I
El legado de Martí en lo real-maravilloso carpenteriano.
Visión de América.
Cuando leemos a Carpentier ocurre a menudo que los mecanismos intelectuales asociativos nos llevan a Martí. Unas veces porque la prosa barroca del primero es muy cercana al léxico martiano; otras porque se advierte, a ojo de lector sagaz, la coincidencia de preocupaciones en torno al destino de nuestra América.
Si asumimos el legado de cada uno de ellos, desde el ángulo del periodismo, los puntos de contacto son aún más evidentes. Ambos manifiestan una extraordinaria actualización en los más diversos temas, especialmente los de interés cultural, y la preocupación por la belleza literaria del texto, poco frecuente en un género siempre urgido por las limitaciones de espacio y coartado por la imediatez.
En los dos cristalizan momentos culminantes del quehacer periodístico continental. Cronistas de sus tiempos. responden a una tradición que se remonta a los articulistas de costumbres —piénsese en Mariano José de Larra, Ricardo Palma o José Victoriano Betancourt—, y que irá marcando pautas ascendentes durante todo el siglo XIX hasta alcanzar trascendencia definitiva con el modernismo. El espíritu renovador de este movimiento alcanzó al periodismo, sirviendo como piezas ejemplares en tal sentido textos de Rubén Darío, Manuel Gutiérrez Nájera y José Martí. Los dos últimos son, al decir de Susana Rocker, los precursores de la crónica en Hispanoamérica, «quienes no se conformaron con la escritura de mero entretenimiento sino que le imprimieron al espacio de la crónica un vuelo literario»[i]. Es precisamente en esta modalidad del periodismo donde confluyen lo noticioso y lo artístico, la objetividad ante el acontecer de última hora y la sensibilización más o menos evidente del autor ante el hecho mismo.
Muchos avatares ha sufrido el término crónica, que ha servido a lo largo de la historia de la humanidad para designar textos tan disímiles como los poemas homéricos, la Biblia, los relatos de viajes o los testimonios escritos sobre la conquista de América. Sin embargo, desde finales del siglo XIX hasta el presente, su capacidad denotativa se ha restringido a un quehacer periodístico, que supone un pacto de veracidad autor-lector, si bien concede ciertas libertades para expresar vivencias e impresiones, narrar acontecimientos, describir personas, lugares u objetos, ciñéndose al orden cronológico de lo acaecido en el presente o en un pasado que, por determinadas circunstancias, se actualiza.
Este modo de hacer se caracteriza por el trabajo literario, la metaforización sugerente y embellecedora que hace perdurar la página cotidiana. Así ha ocurrido con lo que produjeron José Martí y Alejo Carpentier en materia periodística.
La escritura de ambos se mantiene hoy con una vigencia sorprendente y dista mucho de haber sido efímera. Para valorarla en su conjunto serían precisos años de búsqueda minuciosa y profundo análisis; es por ello que solo se pretende exponer a continuación un grupo de reflexiones en torno a la apropiación del legado martiano por parte de nuestro novelista e intentar demostrar que en textos del Maestro dedicados a la historia y la cultura de nuestro Continente se halla un antecedente significativo de la concepción de lo real-maravilloso americano sustentado por Alejo Carpentier. Asimismo nos detendremos a enjuiciar brevemente la influencia de la crónica en la obra narrativa del autor de El siglo de las luces.
Cabe preguntarse si Carpentier asume de modo consciente el legado martiano o si se produce entre ambos coincidencia de puntos de vista al valorar hechos similares. Sea lo primero o lo segundo, el parentesco es innegable y el narrador cubano ha reconocido más de una vez la universalidad y actualidad del pensamiento martiano en entrevistas y conferencias.[ii]
De modo similar se acercan al arte de sus respectivas épocas avalados por conocimientos profundos sobre el tema en cuestión y con criterios desprejuiciados acerca de las nuevas tendencias. A partir de esta inquietud se derivan piezas memorables sobre literatura, música, filosofía, pintura…
El incansable escritor que fue José Martí dejó su huella en numerosas publicaciones periódicas del Continente. Fue asimismo fundador de órganos de prensa que alentaron desde sus páginas grandes propósitos. Baste recordar la Revista Venezolana, la Revista Guatemalteca, La Edad de Oro y Patria.
En Martí resulta difícil deslindar, dentro de su labor de periodista, la crónica del artículo o del ensayo. Casi siempre la una tiene elementos de los otros. Su etapa más fecunda como cronista propiamente dicho será la de su «Sección constante» en La Opinión Nacional, de Caracas, entre 1880 y 1882, y La Nación, de Buenos Aires, entre 1880 y 1892.
El conjunto de «Cartas» que dirige a estos diarios muestran el surgimiento de un periodismo nuevo donde convergen lo cotidiano, lo estético, lo objetivo, lo poético, lo informativo, dado a través de una prosa exquisita, todo ello puesto en función de reflejar la convulsa época de tránsito a lo Moderno que fue el final de la centuria anterior.
El estilo ágil de estas páginas capaz de apresar desde el detalle frívolo hasta la problemática social más profunda, oculta, no obstante, un angustioso proceso creador signado por las dudas, la inconformidad y el temor. No se trata de las vacilaciones de un temperamento inseguro, sino de la autocrítica exigente y sistemática que propicia la constante superación de lo ya hecho y garantiza un ascendente perfeccionamiento.
Al hojear el epistolario martiano, especialmente las cartas dirigidas a Manuel Mercado y a Gonzalo de Quesada, se comprende que para Martí el periodismo no fue solo un medio de vida, sino un ejercicio escritural y comunicativo trascendente. Reiteradamente, y en ocasión de trabajos muy diversos, expone su preocupación mayor: ser incomprendido por los lectores, quienes son, en definitiva, razón y destino fundamental de su labor periodística. De ellos espera, no el aplauso lisonjero, sino la reflexión, el asentimiento consciente, la polémica fecunda.
Sus artículos de diarios adquieren resonancias que superan el valor testimonial respecto a una época transcurrida. Son el resultado de una vocación literaria excepcional y de un voluntario servicio a sus contemporáneos, que no ha quedado detenido en la tradición, sino que se revaloriza en el presente. Esto ha sido posible porque para Martí no hubo quehacer fragmentado y efímero, sino coherencia totalizadora. Cada uno de sus textos, aun los más breves, son partes esenciales de su obra mayor e inciden todos ellos en el centro de su actividad intelectual: el empeño por iluminar la mente americana, ampliar sus horizontes y abrir, con medios propios, nuevos derroteros hacia el futuro.
