Ligero de equipaje, como el Machado español, siempre ha caminado la poesía de la tierra nuestro entrañable poeta Roberto Manzano. Y no podría ser de otra forma, pues la grandeza verdadera, raigal, prefiere y escoge la quietud de las horas, el feliz silencio de los verbos que desafían desde la íntima soledad las fronteras de lo humano, dejando en cada verso, en cada imagen poética hecha de raíz y tallo, y ramas y frutos, la temeraria palabra que congrega y alista a los pueblos del lado de los buenos. El 20 de septiembre de 1949, la ciudad de Ciego de Ávila (antigua provincia de Camagüey), vio nacer a quien sería desde su juventud temprana el poeta que sacaba sus versos de la libre sabana, del surco fértil de los campos y las aceras clamorosas de cada ciudad que abría las puertas a los pasos de la poesía. Hasta llegar a ser, desde hace mucho tiempo, uno de los grandes poetas, de cualquier época, en esta tierra de grandes poetas, referente de generaciones que han podido encontrar cobijo y enseñanza en el evangelio vivo de su palabra.
Manzano toma la voz de la Patria desde el fondo de la vida y le pide luz y sombra, ese silencio de la Luz que reverencia entre fustete y dagame; le pide: «Dame paz para que ame / en tu batalla mayor / la fuerza del resplandor / que en tu corazón circula, / y dame lo que pulula / en la entraña del amor». De la jubilosa entraña del amor, verdecida a orillas del camino y del arroyo, al sol y a la lluvia y al viento, ha creado generosos poemas como quien viene del umbral de los misterios. Tanto se ha escrito de este juglar de larga esperanza, gladiador de la palabra en las arenas ardientes de la vida, que he preferido dejar que sean sus versos los que canten los anhelos, zozobras, luchas, las cosas amadas del poeta, que escriba por nosotros la reventazón del alba en la insomne sabana de imágenes, una magia de estructuras bajo el mítico arco del azar concurrente.
Observador consciente de la realidad, desde la vida y la poesía, como yuntas de una misma dignidad, nos pregunta: «Así a dónde vamos a ir, si necesitamos tanto». Ve lo absurdo de gastar todo en un triste diapasón de utensilios, a dónde vamos a ir si somos tantos y necesitamos tanto, cuando es mejor estar hambriento de verdad y hermosura; en un vórtice solidario, gusta «las espigas balanceándose contra el viento, los caballos galopando por las playas solitarias, el silencio azul de las praderas», el vientre de la mujer amada como un blando cosechero que todo lo coordina y expande hacia la edificación soterrada del hijo, echarse en el vientre de la mujer «para oír como un indio qué bisontes de ternura trae el horizonte».
Escribe sentado en medio del paisaje interior que los hombres se dan en sus casas; habla con Vallejo de la sucesión congojosa de vivir, sin sabor ni expediente, cuando se lleva un dolor hincado como una mala vértebra; con Munch, para poner el peso del alma sobre la baranda; porque es el viajero que nunca ha partido, que busca lo ilusorio dentro del túnel de los trenes; y se dice adiós así mismo moviendo el pañuelo utópico: «porque lo eterno nace desde la contingencia / y a la cumbre se llega transitando el bajío». Desde ahí, invita a los cantores a ponerse de pie, en esta sala de música, que debe ser el mundo, para entonar un gran canto, y que esto de existir o no existir deje de ser una quebradiza apariencia. Para ello es el canto de la poesía, pero también para la compañera, a quien le confiesa la necesidad de su compañía con estas memorables palabras:
No puedo vivir sin ti, compañera.
No puedo sostener solo mis insignias contra el viento.
No me faltes ahora que la soledad es ancha como un desierto,
abierta como una constelación baldía.
El poeta recorre la piel y el paisaje de los suyos, y deja el surco de su arado, el río insomne de sus venas. Uno siente los arpegios del viejo Whitman leyendo sus versos. Versos que nos convocan a traer los muertos más queridos para instalarlos en la vida, si la tierra es esperanza en la oscura semilla, espacio y música en la flor, y luego, pulpa de la vida. La vieja sabana es la patria de sus ojos.
En «Madre mía, a la vuelta, con los soplos…», poema de honda nostalgia, inmenso en la ternura de la palabra y el umbral de la tristeza, confiesa que a la vuelta del tiempo ha visto plantas que se han marchado, rudos carbones apagados por la tormenta, figuras de entonces cuando las miradas eran verdes y en las frondas sonaba un airecillo frío, «y tú tenías, madre mía, las llaves del planeta / colgando de tus yemas blanquecinas». No concibe que podamos estar vivos tan lejos de nosotros, «cuando todos los clavos estaban en sus tablas». Cuán grande es la pérdida «en el giro escoriado del tiempo, cuando el golpe / nocturno cubre el día», y en la alta madrugada vemos venir la cepa original de aquellos tiempos idos.
