Prólogo al libro La otra familia
La historia es una construcción que se hace con hechos reales y con mitos. He ahí la gran dicotomía de una ciencia que solo con el aporte de la interdisciplinariedad puede aproximarse a la verosimilitud, ya que la verdad es una categoría invisible cuando no inexistente. La historia de Cuba se ha hecho de esa sustancia química que conjuga muchos elementos y que es en definitiva su esencia real.
Entre esos elementos básicos que conforman la ciencia histórica están la oralidad pura y la fuente documental; es decir, la fuente viva y la fuente escrita.
Saberlos conjugar, valorarlos en su justo sentido, sin apasionamiento y con objetividad, es posiblemente el mérito mayor de un historiador.
La oralidad muchas veces fantasiosa y partidaria, y lo documental, no se sabe tocado por cuántas contagiosas manos, por cuántas mentes tendenciosas o cuántas circunstancias políticas, tienen que complementarse con un toma o daca que solo un estudioso serio y experimentado puede articular en pos de un discurso cercano a la objetividad. El tema de la familia tiene antecesores notables como el geógrafo y demógrafo Juan Pérez de la Riva, la historiadora Gloria García y la filóloga Ana Vera, que han hecho aportes de gran valor como iniciadores de esta tendencia en la historiografía cubana. Otro tema, el llamado tema negro, un fenómeno real, multifacético y polémico, por diversas razones se ha convertido en un mito de la cultura cubana. Una de esas razones es su postergación en beneficio de otros temas de nuestra historia. Otra, que no la única, la carga prejuiciosa que acarreó durante siglos por estar en su médula vivo y palpitante el problema racial. Abordar este tema con seriedad y entrega e intentar hacerlo rompiendo esquemas ideológicos y morales es un mérito grande, sobre todo si lo hace una mujer blanca cuyo único propósito ha sido responderse ella misma preguntas surgidas de interrogantes que pocos han analizado con tanta profundidad y consultando fuentes tan diversas.
Indagar en la historia de los desposeídos, de los llamados sin historia, de esos cuyo sistema de parentesco fue violentado y resquebrajado, y que la violencia de la esclavitud los desgajó de la sociedad colonial, convirtiéndolos en piezas de un rompecabezas donde solo ganaba la partida el explotador, es como la propia autora de esta obra ha expresado, «un oficio duro pero a la vez enriquecedor».
Buscar esas voces y también esos silencios elocuentes, esa estrategia encubierta del esclavo que en la mayor parte de las ocasiones está mediada por la de un tercero en papeles llenos de polvo y humedad, con artes ininteligibles o rotas, requiere de una disciplina y un interés esencial, pero el resultado puede ser gratificante.
Así se expresa en la introducción de La otra familia la doctora María del Carmen Barcia, autora de esta obra enjundiosa y esclarecedora del destino de esos hombres y mujeres que, secuestrados en África y esclavizados en nuestro país, han contribuido heroicamente a definir el perfil cultural de la nación cubana. La felicidad que ella confiesa sintió en sus pasos por los archivos y la que seguramente experimentó en múltiples entrevistas a descendientes de esclavos, o en la lectura de obras que le dieron una pauta para una mejor comprensión del tema, no es mejor que la que sentimos nosotros, viejos estudiosos de estos asuntos, mientras nos adentrábamos en las páginas de La otra familia, merecedora del Premio Casa de las Américas de 2003.
Sólida y convincente, esta obra revela las preocupaciones de la autora, las elucubraciones y disquisiciones que se formuló en sus horas de meditación, cuando la disciplina docente se lo permitía y cuando la familia le dejaba ese espacio libre para recrear un mundo que para muchos era un enigma y que ella ha descifrado minuciosamente.
Este tema, motivo para una fascinante novela que aún está por escribir, forma parte del indisoluble entramado social en el cual la otra familia es parte esencial de la familia cubana. Hilar esa madeja, rescatar esas vidas sueltas y atarlas a un cordón umbilical único es un mérito que la historiadora María del Carmen Barcia se puede adjudicar sin vanagloria.
El modo en que la autora nos presenta los recursos que los esclavos supieron aprovechar, así como los resquicios que les permitía la legalidad para mantener o recuperar a sus familias, es un modelo de práctica historicista ejemplar y de análisis sociológico acertado.
La familia consanguínea, la social, la religiosa, se encuentran estudiadas aquí en su dinámica social, en su movilidad y su devenir histórico. Las agrupaciones sociales, los cabildos de nación, estudiados profusamente por Fernando Ortiz, vuelven a ser arista fundamental del llamado tema negro.
La herencia, las redes parentales, la construcción de fortunas, son aspectos que habían sido poco trabajados y que cada día revisten mayor importancia para el estudio de la familia cubana.
Con juicios críticos pero con un reconocimiento indiscutible a la labor de historiadores empíricos como el admirado Pedro Deschamps Chapeaux, que estudió el modo de vida de los negros —esclavos o libres— y lo que se pudo considerar como una burguesía negra, la doctora Barcia retomó un camino que pocos habían desbrozado con los instrumentos que ella inauguró para la sociología histórica.