Asombran aún hoy los juicios que emite sobre el impresionismo francés. Aunque su apreciación es precisamente impresionista, sorprende su agudeza de espectador avisado en momentos en que estos pintores eran censurados por público y crítica. Esta escuela fue un duro golpe a la pintura de academia, que con vaivenes más o menos pronunciados durante el romanticismo y el realismo decimonónicos predominó a lo largo de siglos en la práctica pictórica europea. La decadente burguesía no supo ver en estos lienzos luminosos la alegría de vivir en contacto con la naturaleza, el amor por la belleza sensual de hombres y mujeres comunes, la apertura hacia nuevos derroteros temáticos y formales.
Martí aprecia grandemente la osadía de esos nuevos pintores que quieren transmitir en sus propios códigos plásticos su visión del mundo en que viven y sueñan. Sus palabras dan fe de lo que en Estética se ha dado en llamar co-creación[iii]. El espectador-cronista hace su propia reinterpretación de las obras contempladas y el lector recibe una imagen doblemente poetizada del objeto de la obra de arte: la plástica y la literaria.
Asimismo muestra conocer profundamente los antecedentes del impresionismo, ofreciendo detalles sobre la obra de Courbet, Corot, Millet, y sobre todo, reconociendo como padres de esta renovación pictórica a Velázquez y Goya, «esos dos españoles gigantescos»[iv]. Aparece además la reflexión ética, el rechazo al acomodamiento artístico que conduce al lugar común, y aquí, como en tantas otras obras suyas, defiende la originalidad creadora.
Alejo Carpentier ha hecho valoraciones muy signiticativas acerca de este texto. La primera aparece en enero de 1953: en la misma destaca la clarividencia martiana para enjuiciar las artes plásticas, pues sus criterios, que pudieror incurrir en parcialización por la inmediatez, han salido airosos de la prueba del tiempo[v].
Posteriormente, en otro trabajo suyo, «Martí y Francia» de 1972, destaca la sagacidad crítica del Maestro, que le hizo justicia a los impresionistas mucho antes de que comenzaran a ser aceptados en Europa[vi].
En la producción periodística carpenteriana abundan las páginas dedicadas a las artes plásticas; tal es así que solo de su labor en la sección «Letra y solfa», de El Nacional, ha salido a la luz un volumen, sin contar los numerosos escritos que sobre dicho tema publicó en las revistas Social y Carteles, entre 1924 y 1948.
No escaparon a su atención las pesquisas técnicas y conceptuales de las más diversas tendencias de vanguardia, y apreció con justeza la creación de abstraccionistas, cubistas y surrealistas, entre otros. Sin embargo, en reiteradas ocasiones se detuvo ante los aportes del muralismo mexicano, cuyos cultivadores, tan afectos a esa búsqueda de lenguaje propio propugnada por Martí, fueron capaces de conciliar los resultados innovadores de las corrientes de la época con los acentos y preocupaciones de nuestro Continente.
Simultáneamente a su colaboración con La Opinión Nacional y La Nación, también escribe Martí para otros diarios latinoamericanos, como El Partido Liberal, de México. Trabaja además en periódicos norteamericanos, siendo tal vez su labor más duradera la realizada en The Sun.
Aunque la crónica martiana funda un nuevo modo de decir, de escribir sobre las cosas cotidianas, su periodismo abarca otros aspectos no menos importantes, y que llevan implícitos rasgos cercanos al ensayismo y la oratoria.
La crónica en su acepción más ortodoxa relata el hecho presente, recién ocurrido; pero hay textos martianos tradicionalmente evaluados como ensayos y donde podemos hallar claras resonancias de crónicas por la vigencia de lo dicho.
Tomemos, por ejemplo, «Nuestra América», aparecido en El Partido Liberal, de México, en 1891. Contiene la óptica analítica del ensayista, conocedor profundo de la realidad continental, encierra una carga simbólica y un poder de sugerencia poética admirables, y si bien no se circunscribe al hecho concreto, que impacta por su interés noticioso, puede afirmarse que sintetiza en un todo único el conjunto de acontecimientos que han venido transformando a la América hispana a lo largo de muchos años y que no han dejado de ser noticia en 1891.
En este trabajo antológico Martí sienta pautas que serán retomadas por muchos intelectuales del presente siglo. Aquí se halla su definición de la identidad cultural latinoamericana, reconociéndonos como un pueblo único, ubicado geográficamente entre el Río Bravo y la Patagonia, con raíces culturales y raciales comunes, y con enemigos comunes también. Enemigo personalizado no solo en el pujante imperialismo norteamericano sino en el desconocimiento de nuestros propios países, arraigado por siglos de mentalidad eurocentrista y de visión limitada de nuestra realidad.
Su gran preocupación es universalizar el Continente, siendo fieles a nuestros orígenes. No por conocidas son menos valiosas estas palabras:
La universidad europea ha de ceder a la universidad americana. La historia de América, de los incas a acá, ha de enseñarse al dedillo, aunque no se enseñe la de los arcontes de Grecia. Nuestra Grecia es preferible a la Grecia que no es nuestra. Nos es más necesaria […]. Injértese en nuestras repúblicas el mundo; pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas[vii].
Asimismo destaca la autonomía literaria que va llegando a nuestras jóvenes repúblicas independientes, al hacer alusión a lo nativo que se introduce en el teatro y a la renovación que propicia el modernismo[viii].
Tan profunda es su comprensión de América que advierte el carácter mestizo de nuestra raza y la amalgama de culturas de la que somos resultado, pero su discurso es más cercano a la prosa poética que a la escritura elíptica del periodista. Tal es el ritmo y la belleza del referido fragmento, que ha sido musicalizado por Pablo Milanés y parece al escucharlo una pieza de la Trova, plena de lirismo y sentimiento patriótico:
Éramos una visión, con el pecho de atleta, las manos de petimetre y la frente de niño. Éramos una máscara, con los calzones de Inglaterra, el chaleco parisiense, el chaquetón de Norteamérica y la montera de España. El indio, mudo, nos daba vueltas alrededor, y se iba al monte, a la cumbre del monte, a bautizar a sus hijos. El negro, oteado, cantaba en la noche la música de su corazón, solo y desconocido, entre las olas y las fieras. El campesino, el creador, se revolvía ciego de indignación, contra la ciudad desdeñosa, contra su criatura. Éramos charreteras y togas, en países que venían al mundo con la alpargata en los pies y la vincha en la cabeza. El genio hubiera estado en hermanar, con la caridad del corazón y con el atrevimiento de los fundadores, la vincha y la toga; en desestancar al indio, en ir haciendo lado al negro suficiente[ix].
