Sobre el autor
En el aniversario del fallecimiento del abogado, militar y periodista cubano Manuel Sanguily (26 de marzo de 1848 – 23 de enero de 1925), compartimos esta carta que enviara a Juan Sincero, seudónimo de Manuel de la Cruz, y que fuera publicada en el número 31 de La Habana Elegante, correspondiente al 4 de agosto de 1889 e incluida por la ensayista e investigadora Cira Romero en su libro Atravesar los umbrales, en el que se refiere del siguiente modo la relevancia de la misiva:
Constaté uno de los momentos más relevantes del desarrollo de la crítica en Cuba, y del modo en que la encaraban nuestros literatos, en lo que llamo un tríptico de ideas y conceptos acerca de lo que debe ser la expresión del juicio literario. Me refiero a sendas cartas publicadas en 1889: «A Juan Sincero», seudónimo de Manuel de la Cruz, escrita por Aurelio Mitjans, «A Aurelio Mitjans», debida a Juan Sincero, y de Manuel Sanguily a este último, expuesta en «La crítica literaria». Aparecidos en números sucesivos de La Habana Elegante, se constata cómo entendían el modo de ejercerla, y se patentiza la importancia que tuvo para nuestra intelectualidad finisecular el francés Hipólito Taine (1828-1893), cuyo pensamiento positivista, tendente a fundar una psicología científica y experimental sobre bases fisiológicas, tuvo una gran resonancia y en literatura asentó el fundamento teórico del naturalismo.
Fragmentos de su obra
«La crítica literaria»
A Juan Sincero.
Muy distinguido amigo:
Porque me escribió usted instándome para que interviniese en el asunto puesto en tela de juicio por usted mismo y por Aurelio Mitjans hace cosa de un mes en sendas amenísimas cartas que aparecieron en este semanario, y únicamente porque no sé cómo no complacerle, por más que el empeño es arduo y son muy flacas mis fuerzas, me decido a echar mi cuarto a espadas, según suele decirse en lengua de tahúres; aunque habré de hacerlo con la brevedad que impone el limitado espacio de que puedo disponer. De más esta prevenirle que todavía no alcanzo a explicarme el deseo que ha demostrado usted por conocer mi opinión particular, de suyo desautorizada e insignificante. Y no quiera antojársele ahora que alardeo de falsa modestia. Si la crítica que en la actualidad priva es exclusivamente científica, o si al lado de una crítica científica cabe y debe haber otra literaria en su esencia ¿no es el asunto o la tesis que examinaban usted y Mitjans? pues tengo para mí que la crítica de obras de arte literario cae de lleno en los dominios de la Estética, y nada menos preciso ni más oscuro que esta ciencia, si es que en puridad hay una ciencia que se llama la Estética, cuando quizás los estudios que de su nombre apellidamos no sean sino dependencias estrechas, derivaciones inmediatas, o corolarios forzosos de lo que se conoce con la designación de la Filosofía; o como si dijéramos que a cada filosofía corresponde una Estética que de ella proviene de modo natural; por cuya razón oímos a cada paso mentar una estética platónica, otra kantiana, la de Hegel, la de Schiller, la de Schelling, la de Cousin, la de Herbert Spencer… Actualmente publica tomo a tomo Marcelino Menéndez y Pelayo la Historia de las ideas estéticas en España. No hace mucho tiempo publicó Emilio Grucker la Historia de las doctrinas literarias y estéticas en Alemania. Con una anterioridad de veinte años había impreso Alfredo Michiels su Historia de las ideas literarias en Francia. El insigne y malogrado M. Guyau tituló Los problemas de la estética contemporánea, a un libro de oposición a las ideas de Spencer y de Alien, como todos los suyos, realmente admirable y, por algunos lugares, en correspondencia con la obra de M. Gabriel Séailles, Ensayo sobre el genio en el arte.