Con sus versos al hombro, como piedra de Sísifo tallada por la vida, lo vemos subiendo riscos y laderas, a pesar de los vientos de manos ásperas, bajo el rocío espeso de los siglos: «De subir con la piedra, piedra soy». Y hay que adelantar la piedra, procurar que ascienda; hasta cuando dormimos, empujar, con los mismos arietes de los hombres, pero de otro modo. «He aquí, oh hermano, la gran batalla de los cascos y los lirios». Nos invita a trabajar juntos y colaborar con la voz y los pasos en el camino hacia la luz redentora: Aunque estemos sentados «en la oscuridad final del pasillo», no olvidar que somos «absolutamente indispensables», que tendimos «los jardines colgantes sobre los altos muros…»; y probablemente erigimos «la rebelión simétrica de la pirámide…», «los tronos que reposan en lo inasible»; pues «quedarnos es nuestro verdadero destino de hombres sobre la tierra».
Han pasado los años y algunas costumbres se fueron, pero todavía se ve cuando era niño e iba por la llanura aquella bajo otra luz de junio, andando como ahora y regresaba dentro de la intemperie hermosa. Sabe que le pertenece el sueño que viene de lo real, por eso nadie le ha podido quitar el viento, ni el álamo, ni el astro pequeñísimo que parpadea en lo rojizo de la tarde. Ha labrado un territorio poblado de árboles dulces, una siembra brava, que está muy bien cantarse un salmo, ser el arpista, el que oye, el que dice las gracias y el deseo; incluso ir entre el polvo, ser el polvo, y urdir su destino con manos polvorientas, sostener estas figuras contra el viento, pasarlas, en su luz, a los hijos.
Poeta de la tierra clamorosa, también gusta del árbol, el mar, la montaña, del tren, la dársena, la urbe; y más allá: «los países, las álgebras, los actos, los sueños». Puede leer sus versos desde la tradición, alzar la voz como el aeda griego para cantar la epopeya de haber vivido sin dobleces y sin agacharse, guardar en la memoria el gesto del amor y la amistad que ha forjado con lealtad y duro y diario oficio. Ser uno mismo, a pesar de los malos vientos del augurio, como es usual cuando se ha cumplido la honradez del dolor.
El hombre levanta sus propios muros, el olor a muro lo invade todo, como una contaminación que parece a todas luces indicar la salud de la falsa firmeza. «Lo que toca un poeta se convierte en símbolo. La humanización del mundo necesita de símbolos». En la poesía de Roberto Manzano, se mueven libremente los Arquetipos y los Esplendores de que hablaba Borges. La poesía como fuente de sabiduría natural, que el lenguaje busca para comunicar el misterio y la belleza. Solo somos vasos comunicantes. Y a Manzano, como una épica apuesta personal, la vida se le ha ido a la página, y un día de la página se alzará resurrecto. «Los oportunistas y los extremistas, aunque escriban versos, jamás serán poetas. La poesía no los soporta». Hay que haber explorado limpiamente el camino de la poesía, para poder sentarse en el irónico canto del ocaso y gritarle al mundo:
Y ahora yo puedo pararme en medio de la brisa,
en el púlpito, en el estrado, en la puerta, en la ola
a decir al que pasa mi palabra:
puedo; pues he vivido, he vivido en lo ancho
y en el límite, y reconozco la esencia del contorno
por haber batallado en olvido y silencio
con el rosario triste y digno de las horas
que han sido mías, mías en mí, y mías desde otros:
En el bosque de los símbolos, Manzano, ha sido promotor del adjetivo que da vida en los pinos nuevos, de la bondad enraizada en las manos campesinas que aran el palmar con décimas curtidas por el sol y el sudor. Su vasta cultura universal, lo hace conocedor de la pulpa ingeniosa de los mitos y las sagas de la humanidad, de los cantores soterrados en la altura del verbo, metidos con sus liras danzantes en las estrechas calles del presente, donde la utopía y la poesía se dan la mano. Maestro de un tono y una pausa que se desdoblan en el horizonte del texto y ya no se distingue dónde termina el mar y dónde cae el cielo en la atenta mirada del hombre de letras, resuelve el pasado efímero desde una atalaya imaginativa y sensorial, sobre la partitura de lo heroico cotidiano.
Se necesita un alma forjada en los arduos yunques del arte para reconocer que: Heráclito es el gran compositor, pues sus sinfonías oscuras de Éfeso no pueden ser reiteradas sino en el chorro del mundo. Y sostener el discurso de José Martí, con la clara palabra del porvenir: «Acompáñame, verso mío, grave compañero: he entrado ya por la puerta natural, y estoy de pie sobre la tierra amada, junto al árbol sagrado, sosteniendo en la asamblea del aire la blanca rosa del sueño!».
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