Pero en otros escritos es más explícito, al valorar como algo vinculado al quehacer humano, y por tanto a la cultura, el espacio en que habitamos. Es distintiva de América su naturaleza peculiar, de incontenibles fuerzas telúricas, potencialidades que de algún modo inciden en la labor transformadora del hombre americano. De este hombre, heredero de ricas civilizaciones, que al imbricarse unas con otras dieron lugar a una raza nueva, espera Martí resultados trascendentes:
No nos dio la Naturaleza en vano las palmas para nuestros bosques y Amazonas y Orinocos para regar nuestras comarcas; de estos ríos la abundancia, y de aquellos palmares la eminencia, tiene la mente hispanoamericana, por lo que conserva el indio, cuerda; por lo que le viene de la tierra, fastuosa y volcánica; por lo que de árabe le trajo el español, perezosa y artística. ¡Oh! El día que empiece a brillar, brillará cerca del Sol; el día en que demos por finada nuestra actual existencia de aldea[x].
Su interpretación dialéctica de la Conquista mantiene su actualidad aun a la luz de nuestros días. Aprecia en su justa medida lo que significó para nuestros pueblos, en tanto propició la síntesis cultural y racial que sirve de base a la identidad cultural americana; pero de sus consideraciones se desprende, incluso, el carácter constante de un proceso que dista mucho de haber finalizado. Y todo ello está expuesto en un texto de 1877, muchos años antes de que Fernando Ortiz[xi] diera a conocer su concepto de transculturación:
Interrumpida por la Conquista la obra natural y majestuosa de la civilización americana, se creó con el advenimiento de los europeos un pueblo extraño, no español, porque la savia nueva rechaza el cuerpo viejo; no indígena, porque se ha sufrido la injerencia de una civilización devastadora, dos palabras que, siendo un antagonismo, constituyen un proceso; se creó un pueblo mestizo en la forma, que con la reconquista de su libertad, desenvuelve y restaura su alma propia[xii].
Inquietudes similares a estas movieron al periodista Alejo Carpentier desde sus inicios en la prensa. Su preocupación por universalizar a América quedó plasmada en numerosas páginas y lo condujo, en gran medida, a la comprensión de nuestra esencia real-maravillosa.
Como Martí, también tiene conciencia de que el encierro en lo folclorista solo puede ofrecer una visión falsa e incompleta de la realidad. Muchas de sus crónicas aparecidas en Social y Carteles alaban los empeños de todos aquellos que a través de sus obras han logrado inscribir lo nuestro en el acontecer universal conservando la autenticidad americana.
Entusiastas son sus comentarios en torno al trabajo de Héctor Villa-Lobos, con quien contacta personalmente en París, pues su producción, siendo enteramente fiel a la sensibilidad brasileña, logra situarse entre lo mejor de la música de concierto de nuestro siglo. Aprecia en este artista la audacia de crear sus propias formas, su propio método de composición, cuando los ya existentes le resultan estrechos.
«Las reglas no importan; estas se aplican o se crean […], de acuerdo con las necesidades de la obra en gestación»[xiii]. No olvidemos que también el propio Carpentier fue tributario de este principio en su obra mayor.
Y más adelante en el mismo texto, siguiendo la senda trazada por Martí, dirá:
Hombres como Villa-Lobos redimen a América de un siglo de imitaciones amelcochadas […] La aparición de artistas de tal envergadura en el panorama latinoamericano no se debe a una mera casualidad. Determina una bancarrota de irresponsables y el nacimiento de un arte musical nuestro, cotizable en los más severos mercados del mundo […] Ya hemos hallado «lo universal en entrañas de lo local»[xiv].
Del párrafo citado se desprende además la defensa legítima de nuestra identidad cultural, tan digna de proclamarse como la europea. No hay en sus ideas el chovinismo agresivo que algunos eurocentristas mal intencionados pretenden ver, pues sí reconoce en el acontecer artístico europeo una tradición de oficio, una destreza técnica que nos falta[xv], y de la que somos en gran medida deudores.
Vínculo directo con el problema de lo local y lo universal tiene en su obra la relación existente entre lo culto y lo popular. Pudieran citarse múltiples ejemplos extraídos de su pluma, pero el más elocuente es tal vez su temprano encomio a Roldán, que en 1926 compuso su Obertura sobre temas cubanos, a partir de motivos folclóricos de origen africano. Para Carpentier lo genuinamente culto no desdeña la creación anónima del pueblo, todo lo contrario, se nutre de ella, la recrea, la magnifica, y solo por esa vía alcanza su perdurabilidad[xvi].
Su acertada comprensión de las constantes simbiosis raciales y culturales producidas en la América hispana es manifiesta desde muy temprano. Recogida en toda su labor periodística de modo reiterado, tanto a través del análisis de hechos culturales concretos como del enjuiciamiento de nuestra común historia, tal vez la muestra más elocuente sea su primera obra narrativa, Ecue-Yamba-O (1933), cuyo tema central es el proceso de transculturación y el sincretismo religioso operados en Cuba. En el momento en que aparece esta novela cobraban auge en nuestro país los estudios etnográficos y culturales presididos por Fernando Ortiz y en los que también tomó parte el propio Carpentier junto a figuras como Amadeo Roldán y Alejandro García Caturla.
Cobró conciencia desde los años iniciales de la década del 30 sobre el significado del encontronazo cultural acaecido con la Conquista que reunió en un escenario nuevo los elementos más disímiles en cuanto a etnia y grado de desarrollo histórico-social. De ese crisol se derivaría nuestro barroquismo, que alcanza en América todas las facetas del quehacer humano y también la magia cotidiana de nuestros pueblos, o lo que llamará Carpentier años después lo real-maravilloso americano.
Aunque a través de Ecue-Yamba-O y de otras piezas de su periodismo temprano se muestra esa intuición, es innegable que su contacto con el surrealismo constituyó una experiencia capital para su reencuentro con América. Al deslumbramiento primero ante las conquistas de esta escuela, le sigue una revisión crítica de valores que lo lleva a descubrir que aquellas maravillas fabricadas por los surrealistas se encontraban acá en cualquier rincón.
