En cualquier caso se agradecen historias como estas, que penetren en la psiquis infantil desde la posición del narrador personaje a pesar de que, en ocasiones, se presenten diversos cabos sueltos —fragmentos de la realidad, a mi entender, innecesarios en materia de relato breve—: hablo de ciertos personajes sin otra función que otorgar una visión exterior de la familia o anécdotas que no cumplen ningún propósito dramatúrgico y que, al final, resienten la propia brevedad y concreción del cuento. En virtud de esta selección de material, nada prolija, demasiado abundante para el acontecimiento de la narración, todo parece indicar que el relato apunta más a ser el capítulo de una novela. No se trata, como quizás algunos quieran leer entre líneas, que los personajes de los cuentos han de convertirse, por necesidad crítica —tijera autoral en mano— en cajas vacías que se limiten solo a mostrar el breve ángulo de su conocimiento de la realidad, sino de lograr —tijera autoral en mano— que la deficiencia de comprensión del personaje no sea salvada por los pelos ni dejando atrás cabos sueltos, anécdotas a la deriva o historias dentro de historias.
Apuntado esto, creo que “Mamá juega a las cuquitas” tiene, como su ventaja mayor, el hecho de asumir un narrador difícil, un personaje infantil que recurre constantemente al rejuego de la memoria y la sensorialidad para explicarse el mundo que le rodea y la situación, hasta cierto punto ajena, nueva, que comienza a vivir. Lo agridulce del final es otro punto positivo para esta narrativa en particular, ya que ofrece dos miradas sobre un mismo hecho, dos flechas sobre la misma diana: mamá ha decidido ser niña y jugar como la pequeña prima; pero a la vez el lector sabe, intuye desde el primer momento en que ha visto cómo mamá corta las cabezas de la foto familiar, que no se trata de eso. Mamá no ha vuelto a la infancia sino que se enfrenta a la desintegración.
Y esa desintegración ya se aprecia desde las primeras líneas y va in crescendo a medida que el cuento avanza. Las pistas son colocadas por la autora de manera esencial. La casa solitaria. Mamá que no aparece. El pan viejo sobre la mesa, como una metáfora de la familia en disolución, en concordancia sensitiva con el hambre que siente el niño. El sonido de las tijeras. Mamá que pica cabezas. Mamá juega a las cuquitas. Este es un universo de lo desolado, un universo que, por momentos, percibimos no se ajusta a la dimensión comprensiva del niño: esto hace que la realidad de la historia sea aún más terrible, puesto que su protagonista se ha colocado en un ángulo de comprensión deficiente. Toca al lector hacer la deducción y establecer el juicio.
En el cuento, también, se agradece la capacidad de la autora de no acceder al recurso del melodrama —tan susceptible de ser empleado en esta circunstancia narrativa. La lágrima fácil abarataría el discurso y la circunstancia dramática, hasta cierto punto sensorial, que se ha ido construyendo poco a poco. Algo tan básico como la adecuada selección —y el balance de las emociones— son baza de triunfo que Yannis Lobaina consigue en las páginas de su narración breve.
Así es: mamá juega a las cuquitas. Ha construido su propio escenario, un diseño macabro para la ruptura. El niño que observa y su inocencia son las imágenes que se prenden a la metafórica retina del lector. En ellas reinan crueldad y belleza, y se abre la ventana desoladora de la posibilidad.
Yannis Lobaina. De 2005 a 2009 cursó estudios de posgrado en la Escuela Internacional de Cine, Radio y TV (EICTV) en San Antonio de los Baños. Graduada del Curso de Formación Literaria “Onelio Jorge Cardoso” y de Ciencias Farmacéuticas por la Universidad de La Habana. Cuba. En 2018, obtuvo el Premio RBC Arts Access Fund, por sus Talleres de Cuentacuentos y Arte en dos idiomas (Canadá). Ha publicado en diversas revistas especializadas en literatura en España, tales como Paralelo Sur y Revista Quimeras (Barcelona). Desde Toronto, Canadá, Yannis Lobaina continúa desarrollando su vocación en diversos proyectos literarios y cinematográficos.
Mamá juega a las cuquitas
Llego de la escuela muerto de hambre, como siempre, dejo en la sala la mochila, me saco el uniforme y lanzo un grito como de auxilio:
—¡Mamáaaaaaaaa, tengo hambre!