Si el fundamento mismo de los juicios literarios es variable y movedizo; si a más de ese carácter suyo, es siempre tan abstruso que provoca radicales discrepancias y constantes controversias ¿puede dudarse de la sinceridad de mis temores, de la legitimidad de mis dudas y de que en materia tan difícil, tan complicada y tan recóndita solo esté seguro de mi insuficiencia? Más ya que usted así lo quiere expondré compendiosamente mi opinión humilde, dándola por lo que valga.
En mi concepto, toda crítica es científica, o no es crítica, y toda crítica, como cualquier obra humana, es eminentemente personal o subjetiva. Si hay una crítica a que llaman «literaria» no es desde luego porque carezca de base científica, de principios que la fundamenten; sino para determinar de un modo directo e inmediato su punto de vista especial. Lo que sí suele suceder, y ha sido común y hasta característico, es que el crítico conozca las reglas literarias; mas no así las leyes de la naturaleza humana en que aquellas tienen sus raíces, y ese por fuerza ha de ser y ha tenido que ser crítico estrecho de miras, superficial y sin filosofía. ¿Qué hace un crítico de letras cuando examina alguna obra literaria; un soneto, por ejemplo? Naturalmente lo considera solo como una manifestación, una forma del arte de la palabra y especialmente del arte poética; y habrá de buscar la conformidad o desviación de la obra respecto a preceptos, o reglas, consagrados en cada época por mil causas, multitud de antecedentes y concomitancias, y por razones profundas, positivamente científicas; aunque todas no se conozcan ni se hayan clasificado las conocidas ni podido organizarse en síntesis completa; por lo que, acaso, se modifican, modificándose la explicación fundamental o filosófica, según los tiempos y los empeños y valor de las investigaciones, siempre naturalmente en íntima relación y correspondencia con el estado intelectual y social de cada pueblo y de cada momento de su evolución total. Un soneto es una composición, una forma artificial que expresa un estado psíquico. Tiene, pues, un aspecto psicológico y un aspecto técnico; pero soldados en profundísima hipótesis, al punto de que solo pueden separarse por el análisis. Es, por lo mismo, un caso total, sintético, individual, para cuyo examen tiene que concretarse varias esencias: la psicología, la fisiología, la acústica, la gramática, y varias preceptivas: el arte de la versificación, el arte musical, el arte literario. El crítico, a más de esos saberes, como estilan decir en España, necesita de algo superior y propio; ha de ser elevado su espíritu, ha de tener gusto, buen gusto, según lo llaman; es decir, que entraran en su juicio tantos elementos personales como los hay en las mismas obras artísticas. Generalmente tales elementos son los predominantes, por lo mismo que la literatura es tan compleja y tan insegura. El sentimiento humano que origina el arte y el que informa las obras artísticas son reales y eficientes, aunque en verdad muy obscuros, casi indefinibles, y dependientes de innumerables concausas actuales y anteriores, mediatas e inmediatas. Es consiguiente que faltando una medida, «el metro de oro», queda abierta de par en par la puerta al individualismo crítico.
La verdadera obra de arte, bien pensada a la par que sentida, es una síntesis. La crítica es ante todo un análisis. La una produce determinados efectos. La otra procura investigar la razón de aquellos efectos. El artista verdadero es un sabio que se ignora. El crítico un artista que pretende comprender a otro. Un músico, verbigracia, un Liszt, dispone de ciertas facultades y empleándoles en su instrumento, el piano, produce en un momento dado un efecto específico, que él buscaba y llegó a realizar, en el oído, en el alma de un centenar, en un millar de oyentes. Él disponía de su instrucción, algo así como de una cosa inconsciente y profunda, complicada, pero real. El crítico pretende desentrañar, fragmento tras fragmento, un día y otro, los elementos acordes en aquel magnífico resultado; y para él trabajan el psicólogo, el acústico, el fisiólogo. Con esos mendrugos se alimenta y vive. Si la ciencia no fuese incompleta, nunca veríamos la mocedad en contubernio con la ignorancia audaz escalar el sitial y decretar a diestro y siniestro la ignominia o la inmortalidad. Por estas leves consideraciones comprendo lo que ha hecho y hace M. Taine. Estudió ciencias morales y políticas, creo que en la Escuela Normal. No quedó satisfecho, e ingresó después en la Escuela de Medicina. Estudió allí durante tres años, con asiduidad y entusiasmo, principalmente la fisiología nerviosa y con especialidad el cerebro en todos sus aspectos. Fluctuaba por entonces indeciso su espíritu en la Filosofía. Siendo más o menos hegeliano todavía, escribió un libro que era un formidable puntapié a los «filósofos clásicos» de Francia.