Ya en 1930, a solo dos años de su llegada a París, escribirá en carta personal:
En las cosas más barrioteras de Cuba hay elementos que se vinculan con los problemas capitales del pensamiento actual, utilizando los atajos más imprevistos. El texto de cosas como la Oración al ánima sola o la Plegaria a los catorce santos auxiliares […] resultan verdaderos textos suprarrealistas[xvii].
Muchos años después, en su prólogo a El reino de este mundo (1949), dará su definición de primera madurez de lo real-maravilloso americano. A diferencia de los surrealistas, que concebían lo maravilloso como lo bello, Carpentier lo entiende como lo insólito, constatado a partir de una
inesperada alteración de la realidad, de una revelación privilegiada de la realidad, de una iluminación inhabitual o singularmente favorecedora de las inadvertidas riquezas de la realidad, de una ampliación de las escalas y categorías de la realidad, percibidas con particular intensidad en virtud de una exaltación del espíritu que lo conduce a un modo de estado límite[xviii].
La certeza de que en América lo maravilloso es cotidiano tiene su primera muestra de creación consciente en El reino de este mundo, pero no surge, como han pretendido muchos críticos, del hallazgo inesperado de Haití, sino que es el resultado de todo un proceso ascendente de maduración ideoestética, praxis artística y profundización en el estudio de la historia de América[xix].
Entre las muchas vivencias artísticas incidentes en el joven Carpentier pueden citarse tres, que son capitales en tal sentido: la asimilación crítica del surrealismo, la indagación en la cultura del Continente y la apropiación del pensamiento de Martí.
Aunque no existen pruebas documentales declaradas por él en sus años de formación intelectual, es evidente su raigambre martiana. Además, vale recordar que muchos de sus compañeros de generación, hoy personalidades reconocidas de nuestra cultura, fueron estudiosos de la obra de Martí desde la época del minorismo, y es casi seguro que de su fructífera amistad con hombres como Marinello o Emilio Roig se derivó también ese primer acercamiento a la escritura del más universal de los cubanos.
Resulta especialmente revelador, a la luz de estas inquietudes, releer su respuesta al periodista Manuel Aznar, cuando fue interrogado en 1927 respecto a la polémica en torno al meridiano intelectual de nuestro Continente, sostenida entre la revista argentina Martín Fierro y el semanario madrileño La Gaceta Literaria. El joven que respondía con notable claridad de objetivos y visión de futuro solo tenía entonces veintitrés años, y las palabras que citamos a continuación demuestran una total coincidencia con el legado martiano y, presumiblemente una lectura muy reciente y una profunda incorporación a su acervo propio del ensayo «Nuestra América». Las actitudes intelectuales de americanos y europeos son sustancialmente diferentes porque
en nuestra América, en cambio, las cosas ocurren de muy distinta manera. Si lo observa usted, verá que hay un gran fondo de ideales románticos tras los más hirsutos alardes de la nueva literatura latinoamericana. Desde el Río Grande hasta el Estrecho de Magallanes, es muy difícil que un artista joven piense seriamente en hacer arte puro o arte deshumanizado. El deseo de crear un arte autóctono sojuzga todas las voluntades. Hay maravillosas canteras vírgenes para el novelista, hay tipos que nadie ha plasmado literariamente; hay motivos musicales que se pentagraman por primera vez […]. Estas circunstancias son las que propician ciertos ideales románticos: nuestro artista se ve obligado a creer, poco o mucho, en la trascendencia de su obra […]// De ahí surge la diferencia, pues esas son las características de la producción intelectual de países en que las virtudes de una nueva raza se revelan ahora con toda pujanza [….]// Hoy América tiende a alejarse cada vez más de Europa cuando concentra serenamente sus energías creadoras [….]// América tiene, pues, que buscar meridianos en sí misma, si es que quiere algún meridiano[xx].
En su ya citado trabajo «Martí y Francia» (1972) hace referencia a unas notas del Maestro, de 1879, en las que clama «¡Necesidad de lo maravilloso!», y a partir de esa frase establece un nexo muy interesante entre Martí y los surrealistas, en tanto el primero es dueño de un intelecto precursor del que existen incontables ejemplos. Además, compara puntos de vista coincidentes entre Martí y Baudelaire a propósito de Víctor Hugo, ya que ambos reconocen la grandeza del gran romántico, en cuyos poemas hallarán los surrealistas «anuncio de sus propias experiencias poéticas»[xxi].
Para comprender el postulado carpenteriano de lo real-maravilloso es útil dividir su estudio en diversas fuentes, que en el vivir cotidiano se nos presentan indisolublemente ligadas entre sí. Ellas son la naturaleza, la historia, el hombre, el caudal mitológico, todo ello visto a través del amplio prisma de la cultura.
En el periodismo de Martí aparecerán muy frecuentemente reflexiones relativas a su comprensión de nuestra esencia maravillosa. Uno de los aportes fundamentales en ese terreno es, sin dudas, el haber fundado una revista para niños, La Edad de Oro. Dicha publicación, a pesar de su corta existencia, marca un hito dentro de su extensa literatura y nos detendremos pormenorizadamente en ella en el próximo epígrafe. Sin embargo, para no violentar el discurrir de los razonamientos que expondremos seguidamente, consideramos útil esbozar algunos puntos ineludibles. Aquí se unifican la intención informativa del periodista y la labor pedagógica de Martí, que aspira a una enseñanza americana. Alentado tal vez por la fantasía que espera encontrar en sus pequeños lectores logró impregnar sus páginas de un poderoso hálito de maravilla que cautiva incluso a los adultos. Esa imagen de mundo encantado es muy nítida en los pasajes dedicados al acontecer histórico del Continente, especialmente al pasado precolombino.
Hay en «Las ruinas indias» la perenne interrogante de qué habría sido de los pueblos americanos sin la llegada de los europeos. Se muestra la majestuosidad de aquellas culturas, desde el ritual religioso hasta las costumbres. Alaba su maravillosa arquitectura, comparable en grandeza a la del mundo egipcio. Es explícito el desenmascaramiento de los propósitos cristianos que esgrimieron los conquistadores para justificar el genocidio. Son tan plásticas las descripciones que ese mundo ya transcurrido desfila ante los ojos del lector con el dinamismo de una crónica, como si el hecho dejado atrás en siglos estuviera aconteciendo; pero hay algo más, la convicción de que la materia prima de la obra de arte está en la vida cotidiana:
No habría poema más triste y hermoso que el que se puede sacar de la historia americana. No se puede leer sin ternura […] uno de esos buenos libros viejos […] que hablan de la América de los indios, de sus ciudades y de sus fiestas, del mérito de sus artes y de la gracia de sus costumbres […]. Ellos fueron inocentes, supersticiosos y terribles. Ellos imaginaron su gobierno, su religión, su arte, su guerra, su arquitectura, su industria, su poesía. Todo lo suyo es interesante, atrevido, nuevo. Fue una raza artística, inteligente y limpia […]. Allí se describen pirámides más grandes que las de Egipto; y hazañas de aquellos gigantes que vencieron a las fieras; y batallas de gigantes y hombres; y dioses que pasan por el viento echando semillas de pueblos sobre el mundo; y robos de princesas que pusieron a los pueblos a pelear hasta morir[xxii].