Nadie responde, corro hasta la cocina y miro el reloj blanco pegado a la pared y este marca las 5:45 P.M.
Mamá siempre está en casa, lista y sonriente para nuestras entradas, primero llego yo, a las 5:30 P.M. Luego, un poco más tarde, papá… a veces MUY tarde.
Pero hoy, es extraño, no hay olor a comida recalentada. Ni la radio puesta ni mamá sonriente, que espera en la puerta con los brazos abiertos.
Me encojo de hombros, estiro los labios, hago como si tuviera ganas de llorar. Pero la verdad no me sale ni una sola lágrima.
Busco a mamá por toda la casa, desesperado por mi hambre que va aumentando. Casi siento ganas de comerme un león, como dice papá cuando llega de la calle con cara de haber trabajado todo el día bajo el sol, lo que no es así, porque papá trabaja en una gran oficina con aire acondicionado y una secretaria que está buenísima, eso dice mi tío Cristóbal cuando se reúne con él los domingos a jugar dominó.
Veo en la mesa un pan de cinco centavos, de esos que hay que buscar a la panadería, con una libretita donde hay unas casillas en las que, la señora que vende el pan, me pone solamente él número tres. A veces la miro con cara de pedirle otro pan más para mi merienda de la escuela, pero ella, la señora que despacha, me mira con desprecio.
La verdad nunca me expliqué por qué, hasta que un día, me decidí y le dije si me podía marcar un cuatro en vez de un tres y ella, con una voz de esas mujeres que gritan de una esquina a otra, me dijo que si yo no sabía contar del uno al diez, que en mi libreta solo habían tres personas, no cuatro.
—Y, además, tu papá trabaja en una embajada —esta vez su cara sí que hizo un gesto de burla—. No me digas que te gusta este pan y que es el más sabroso.
Yo no supe qué decirle, miré a mí alrededor y todos me miraban con mala cara, así que salí corriendo con mis tres tristes panes y, ya en casa, respiré aliviado de no tener que darle explicaciones a nadie. Luego, cuando llegó papá, me explicó más o menos las diferencias de esos panes y la actitud de esa señora que gritaba como una loca. Nunca más, mamá me dejó ir solo.
Esta vez ni papá, ni mamá, ni la señora de la panadería, podían impedir que me comiera el pan que estaba encima de la mesa. Llevaba días ahí. Daba igual así que, sin pensar mucho en las diferencias y el olor de este, le metí una gran mordida y, la verdad, esta vez me pareció de esos del Pain de París del que seguro hablaba esa señora de la panadería.
Siento como una goma que cae en mi estómago vacío. Tomo agua. Me alivio el hambre y ya no pienso en mamá, sino en papá cuando venga y vea que ella no está y que ni su baño ni su comida están listos, no quiero imaginarme la pelea tan grande que tendrán.
Enciendo el televisor y veo los muñe de las seis, los animados que pasan hoy son los mismos de siempre. Me voy a mi cuarto e instalo en mi video la última que me regaló papá: El viaje de Akiro.
El ruido de una tijera loca, que no para de cortar y cortar, me hace poner pausa, trato de descubrir de dónde proviene ese dulce sonido que me recuerda a mi prima Laurita, cuando me visita los domingos y yo le ayudo a recortar los vestidos de sus infinitas cajas de muñecas de papel, aunque Laurita insiste en llamarles cuquitas.
Viene del baño, hoy es viernes, así que supongo enseguida que Laurita no debe ser. Abro la puerta y veo a mamá con su vestido de flores rojas y negras, justo en el borde de la bañera con una gran tijera, parecida a la de Alberto, el jardinero. Ella recorta unos papeles brillantes con imágenes grabadas. Está absorta, ni me siente cuando abro la puerta.
Me quedo atónito observándola.
Son fotos, puedo ver una que cae en la caja que está a sus pies, al lado de su mano izquierda. Es mi cara junto a papá. Recuerdo que esa la hicimos en el parque Lenin, y estábamos los tres, como los tres tristes panes en la libreta. Ahora ella se había salido del cuadro y nos había dejado solos a papá y a mí.
Dos cajas grandes frente a ella y una tijera en la mano derecha, solo le faltaban las motonetas de Laurita para pensar que mamá jugaba a las muñecas de papel… o cuquitas, como las nombra mi prima.
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