El apellido que eligió para vivir y firmar sus obras al borde de los 30 años quizá sea el hecho más explicativo (sin que termine de explicarla) de una vida como ninguna, como si hubiera estado hecha a base de contradecirse a sí mismo a conciencia de que nunca jamás nadie le conociera. De padre alemán con el que no se llevó bien, Kurt Erich Suckert pasó a ser Curzio Malaparte (el antónimo buscado del apellido de Napoleón) en 1925. Antes ya había empezado a crearse su eterno personaje increado criticando el estilo de D’Annunzio, que se tomó a broma la insolencia del joven que ya se mostraba.
Anarquista y masón casi adolescente, se alistó a los 16 años en el ejército italiano, donde se distinguió por su valor. Él también fue un miembro de la Generación Perdida, como le dijo Gertrude Stein a Hemingway, después de tener que matar a su compañero y amigo de un tiro, el oficial Iacoboni, para que no sufriera más después de que una granada le destrozase. Puede que aquella experiencia terrible marcara para siempre el viaje de quien todavía era Kurt Erich Suckert, pero cuya mente ya comenzó a transformarse en el definitivo Malaparte, que fue saltando por todas partes, durante toda su vida, como si en cada uno de esos momentos de cambio se le apareciese la pesadilla de su amigo de la que no tuviera más remedio que escapar.
Duelos y conquistas
Pero el Curzio llegó antes que el Malaparte. La italianización fue el principio de su irónica «imperialización». Su primer libro fue una crítica a los mandos militares italianos y el inicio de su adhesión al fascismo en los primeros veinte, donde supo colocarse entre los relatos más o menos decorados que siempre mezcló con la realidad. Se batió en duelos, fundó periódicos y dirigió editoriales bajo el régimen de Mussolini. Como teórico e ideólogo del fascismo del Duce apareció para siempre Malaparte: «Napoleón se llamaba Bonaparte, y terminó mal: mi nombre es Malaparte y terminaré bien», dijo.
Los rescoldos de su anarquismo juvenil comenzaron a alejarle del fascismo ya dominante en Italia. Tan pronto como que a principios de los años 30 fue apartado de La Stampa, que dirigía, y después expulsado del partido fascista y más tarde condenado a reclusión (como consecuencia final de un ensayo crítico en el que ridiculizaba a Hitler) en la isla de Lipari, de la que le sacó su amistad con el conde Galeazzo Ciano, el yerno de Mussolini. Convertido ya en un dandi, un diletante con forma y fondo, se movió como un noble decadente, intelectual y político en las alturas de la alta sociedad que de Ciano le llevaron a conquistar a una «princesa» Agnelli, hija del fundador de FIAT con la que hubo compromiso matrimonial que paró el padre, aterrado por las maneras del «Don Juan» que se asomaba al precipicio como la fantástica, marinettista, casa que se hizo construir en Capri al borde de un acantilado, casi sin camino para llegar a ella.
En la II Guerra Mundial fue movilizado como oficial del ejército y corresponsal del Corriere della Sera, una experiencia que relató en su novela Kaputt. Medio espía para los aliados, arrestado mil veces y liberado otras mil, su rechazo del fascismo fue acrecentándose sin prisa, pero sin pausa, mientras escribía Kaputt y luego La Piel: la liberación de Nápoles por el ejército estadounidense, cruda, surrealista e inclasificable obra que la Iglesia Católica prohibió, entre otras razones, por sus descripciones de judíos crucificados por los nazis. El fin de su largo y al mismo tiempo íntimamente breve fascismo se produjo con su asistencia al linchamiento de los cuerpos de Mussolini y su amante, Clara Petacchi.
Tras esto, marchó a París y se puso a escribir teatro. Pudo ser el asco de la lapidación y todo su significado el recuerdo del amigo muerto por él, el nuevo salto imposible. Comienza su acercamiento a otra orilla, y en el ínterin la leyenda de una actriz de Hollywood que se suicida por él. Son los estragos de Malaparte que va dejando todo atrás. Y del teatro al cine con El Cristo Prohibido, que fue a Cannes y ganó un premio en Berlín, el triunfo de relumbrón del nuevo comunista maoísta que despreciaba al comunismo soviético en otra vuelta de tuerca personalísima y elitista.
Pero el todopoderoso Malaparte estaba herido de muerte sin saberlo del todo, o ignorándolo del todo mientras pudo, desde sus tiempos de héroe de guerra. El gas mostaza de las trincheras le había dañado gravemente los pulmones, que además castigó como un fumador impenitente hasta que ya solo resistieron una última huida, postrado en el hospital donde pudo al fin afiliarse al Partido Comunista de su querencia terminal que casi abrazó, junto al catolicismo, lo único que le quedaba por ser.
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Tomado de El Debate.
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