Madurado su pensamiento, fijadas en armonioso organismo sus ideas, publicó otro libro, el que tituló De la inteligencia. Tenía su visión general del mundo, su explicación del universo, su filosofía, y con ella en la mano como inmenso foco de luz podía ponerse a trabajar. Disponía de un método, que ―según dijo en un prefacio de 1866― «es una manera de trabajar e indica una obra por hacer», quería, en fin, «trabajar en un sentido y de cierta manera, y no otra cosa». Añadía que a ese respecto lo único que importaba debía ser inquirir «si esa manera era buena o no», para lo cual todo se reducía «a practicarla». Rechazaba la suposición de que tuviera él «lo que querían llamar su sistema» y afirmaba no abrigar tampoco la pretensión de tener alguno; pero, a la página siguiente, manifestaba que su método se derivaba de «la observación» de que en «las cosas morales» como «en las cosas físicas» existen dependencias y condiciones (Ensayos de crítica y de historia, 1874). Y lo mismo han hecho y hacen todos los filósofos: considerar desde puntos de vista superiores todo lo que parece inferior y dependiente.
En este sentido ¿quién, aun siendo entero y aridísimo preceptista, no tiene su filosofía más o menos completa, más o menos borrosa y confusa? Comprender es la misión del crítico respecto a una obra de arte, a más de sentirla, como le sucede a casi todo el mundo; acaso más que la mayor parte de los que la contemplan; porque se siente más a medida que se comprende mejor; y crearla es la misión del artista. Comprender es referir alguna cosa a sus causas y sus efectos, es colocarla en su cuadro de condiciones y dependencias.
Conocer, en química, un cuerpo no es más ni menos que esto. Solo en las letras por extensión de lo que sucede con los actos de la vida real, se califican las obras literarias de buenas, de medianas o de malas. En una ciencia basta con señalar las notas, los caracteres de una sustancia, de clasificarla enseguida, para que quede explicada y se la comprenda. En literatura se dice más y se dice menos, con los términos bueno, malo, mediano, que son pésimos determinativos; quise decir que son muy elásticos, muy vagos y muy relativos.
Cuando me exponen y numeran y concuerdan las propiedades del oxígeno, conozco completamente el oxígeno y ya no lo confundo con ningún otro cuerpo. Cuando me dicen que una oda es soberbia, que está bien hecha, o que es floja, mal ajustada, escasa de imágenes o sobrada de ellas, y multitud de otras connotaciones tomadas del lenguaje común y del orden puramente moral o exclusivamente literario, me quedo, como parece probable, sin conocer la oda. Odas, arengas, dramas, poemas, el libro, el folletín, la gacetilla son individuos de especies distintas, que nacen, viven, influyen, varían, se modifican o desaparecen; son organismos, como lo son la palabra, las ideas, el hombre, la sociedad, la historia. La historia no se comprende sin las fuerzas psíquicas, sin las fuerzas físicas, sin las fuerzas morales. La historia es un producto. Y lo mismo la sociedad, el hombre, las ideas la palabra y el libro. Una oda, un epigrama, un libro sobre cualquier materia, son hechos que tienen sus condiciones propias y sus naturales dependencias.
Serían incomprensibles sin el conocimiento del autor, de su espíritu; el espíritu del autor no se explica sin el conocimiento de su familia y raza, sin la biografía, la herencia, la constitución personal; pero el autor que vino al mundo con ciertas predisposiciones intelectuales y fisiológicas, recibe desde la cuna constantes y variadísimas influencias, de la casa, de los amigos, de las opiniones y caracteres de aquella y estos, de la situación pública, directamente o por intermediarios, y luego del colegio, de sus maestros y compañeros, de los libros, de las doctrinas y creencias que en ellos corren o que le envuelven doquier, dejando retazos, filamentos perdidos que caen en su espíritu y van teniendo su centón barroco; por lo que cada individuo se compone mentalmente de los mismos elementos suspendidos en el ambiente común, que se convienen y conforman diversamente, como los infinitos y diferentes corpúsculos y fragmentos en cada vuelta del caleidoscopio. Cuanto haga un autor, libro, empresa, cuadro, sinfonía, será, pues, el producto de múltiples factores.
