Resulta perturbador, o por lo menos curioso, el hecho de que, a lo largo de siglos y siglos de literatura, los asuntos del amor se vinculen, de vez en vez, con los asuntos de lo tenebroso, el misterio, la alucinación y lo horripilante. Muchísimos ejemplos de esa extraña alianza subsisten, como situaciones ya clásicas, a lo largo del tiempo. Y es que, en definitiva, el amor pelea duro contra lo fantasmagórico, el mal, la muerte, aunque hay amores en cuya esencia habita lo sombrío, lo espectral y hasta la perversión. La cólera de Aquiles deriva de un acto de amor muy concreto. Tristán e Isolda trascienden gracias a la muerte. Y en Drácula, encarnación de lo satánico, la vida se aferra al mundo gracias al amor.
De modo que hay y habrá historias tenebrosas de amor. Las tradiciones literarias más enérgicas, así como los movimientos culturales de mayor intensidad, dejan siempre espacio para la aparición de personajes, situaciones y mitos relacionados con semejante alianza. Pero es el Romanticismo y sus alrededores, por así llamarlos, el contexto de fecundidad más visible. Allí se desarrolla un fenómeno sin parangón en la cultura, un fenómeno que nos alcanza, en la contemporaneidad, y que inunda, con sus gestos, todas las manifestaciones del arte: el gótico.
Uno no debería dejar de indagar en la naturaleza de la escritura gótica por dos motivos. En primer lugar, porque en ella nace un imaginario contaminador que se crea a sí mismo y que aprovecha, para emprender su viaje al futuro —desde ese presente ubicable entre fines del siglo dieciocho y fines del siglo diecinueve—, todas las tradiciones donde se combinan, de forma creativa, el misterio, la belleza y el mal. En segundo lugar, porque demanera espontánea y casi instintiva, el gótico halla un enclave hoy al adentrarse en ciertas zonas de la mente moderna.
El Romanticismo —lo he dicho en otros libros— es, con toda probabilidad, el movimiento cultural más significativo para el hombre de nuestros días. Los mejores gestos de las vanguardias artísticas del siglo veinte tuvieron una definitoria sustancia romántica. Los dispositivos que definen hoy eso que se llama artisticidad —en medio de su crisis y su renovación—, restauran sus perspectivas cuando en ellos aparece un enfoque que dialoga con el alma, el misterio del deseo y la caducidad de la existencia, por citar sólo tres aspectos bien articulados dentro del pensamiento romántico.
Lo tenebroso es sombrío a más no poder, y no descarta, sin embargo, la presencia de ese tipo de fuego que alumbra ciertas verdades —más o menos ocultas dentro del relato de amor— con una intensidad tan variable como oscilante. Por eso las historias tenebrosas de amor devienen historias góticas, lo mismo en un contexto convencional, tradicional —viejos castillos, cementerios, situaciones familiares donde hay hechos recónditos e inexplicados, apariciones, espejismos—, que en un mundo como el de ahora mismo, donde el amor sigue empecinándose en nacer y sobrevivir, y donde la verdad es un dilema laberíntico, lleno de complicaciones.
Aun así, el amor persiste. A pesar de las asperezas de la crueldad, a pesar del desamparo que provoca lo enigmático, a pesar del dolor, y a pesar de la indeclinable extrañeza de la vida.
Las narraciones que he incluido en esta antología fueron escritas hace ya tiempo, entre mediados del siglo diecinueve y los primeros años del veinte. Pero sus autores, convencidos del aura única que nace en lo sobrenatural, la fantasía y el estremecimiento vivísimo del amor (explícito y efusivo, o parapetado tras la cortesía y el mutismo doliente), supieron configurar situaciones extraordinarias, irrepetibles, y que —y esto es lo mejor de todo— alcanzaron a poseer una legibilidad constante, inalterable.