Seguidamente compara a eminentes personalidades precolombinas con grandes figuras de la antigüedad, pero sobre todo, refuta el salvajismo atribuido a los antiguos pobladores de América por haber practicado los sacrificios humanos, pues todos los pueblos lo han hecho:
Hay sacrificios de jóvenes hermosas a los dioses invisibles del cielo, lo mismo que los hubo en Grecia […]; hubo sacrificios de hombres, como el del hebreo Abraham, que ató sobre los leños a Isaac su hijo, para matarlo con sus mismas manos, porque creyó oír voces del cielo que le mandaban clavar el cuchillo al hijo […]; hubo sacrificios en masa, como los había en la Plaza Mayor, delante de los obispos y del rey, cuando la Inquisición de España, quemaba a los hombres vivos […]. La superstición y la ignorancia hacen bárbaros a los hombres en todos los pueblos[xxiii].
Asimismo muestra conocer la mitología indígena, digna de figurar en un lugar similar a la de la antigüedad clásica. Destaca en estas páginas el significado de los dioses Huitzilopochtli y Quetzalcoalt para los aztecas, y en otro texto suyo dedicado a la enseñanza hace referencia a la creencia indígena sudamericana en el Padre Amalivaca, que para crear a los hombres y a las mujeres regó por toda la tierra las semillas de la palma moriche[xxiv].
Otro elemento portador de maravillas es el hombre americano, desde el héroe anónimo hasta los fundadores de nuestras repúblicas. Admira Martí la valentía de indios que cubrieron con sus cuerpos la boca de los cañones invasores, dando lugar con sus proezas a leyendas que aún circulan en la oralidad del Continente. Esta tradición heroica, parte fundamental de la épica americana, se traduce también en La Edad de Oro a través de la visión de los hombres que a fuerza de tenacidad y arrojo forjaron nuestra primera independencia. La imagen que ofrece de Bolívar, San Martín e Hidalgo[xxv], sin dejar de ser histórica, muestra sus hazañas a los niños en un tono de epopeya que embellece el texto periodístico.
A partir de lo expuesto hasta aquí se puede constatar la aprehensión de nuestra realidad maravillosa por parte de Martí, hallándose en su periodismo antecedentes significativos del principio estético carpenteriano.
Si bien Carpentier parte de nuestra cultura mestiza para poner en práctica su método creador, no es menos cierto que se acerca a nuestros ancestros con vivo interés. Aunque los cultos sincréticos de origen africano ocupan un lugar destacado en su obra, es oportuno señalar que le concede gran importancia a nuestras raíces hispanas. Las crónicas dedicadas a España no son escritas por el periodista imparcial. Son páginas vibrantes de una simpatía que parte del reconocimiento de nuestra ascendencia común y en ellas aborda la realidad peninsular desde los ángulos más diversos. Aquí el Carpentier periodista se apoya grandemente en el Carpentier narrador.
Si en las prácticas rituales de los cultos sincréticos de origen africano halla el autor de El reino de este mundo una gran fuerza mítico-mágica, en sus viajes por la península ibérica encontrará también esa atmóstera maravillosa tan cara a los surrealistas en los parajes más inesperados.
Siente particular predilección por Cuenca, a la que dedica una crónica titulada «En la ciudad de las casas colgadas», que crece casi por milagro al borde de precipicios, sobre un enorme peñón de roca dividido por dos ríos. Pero a su naturaleza y arquitectura prodigiosas se une un rico caudal épico que se remonta a guerras entre moros y cristianos y que en pleno siglo XX vive en la tradición oral de sus pobladores.
Palpa el misterio de iglesias cerradas, donde no se dice misa, y queda deslumbrado ante la expresividad de la imaginería española, minuciosa hasta en los detalles más nimios. A la vista de una Cena tallada de una pieza en el tronco de una encina gigantesca, en la que el escultor anónimo talló mendrugos en madera negra para que el visitante los desplace a su antojo, no pudo menos que exclamar: «¡Hasta dónde llega el suprarrealismo de las iglesias españolas!»[xxvi].
Su impresión es aún mayor al llegar a la meseta castellana, donde predomina lo geométrico y lo geológico ocupa la superficie, aniquilando la pobre vegetación del lugar. Declara que el conocimiento de estos parajes explica por sí solo la pintura de Picasso, concluyendo que esta región es más cubista que la obra del autor del Guernica.
En su andar por Castilla se siente sobrecogido por la huella perdurable del hombre, tan austera como su entorno. Aquí la maravilla y la realidad se complementan: «Pero Castilla es esto. Tierra de milagros. Y su máximo milagro, El Escorial»[xxvii].
Y el periodista que recorre el monasterio hace observaciones propias del arquitecto que quiso ser alguna vez, dando muestras en su texto, más narrativo que noticioso, de una gran cultura histórica y de un estilo depurado que muy poco tiene que ver con la prisa del que escribe para un diario. Pero el sortilegio mayor está en Toledo «donde todo es magia»[xxviii].
Tal parece que aquí el cronista escribe sobre una síntesis de tiempos detenidos, donde las cosas se mantienen inmutables desafiando los siglos. Además, Toledo es ciudad de contrastes, donde aún pervive la huella árabe junto a la más ortodoxa fe cristiana, propiciando un mestizaje que también llegó a este lado del Atlántico en 1492. Allí existe todavía la casa de El Greco, hombre que desde su siglo fue capaz de alcanzar, en sus alucinantes visiones del Apocalipsis y de la propia ciudad bajo un cielo tormentoso, conquistas plásticas próximas al surrealismo. Y nuevamente el narrador y el arquitecto se apoderan del periodista para realizar una descripción de la Catedral de Toledo que resume las prodigiosas discordancias y la ornamentación delirante del barroco español[xxix].
