, Zaira, Tancredo, tan preferida de Madame de Staël, o piezas escritas expresamente por ella o por sus amigos. Estas últimas se imprimían algunas veces en París para que pudiesen aprenderse más cómodamente los papeles…
La poesía europea asistía en Coppet en la persona de muchos representantes célebres. Zacharias Werner escribía por ese tiempo:
Madame de Staël es una reina y todos los hombres de inteligencia que viven en su círculo no pueden salir de él porque ella les retiene con una especie de magia: reciben de ella la educación social. Posee de una manera admirable el secreto de ligar los elementos más heterogéneos, y todos los que la rodean, a pesar de estar divididos por opiniones diferentes, están de acuerdo para adorar a este ídolo.
Madame de Staël es de estatura mediana y su cuerpo, sin tener una elegancia de ninfa, posee la nobleza de proporciones. Es bonita, morena y su rostro literalmente no es bello; pero se olvida todo cuando se ven sus soberbios ojos, en los cuales un alma divina no chispea, sino que echa fuego y llamas. Y si ella deja hablar completamente a su corazón, como ocurre con frecuencia, se ve cómo vierte todavía todo lo que tiene de grande y de profundo en un ingenio y entonces es preciso adorarla como sus amigos…
Si se añaden a todas las cualidades de Madame de Staël, que era rica y generosa, no se extrañará que haya vivido en un castillo encantado, como una reina, como un hada y su varita mágica era tal vez esa varita de muérdago que un criado debía colocar todos los días sobre la mesa, al lado de su cubierto y que ella agitaba durante la conversación… Un rasgo esencial de la amplia hospitalidad de Coppet era un fondo de orden en medio de tanta variedad y diversión; no se sentía toda la comodidad de la riqueza ni ninguna de esas profusiones que minan demasiado frecuentemente y degradan brillantes existencias. La hija de Necker, en medio de tantos contrastes, había todavía asimilado esto de su padre… Europa entera la coronó, después de Corina, bajo ese nombre.
Cuando Bernardine de Saint-Pierre se paseaba con Rousseau, como le preguntase un día si Saint-Preux era él mismo: «No —respondió Juan Jacobo—; Saint-Preux no es del todo lo que yo he sido, sino lo que hubiese querido ser». Casi todos los novelistas poetas pueden decir lo mismo. Corina es, respecto de Madame de Staël, lo que ella habría querido ser, lo que, después de todo, ella había sido. De Corina no ha tenido tan solo el Capitolio y el triunfo; tendrá también la muerte por el sufrimiento, la gangrena. Murió, rodeada de todos los nombres escogidos, en París ¡el 14 de julio! de 1817, y la publicación póstuma de las Consideraciones sobre la Revolución Francesa constituyó los brillantes y públicos funerales hechos a Madame de Staël… La influencia que con esta obra ejerció en el naciente partido liberal filosófico, que más tarde representó Le Globe, fue directa. La influencia conciliadora, expansiva, irresistible, que resultó de su presencia, ha faltado en más de una ocasión, al partido político que, por decirlo así, emana de ella…[15]
La política como acción guiada por el conocimiento, conducida por los espíritus más selectos de la sociedad, animada de filantrópicas razones y propagadora de las luces, habría sido su ideal pero al llegar tarde a ella mediante una equívoca Restauración, perdió su ímpetu y acabó, quizá también por mero cansancio, condescendiendo con el nuevo estado de cosas, admitiendo el fenómeno con una voz como de ultratumba.
De esto hace exactamente doscientos años, cuando Madame de Staël recuperó los dos millones de libras que Necker le prestó a Luis XVI. Así, casó a Albertine con Broglie, cuya descendencia todavía disfruta, algunos meses al año, del castillo de la Gran Dame y hace de Coppet un lugar vivo y fascinante. En aquel año de 1815 el volcán Tambora, estallando en el archipiélago indonesio, anunciaba con sus cenizas obstructoras el fin de las luces, no solo las solares, presagiando la muerte de su portadora más ilustre, tinieblas entre las que murieron, además de un gran número de animales y vegetales de Europa septentrional, la fe incondicional en la razón razonadora, helada como aquel año de 1815, año al que nunca llegó el verano y que vio una enorme nube venenosa ir rodeando la Tierra entera, asfixiándolo todo a su paso y sumando este a los desastres de las guerras de conquista y usurpación que habían redibujado el mapa del mundo que vio nacer a Madame de Staël, la primera mujer moderna, la ilustre adelantada de la reivindicación igualitaria de nuestra contradictoria especie.
Muchas son las razones, ya se ve, para no olvidar a Madame de Staël: fue la figura principal de la resistencia moral a la tiranía, mediante la palabra razonada, cargada de emoción y portadora del logos republicano, de la civitas esclarecida; su vivo, inquisitivo y respetuoso interés por el Otro le llevó a poner en circulación el concepto y la teoría de lo nacional, desde su óptica estética; resolvió ser fiel a sí misma, leal a sus sentimientos, a veces extraviados por la pasión, nunca por la bajeza; fue un hada prodigiosa de la convivialidad y hechizaba a todos quienes la rodeaban con su chispeante alegría. No se refugió en una existencia indolente, a la que su riqueza parecía condenarla: laboriosa y pacientemente, fue esforzándose en erigir su obra literaria y la crítica política de las realidades públicas de su tiempo, sin consentir un minuto de pereza, por así decirlo.
***
Tomado de Revista de la Universidad de México
[1] De Rousseau hemos postulado Ante la desigualdad social: Rousseau, precursores y epígonos, Instituto de Investigaciones Jurídicas/UNAM, México, 2012.
[2] Alfonso Reyes: Obras completas, tomo XXXI, FCE, México, 1993, pp. 432.
[3] B. D’Andlau: Le Château de Coppet, Nyon/Vaud, Suisse, 1992, pp. 1-22.
[4] La portada de la obra reza Germaine de Staël. Lettres sur les ouvrages et le caractère de J-J Rousseau. Se consultó para este trabajo la reimpresión ginebrina de Slatkine (1979) de la edición de 1788. La reimpresión la tuvimos a la vista gracias a la amable atención de la Biblioteca Pública y Universitaria de Ginebra. Cuenta con un prefacio de Marcel Françon, de Harvard.
[5] Simonne Balayé ha advertido la falta que hace un ensayo sobre la influencia intelectual de Necker en el círculo de Coppet, especialmente en Constant y De Sismondi.
[6] C. A. Sainte-Beuve: Retratos de mujeres, traducción de J. Bruno, París, 1909, pp. 76-155.
[7] Conviene recordar, para subrayar merecidamente su actitud, que la reina fue enemiga de Necker.
[8] Sainte-Beuve: op. cit., p. 79.
[9] Para la edición consultada, ver nota supra.
[10] Sainte-Beuve: ibídem, p. 88.
[11] Ibídem, p. 117.
[12] Ibídem, p. 118.
[13] Alfonso Reyes: Obras completas, tomo XXVI, FCE, México, 1993, p. 353.
[14] Claude Roy: Stendhal, Seuil, Paris, 1995, pp. 104-105.
[15] Sainte-Beuve: ibídem, pp. 131-156.
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