Uno lee “Ligeia”, de Edgar Allan Poe, y al final comprende por qué el hombre que compuso “El cuervo” y “La caída de la casa Usher” pudo escribir con tanta intensidad sobre la obsesión amorosa. Algo similar sucede con Alejandro Dumas y su relato “La hermosa vampirizada”: sumergido en el mundo del vampirismo, no pudo dejar de elaborar, además, una aventura llena de peripecias —dos hermanos, un caballero y un vampiro, disputándose una mujer—, pero en especial atravesada por el eje de la pasión. Théophile Gautier, autor de “La muerta enamorada”, es el exquisito poeta de la fijeza con que ciertos atractivos —los que el sacerdote Romualdo ve en la cortesana Clarimonda— hacen de la pulsión erótica un universo imborrable. “Vera”, de Auguste Villiers de L’Isle-Adam, nos habla de la fuerza de una imaginación negada a aceptar las realidades inapelables de la muerte, para salvar el amor. Por su parte, Mary Elizabeth Braddon confecciona otra fábula —“El abrazo frío”— sobre la tenacidad del deseo, ya dentro del territorio de lo aterrador, mientras que May Sinclair hace lo mismo, pero yéndose —en “Donde su fuego nunca se apaga”— al ámbito doméstico, donde los amantes tejen y destejen sus vidas mientras el tiempo se transforma en un presente imperecedero.
En esta compilación todavía hay otro cuento sobre la permanencia —pavorosa y, en secreto, apasionadamente dolorida— del amor y sus signos más potentes: “El amante fantasma”, de Elizabeth Bowen. Ese tipo de contumacia, relacionable con los sangrientos desvelos del vampiro, hace que este sea ya un mito de mitos, como puede observarse en el cuento de Dumas —casi una noveleta, tan valiosa como “Carmilla”, de J. T. Sheridan Le Fanu y “El vampiro”, de John William Polidori, que el lector cubano ha podido conocer gracias a otras antologías— y en “Manor”, de Karl Heinrich Ulrichs, y “Olalla”, de Robert Louis Stevenson, dos obras incluidas aquí. La primera, un drama de amor entre dos marineros, se aleja del modelo de la pesadilla elegante preconizada por el carácter urbano y continental del vampiro. La segunda, brumosa y saturada por zonas de indeterminación, subraya la renuncia al amor cuando este se compone, además, de ruina corporal, maldad inevitable —aunque ame intensamente, el vampiro jamás traiciona su condición: ahí empieza y acaba su desdicha— y peligros espantosos.
He dejado para el final, con toda intención, un relato que siempre me ha parecido asombroso: “El diamante”, de André Pieyre de Mandiargues. Lo esencial de su trama, una metáfora sobre la sublimación del cuerpo, el sexo y el ensueño amoroso, transcurre en el interior de una gema donde una joven mujer, en compañía de una entidad fantástica, protagoniza una de las experiencias más raras de la literatura.
Describir la criatura que habita dentro del diamante equivale a acercarse al universo —caprichoso, poblado por figuras extrañas— del dibujante, grabador y escritor austríaco Alfred Kubin, cuya obra es prácticamente desconocida en Cuba. Heredero de El Bosco, de Piranesi, de lo mejor del arte de Francisco de Goya y del Expresionismo —en la literatura, la pintura y el cine—, pero iluminado por una gestualidad gótica muy personal, Kubin explora la anomalía física y moral, lo quimérico y lo delirante, y habría podido recrear, en una especie de serie, precisamente los sucesos que el relato de André Pieyre de Mandiargues pone en escena.
Creo que el trabajo de Kubin expresa, entre lo susurrante y lo estruendoso, una importante zona de los mundos —estados del yo interior— que esta antología evoca y concita. Y aunque alcancé a seleccionar tan sólo una ínfima parte de sus dibujos y grabados, Historias tenebrosas de amor enriquece sus páginas con la presencia de un artista emancipado de todo, excepto de los reclamos del sueño creador, y que nos advierte, junto a estos cuentos, sobre lo lejos que pueden llegar el alma y el espíritu cuando dialogan con el otro —cuyos sentimientos nos liberan o enclaustran—, en busca de la compañía sensitiva y la emoción.
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