Junto a la más absoluta proliferación de formas se halla una lápida desnuda que ostenta la siguiente inscripción: Aquí yace: Polvo Ceniza Nada. Inscripción que adoptará Carpentier para introducirla, diez años después, en su relato «Oficio de tinieblas», como elemento portador de sugerencias mágicas, y que reaparecerá, por último, en su novela El arpa y la sombra (1979). Vale aquí, como veremos también más adelante, su propia afirmación relativa a que «el periodista anima la gran novela del futuro con sus testimonios y sus crónicas»[xxx].
No escapará a la mirada aguda del reportero un hecho trascendental que marcará su vida y su obra: su presencia en el Congreso por la Defensa de la Cultura en la España asolada por la Guerra Civil. Su franca postura antifascista, comunista incluso, se hace evidente en estos escritos, algo que asombra si se piensa en el público que los leía, pero afortunadamente llegan a Cuba en un período de apoyo popular a la causa del pueblo español y de relativa tolerancia por parte del gobierno de turno que aparentaba estar a favor del progreso.
En estas páginas está presente el heroísmo de los españoles, digno de figurar en cualquier epopeya, su capacidad de resistir a pesar del dramatismo de las circunstancias, su fe en el futuro. Recoge el reportero los discursos de muchos intelectuales prestigiosos que apoyan la causa republicana, pero el observador sagaz acopia otros detalles que ayudan a formarse una idea de la vida cotidiana en las ciudades españolas durante esta etapa.
Muchos de esos datos aparecerán años más tarde en su novela La consagración de la primavera. Tal es el caso de la descripción de las ventanas y vidrieras de Valencia y pueblos aledaños, llenas de tiras de papel engomado, y que el autor compara con el arte abstracto por su geometrismo. También se reconoce un hospital militar, muy similar al que visita Vera buscando a Jean Claude; y es precisamente en ese propio hospital donde el escritor refiere haberse encontrado con un cubano herido en una pierna, que puede considerarse punto de partida del Enrique de la citada novela[xxxi].
No es casual que Carpentier encuentre en España elementos de gran contenido maravilloso, o como él mismo ha dicho, «suprarrealista». España ha sido objeto a lo largo de siglos de diversos mestizajes raciales y culturales que también llegaron a nuestro continente con la Conquista, sumándose a la transculturación que se daría acá a partir de entonces, aún hoy coexisten lo musulmán y lo católico, el arte mudéjar y el barroco de la Contrarreforma. En España se conservan en la tradición oral, como sucede también en América, antiguos cantares de gestas. Lo maravilloso, lo insólito, está también al alcance de la mano en la península ibérica en muchas de las manifestaciones de la cultura popular y a escala de vida cotidiana[xxxii]. Y si se piensa que para el autor cubano lo maravilloso presupone una fe[xxxiii], es España, por excelencia, la tierra de la fe.
El hálito de maravilla que permea el quehacer periodístico de Carpentier en lo relativo a Cuba y a nuestras raíces hispanas y africanas, alcanza un punto culminante al entrar en contacto con las comunidades indígenas del Continente, dignas herederas de sus antecesoras prehispánicas. Luego de once años de estancia en París, regresa a Cuba en 1939, sigue haciendo periodismo e incursiona nuevamente en la narrativa, después de más de una década de silencio editorial. Tras su conocida visita a Haití (1943) pasará a residir en Venezuela (1945) y tres años después efectuará esos viajes a la Gran Sabana y al Alto Orinoco, que tantas vivencias positivas reportarán al autor de Los pasos perdidos. Para conocer estos itinerarios es preciso detenerse en un conjunto de trabajos que tienen todos, aunque tocan distintos aspectos, el título común de Visión de América.
En estos documentos se reiteran inquietudes que de un modo u otro ha ido considerando durante años. Al sobrecogimiento ante la fastuosa naturaleza, desmesurada en sus proporciones y fuerzas telúricas, le sigue la convicción de que esas maravillas son tangibles, resultados de un Continente pleno de barroquismos y partes esenciales de nuestra propia identidad.
Lo real-maravilloso es denominador común de todos los pueblos situados al sur del Río Bravo, aunque adquiera según el país las peculiaridades lógicas[xxxiv]. Partiendo de ese hecho es que logra el autor al nivel de la extraordinaria maestría alcanzada en sus obras de madurez superar la mirada localista que caracterizó la literatura de principios del siglo XX en nuestra lengua. Consigue, al igual que otros novelistas que le fueron contemporáneos —cada uno en su propio lenguaje: baste citar a Asturias, Roa Bastos, García Márquez— rebasar la mirada a la aldea y llevar lo americano a escala universal.
Para que todo esto fuese posible en las etapas de madurez y plenitud del insigne narrador, hubo de hacer los referidos viajes. No es que estos fuesen fatalmente necesarios; no faltaban a su talento materiales y motivaciones, pero no existiera la novela Los pasos perdidos, que marca un hito en su obra de ficción. Ficción no tan limitada al exacto sentido de la palabra, pues esta pieza se nutre hasta de personajes hallados a su paso por la selva, como se verá más adelante.
En el primero de estos trabajos refiere su impresión profunda al contemplar la Gran Sabana desde el aire. Tierra donde parece vivirse en los primeros días de la creación, alzada sobre una meseta que cerró el paso a los más bravos aventureros, fue creída por su inaccesibilidad lugar de existencia de El Dorado hasta finales del siglo XVI. Hay en esta región incomparable un despliegue de fuerzas geológicas insólito. Las grandes moles de basalto, esculpidas por la mano de la naturaleza, semejan túmulos funerarios tan majestuosos que los exploradores los han llamado «los sepulcros de los semidioses». Y en este tiempo detenido, que al decir del autor es «el mundo primero del Popol Vuh […]»[xxxv], los indios karamakotos no se atreven a mirar a la cima de esos cerros cuando truena, por temor a desatar la ira a Canaima, espíritu malo, y los adoran como los griegos reverenciaban al Olimpo.
La pujante naturaleza se le revela luego en otra de sus facetas, el poder de las aguas, porque la Gran Sabana es, a su decir, «el reino de las aguas vivas»[xxxvi].
Ante el mundo acuático el periodista cede paso al narrador, que describe con el adjetivo preciso y el lenguaje fantasioso y no hay nada más alejado del estilo sintético que sus palabras permeadas del barroquismo y de la dinámica de estos ríos. Muy poéticas son sus apreciaciones porque cumple aquí Carpentier —como dirá él años después sobre la tarea de nuestros novelistas— la función de Adán nombrando las cosas»[xxxvii]. Define al Caroní como «un crisol de tumultos», apresando así la turbulencia, la forma violenta en que chocan y se vencen las aguas que lo componen. Y seguidamente aparece la perenne contraposición Allá (Europa)-Acá, que lleva también a su narrativa con la óptica irónica que lo caracteriza: «En él [Caroní] caen los Juegos de Agua de América, llevados a escala de América, con la boca de cavernas que vomitan cascadas enormes en vez de la endeble espiga líquida silbada por delfines con las tripas de plomo»[xxxviii].