La obra producida, a su vez, presenta múltiples aspectos: refleja completamente un hombre, el autor mismo, su espíritu, su carácter, sus aficiones, sus sentimientos, sus ideas, y ―su intermediario― la sociedad, el público, la escuela artística, el gusto dominante, las tendencias capitales; es, en una palabra, expresión total y sintética.
Considerada por uno de sus aspectos es un artificio; y en relación con su finalidad abortada o realizada será perfecta o deficiente, completa o defectuosa. Este es su aspecto técnico; aquellos son sus aspectos característicos o individuales.
Pero un libro no solamente implica su entidad como producto, y su autor como productor. El ciclo de su destino se completa con el leyente, con el consumidor. El conjunto de lectores, extranjeros o conterráneos se compone de seres múltiples, complejos como el autor y distintos de él, más o menos profundamente: serán unos pocos cultos, ignorantes las más veces, superficiales por lo común, que tal es el mundo; otros serán literatos, ora sabios, ora exclusivistas, ora fríos y egoístas; ya un estético sensible y de vasta observación; ya un pobre retórico práctico y apegado a su regla y su compás; bien un hombre delicado, bien un erudito que sigue alguna escuela o que las conoce a todas sin seguir a ninguna; aquel un discípulo de Schopenhauer, estotro de Spencer o de Hegel; quién desdeñoso y soberbio; quién sin iniciativa y confianza en su propio juicio. Todos, porque así es la realidad, juzgan, es decir, sienten y comprenden de modo distinto, bajo la acción ineludible de determinadas, peculiarísimas circunstancias. Al cabo y en definitiva toda crítica es una impresión. Un hombre ―así sea crítico o artista― es un temperamento que actúa siempre y respecto a toda cosa en condiciones especiales.
Cabe separar en una obra, y así ocurre con frecuencia, lo que se mira en ella como estético, de todo lo demás que se considera que no lo es, cuando todo lo que ella encierra, o se contiene en ella esta concretamente. Esta crítica es, a mi juicio, incompleta y está, a más de ello, expuesta a pecar por arbitraria. Separar es abstraer, producir entes de razón, mutilar la realidad adulterándola de paso.
Juzgar por tal procedimiento exclusivo es perder de vista la obra entera en su unidad íntima y particular sustituyendo a lo que ella es o significa meras abstracciones que dependen de la organización peculiar de un cerebro, esto es, realizar una obra personal, accidental y variable. La síntesis está en el producto, en la obra artística, es la obra misma. El análisis busca lo que en ella hay. A veces por él se encuentran muchas cosas, a veces no más que lo que cree ver o encontrar el analista; y con estos despojos de una entidad viva, al intentar reconstruirla en nueva síntesis, no siempre convendrá esta operación mental con la animada síntesis real del autor, sino que alguna vez a cambio de un cuerpo orgánico y palpitante, quizás se obtenga solo un cadáver, un aborto o un monstruo. Lo confieso tímidamente: la crítica me inspira respeto y muy poca fe. ¿Por qué Shakespeare era un bárbaro para Voltaire, y para Paul de Saint-Víctor ocupa «entre los reyes de la inteligencia» el apartado lugar entre los Olímpicos que tuvo aquel Pan, más adorado por la antigüedad que Júpiter? ¡A?! es porque el crítico ve lo que puede y ve siempre al través de sus propias condiciones y circunstancias: la obra artística es, pues, para el espíritu humano algo muy semejante a la nube de Hamlet.
Suyo afectísimo amigo.
Manuel Sanguily,
Cerro. Habana, 30 de Julio de 1889.
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