Pero el léxico del autor alcanza su desbordamiento máximo al describir el imponente Salto del Ángel, que cae desde la cima del Auyán-Tepuy, otro cerro venerado. Esta cascada, la más alta del planeta, es magistralmente reflejada y su belleza real es poetizada, pues de otro modo no podría transmitirse en toda su plasticidad; y el texto hace pensar inevitablemente en pasajes martianos:
Ese suntuoso ángel de agua no pone los pies en la tierra, deshaciéndose en humo de espuma, espeso rocío, sobre los árboles de un verde profundo que lo reciben en las ramas. El día que supimos de su maravilla, descendía del parador de nimbos en dos brazos que se juntaban en el vacío. // Pero en otras épocas del año se arroja desde su vertiginoso almenaje por cinco, seis, siete bocas paralelas. Al mezclarse, las aguas se entrechocan y giran y brincan en el aire, encendidas por todas las luces del arcoiris, rompiéndose en una inacabable explosión de espejos[xxxix].
Más adelante en el mismo texto destaca la genuina riqueza mitológica de América. Resulta insólito, maravilloso, que en el siglo XX, cuando el catolicismo predomina en la conciencia religiosa continental, los indios de la cuenca del Orinoco sigan reverenciando a Amalivaca, hacedor del mundo según su sistema cosmogónico.
Es muy enigmático que unos gigantescos dibujos trazados por misteriosa mano en las faldas de un cerro sean atribuidos a este demiurgo y se justifique su altura a partir de la subida de las aguas del río durante el diluvio ya que, según ellos, fueron ejecutados desde una canoa. De nuevo hallamos el vínculo con el pensamiento martiano al proclamar Carpentier: «América reclama su lugar dentro de la universal unidad de mitos, demasiado analizados en función exclusiva de sus raíces semíticas o mediterráneas»[xl]. En otros momentos hemos abordado la relación del pensamiento martiano con el acervo mítico de nuestro Continente[xli].
No en balde creyeron los europeos durante siglos que en América estaban El Dorado, Manoa y la ciudad encantada de los Césares, utopías que encarnaban sus anhelos de una vida mejor en una tierra nueva, pues ya nada podían esperar de un Continente envejecido donde los mitos habían pasado de ser creencia popular a retórica libresca.
Pero más sorprendente es aún que un hombre de este siglo sea el último buscador de El Dorado, español que llegó a la Gran Sabana atraído por la leyenda y prefirió renunciar a los ansiados tesoros para dedicarse a un singular oficio: fundador de ciudades. Lucas Fernández Peña, pues ese es su nombre, funda tres ciudades en honor a sus tres hijas: Santa Elena, Santa Teresa, Santa Isabel. Aunque coexisten en tiempo con lo más avanzado de la era moderna, se vive en ellas de modo similar a la época de la Conquista. Y es este personaje de traza mítica el prototipo de El Adelantado de Los pasos perdidos.
América encierra también, tanto en sus seres humanos anónimos como en los grandes hombres asociados a hechos decisivos de su historia, elementos maravillosos de base estrictamente real. Su evocación de Bolívar, al visitar la sala en que se celebró el Congreso de Angostura, reafirma la anterior enunciación. De nuevo aflora la huella del Maestro, devoto profundo de El Libertador y ejecutor parcial de su obra inconclusa. Reconoce dicho acontecimiento como «uno de los actos más extraordinarios de la historia de América»[xlii].
Es muy elocuente el paralelo que establece entre Bolívar y otras grandes figuras reales o mitológicas. Destaca sobre todo su capacidad de prever el futuro,
por su certeza visionaria, que desafiaba el ridículo implícito en una derrota. Detrás de aquella mesa incómoda, con sus marqueterías embetunadas por el tiempo, se sentó Simón Bolívar cuando era, en su propia historia, lo que David pastor de ovejas, fuera a la historia de David[xliii].
Más adelante vuelve a aparecer la raigambre martiana, cuando una vez más valora al Bolívar histórico, humano, tangible, a partir de la referencia mítica y literaria: «Hubo horas, en esta sala, en que Bolívar vivió el futuro haciendo del presente pretérito y del molino de viento gigante real, más vulnerable a la zumbante honda de David que a la lanza del Caballero de La Mancha»[xliv].
Advirtió Carpentier, bajo las diversas influencias de su siglo, con el precedente necesario de la obra del Maestro, las múltiples facetas de nuestra realidad maravillosa. Realidad en la que intervienen nuestra identidad cultural mestiza, una naturaleza indomable, el heroísmo de nuestros hombres, conocidos o anónimos, un rico caudal mitológico y una historia propia.
Lo que en Carpentier fue certeza que cristalizó en un sistema narrativo sustentado por un sólido método artístico-creador, en Martí fue vislumbramiento, intuición, que si bien no se sistematizó por razones ajenas a este análisis, fue punto de partida de muchas pesquisas intelectuales que a propósito de América han estado ocurriendo en este siglo. Lo que en Martí se inicia, adquiere continuidad en Carpentier, quien fue capaz de llevar a la práctica el desvelo martiano de universalizar a América.
***
Este capítulo forma parte del libro Martí y Carpentier: de la fábula a la historia, Centro de Estudios Martianos, 2004, de la investigadora y actual directora del Centro de Estudios Martianos, Marlene Vázquez.
[i] S. Stoker: Fundación de una escritura: las crónicas de José Martí, La Habana, Casa de las Américas, 1992, p. 129.
[ii] A. Carpentier: «Cuatro siglos de cultura cubana», en Conferencias, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1987, pp. 134-152, y «Un ascenso de medio siglo», ibídem, pp. 103-133.
[iii] M. Kagan: Lecciones de estética marxista-leninista, La Habana, Editorial de Arte y Literatura, 1984, p.346.
[iv] J. Martí: «Nueva eshibición de los pintores impresionistas», en Obras completas, La Habana, Editorial Nacional de Cuba. 1963-1973. t. 19. p. 304. (En lo adelante, citamos por esta edición identificada con las iniciales O. C., por tanto solo se indicará tomo y paginación.)
[v] A. Carpentier: «Martí y los impresionistas», en Letra y solfa… Artes visuales, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1993, pp. 58-60.
[vi] A. Carpentier: «Martí y Francia», en Ensayos, La Habana, Editorial Letras Cubanas. 1984, pp. 255-272.
[vii] . J. Martí: «Nuestra América», O.C., t. 6, p. 18.
[viii] Ibídem, p. 21.
[ix] Ibídem, p. 20.
[x] J. Martí: «Mente latina», O.C., t. 6, p. 25.
[xi] F. Ortiz: Contrapunteo cubano del tabaco y el azúcar, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1983, p. 86.
[xii] J. Martí: «Los Códigos nuevos», O.C., t. 7, p. 98.
[xiii] A. Carpentier: «Una fuerza musical de América. Héctor Villa-Lobos», en Crónicas, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1985, t. 1, p. 139.
[xiv] Ibídem pp. 149-141.
[xv] A. Carpentier: «América ante la joven literatura europea», en Crónicas, ob. cit., t. II, pp. 477-483.
[xvi] A. Carpentier: «Una obra sinfónica cubana», en Crónicas, ob. cit., t. I, pp. 39-42; y «Stravinsky, las bodas y Papá Montero», ibídem, pp. 70-76.
[xvii] A. Carpentier: «Carta a Jorge Mañach (1930)», en A. Cairo: «La década genésica del intelectual Carpentier», en Anuario Imán, La Habana, n. 2 del Centro de Promoción Cultural Alejo Carpentier, 1985, p. 397.
[xviii] A. Carpentier: «De lo real-maravilloso americano», en Ensayos, ob. cit., p. 77.
[xix] Ver en esta edición el acápite «Los primeros pasos de Alejo Carpentier a través de lo real-maravilloso americano» correspondiente al capítulo II.
[xx] A. Carpentier: «Sobre el meridiano intelectual de nuestra América» en Ensayos, ob, cit., pp. 252-253. Quien lea atentamente los párrafos finales de «Nuestra América» notará hasta la coincidencia de los mismos sustantivos. Ver J. Martí: «Nuestra América», O.C., t. 6, pp.15-23. Sobre estas cuestiones nos hemos extendido en el ensayo «Martí y Carpentier: cronistas de sus tiempos», publicado en MVP: Martí y América: permanencia del diálogo, Santa Clara, Editorial Capiro, 2004; y por la editorial Letra Negra, Guatemala, 2004.
[xxi] A. Carpentier: «Martí y Francia», en Ensayos, ob. cit., p. 259.
[xxii] J. Martí: «Las ruinas indias», O.C., t. 18, pp. 380 y 381, respectivamente.
[xxiii] Ibídem, p. 382.
[xxiv] J. Martí: «Maestros ambulantes», O.C., t. 8, p. 292.
[xxv] J. Martí: «Tres héroes», O.C., t. 18, pp. 304-308
[xxvi] A. Carpentier: «En la ciudad de las casas colgadas», en Crónicas, ob. cit.. t. 11, p. 204.
[xxvii] A. Carpenticr: «El Escorial, musco de milagros», en Crónicas, ob. cit., t. II, p. 198.
[xxviii] A. Carpentier: «Imágenes de Toledo», en Crónicas, ob. cit., t. II, p. 190.
[xxix] Ibídem. pp. 190-195.
[xxx] A. Carpentier: «El periodista: un cronista de su tiempo», en Conferencias, ob. cit., pp. 276-277.
[xxxi] A. Carpentier: «España bajo las bombas», en Crónicas, ob. cit., t. II, pp. 215-224; también, en La consagración de la primavera, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1978, cap. I y II.
[xxxii] Un análisis futuro que amerita ser realizado, es el examen de los textos que produjo Martí a propósito de la vida cotidiana y de las costumbres españolas, en los cuales adelanta, aunque de manera intuitiva, muchas de estas preocupaciones. Sobresale en este sentido cl artículo «The Bull Fight», publicado en The Sun, Nueva York, el 31 de julio de 1880. En este texto explota Martí los contrastes entre la alegría popular, desbordada en la corrida de toros, uno de los espectáculos públicos donde mejor aflora el carácter español, y el bárbaro despliegue de violencia en que se sustenta esta. De esa insólita asociación brota una página vibrante de colorido y dinamismo, sorprendente por la vecindad de la muerte y el desenfrenado disfrute de la vida. Ver: J. Martí: «The Bull Figth» (La corrida de toros), O. C., t. 15, pp. 171-179. También, a propósito de este asunto, vale la pena consultar su crónica «España», escrita el 15 de abril de 1882 para La Opinión Nacional, O. C., t. 14, p. 477.
[xxxiii] A. Carpentier: «De lo real-maravilloso americano», en Ensayos, ob. cit., p. 77.
[xxxiv] N. Taboada Terán: «Bolivia, país secreto de lo real-maravilloso», en J. I. Uzquiza (edit.): Lo real-maravilloso en Iberoamérica, Cáceres, Universidad de Extremadura, 1992, pp. 25-50. Se trata de un análisis de las especificidades de lo real-maravilloso en su país, y lo que tiene en común, en ese sentido, con el resto del Continente.
[xxxv] A. Carpentier: «Visión de América: la Gran Sabana, mundo del Génesis», en Crónicas, ob. cit., t. Il, p. 256.
[xxxvi] A. Carpentier: «Visión de América: el Salto del Ángel […]», en Crónicas, ob. cit., t. II, p. 257.
[xxxvii] A. Carpentier: «Visión de América: el último buscador de El Dorado», en Crónicas, ob. cit., t. II, p. 276
[xxxviii] A. Carpenticr: «Visión de América: el Salto del Ángel […]», en Crónicas, t. II, p. 258.
[xxxix] Ibídem, p.260.
[xl] Ibídem, p. 262.
[xli] Sobre este asunto ver: Marlene Vázquez Pérez: «Martí y los mitos americanos», en revista Extrumuros, La Habana, julio-septiembre de 2003; y «De Martí a Asturias: los mitos que confluyen», ponencia presentada al Congreso Internacional Miguel Angel Asturias, 104 años después, Universidad Rafael Landívar, Guatemala, junio de 2003, en proceso editorial.
[xlii] A. Carpentier: «Visión de América: Ciudad Bolívar, metrópoli del Orinoco», en Crónicas, ob. cit., t. II, p. 286.
[xliii] Ídem.
[xliv] Ibídem, p. 287.
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