Yendo al fondo del problema —la socialización primigenia de todo conglomerado humano— Barcia no cejó en su empeño en hallar los vínculos entre estos esclavos y los lazos económicos y sentimentales que los unían, a despecho de los criterios tradicionales que hasta hoy se han establecido y que tuvieron su origen en el antagonismo entre la esclavitud y el posible desarrollo de un núcleo familiar. Cuestionando el concepto mismo de marginalidad y colocando al problema en el centro de un debate que tiene mucho más que ver con las clases sociales y no con las razas, la autora analiza los niveles económicos y sociales de los marginados para explicar patrones de conducta que hicieron posible la supervivencia de estos grupos en las zonas urbanas.
La otra familia da continuidad a un problema que en su momento no fue tratado con profundidad en El ingenio, de Manuel Moreno Fraginals, a la vez que aporta nuevos intersticios de análisis al minucioso trabajo realizado por Gloria García en La esclavitud desde la esclavitud, de 1996.
Con una óptica cóncava y desprejuiciada, el texto de María del Carmen Barcia apunta hacia un resultado más global tomando en cuenta los patrones de culturas ajenas a las nuestras y que eran portadoras de valores diferentes y más flexibles.
Se empeña, además, la autora, en quebrar los esquemas maniqueos y la visión reduccionista de los estudiosos que la precedieron.
Ni la estructura familiar era la misma que la nuestra, ni sus antecedentes culturales, añádase las lenguas que hablaban los africanos, ni sus orígenes geográficos, por lo que establecer un referente homogéneo invalida todo tipo de disquisición o hipótesis.
Además, era ya una necesidad inminente recurrir a las fuentes judiciales y a las testamentarias para lograr un tratamiento metodológico más adecuado y eficaz.
Los viejos paradigmas con que se establecieron pautas para analizar la esclavitud de plantación en la isla han quedado completamente en desuso con este libro. La otra familia demuestra con creces que la metodología empleada por la autora es mucho más incluyente que los estudios realizados anteriormente sobre la esclavitud. Sobre todo porque toma en cuenta la tipología del trabajo y desmitifica el patriarcalismo atribuido a todas las formas de esclavitud cubana. Asimismo, contribuye a explicar más claramente el intercambio cultural entre los grupos étnicos africanos con españoles y criollos, es decir, la génesis de la transculturación y el sincretismo religioso.
Este proceso, generado primero en las zonas urbanas, «tuvo por escenario los espacios privados y los públicos, desplazándose de la choza del esclavo a la casa del amo, de esta a la taberna, de la comunicación callejera al oficio, de la compra al servicio, del toque de tambor a la crianza, de forma tal que se fue produciendo una relación continua y creadora». De este contacto permanente, podemos inferir que las relaciones de parentesco fueron cobrando fuerzas y se convirtieron también en un elemento de base de la existencia de estos hombres y mujeres. Estas relaciones, desde luego, iban mucho más allá de la familia de sangre y llegaban a la familia religiosa, a los vínculos fraternos y sobre todo a la identificación racial y la confraternidad.
Compuesto de siete capítulos, un anexo documental y fuentes bibliográficas y documentales, esta magnífica obra expone a través de toda una amplia muestra de leyes y normativas de la historia oficial de la esclavitud en Cuba, sus antecedentes en las Siete Partidas, los códigos negros y las Leyes de Indias y el Reglamento de Esclavos de Cuba, publicado en 1842.
María del Carmen Barcia, con aguda sensibilidad y pericia, devela un mundo que estaba oculto tras los ropajes leguleyos, los prejuicios raciales y la visión manca y reduccionista de muchos historiadores, sociólogos y escritores de ficción.
La otra familia es una contribución fundamental a la historia social de Cuba y un modo mucho más cercano y familiar, valga la redundancia, para poder captar en toda su riqueza el imaginario legado por la esclavitud.
Voces silenciadas, vidas deshechas, destinos rotos aparecen aquí como una denuncia a un sistema oprobioso que sin embargo no pudo ahogar el ansia de libertad y el torrente creativo de sus víctimas.
Un sistema que pese a sus mecanismos represivos permitió las uniones matrimoniales entre esclavos y mujeres libres y viceversa, y que gracias a la compra de la libertad de cualquiera de ellos podían aspirar a una vida más llevadera.
Particularmente interesante y conmovedor es el capítulo dedicado a los abortos y el suicidio. En él se enumeran los frecuentes casos de infanticidios cometidos por las madres esclavas para evitarles a sus hijos el sufrimiento de vivir atados al yugo de la esclavitud, así como las prácticas abortivas.
Datos convincentes sobre matrimonios entre esclavos se muestran también en el capítulo dedicado a las familias esclavas en los censos desde 1827 hasta 1870, lo que hace evidente el éxito de la política matrimonial como forma de control social y el deseo de los esclavos por adquirir una estabilidad familiar.
Aunque las familias de esclavos fueron superiores en las áreas urbanas, también tuvieron lugar en las plantaciones. Las características de estas familias, su modo de vida fueron percibidos por la autora en los relatos que halló en los expedientes, porque ellos «transmiten el aliento de una época».
La clasificación de las relaciones de parentesco de los esclavos incluida en el capítulo cuarto, que divide a las familias por parentesco de consanguinidad o afinidad, es otro de los aciertos de este estudio, entre otras razones porque estructura un fenómeno que se dio espontáneamente y que no siguió necesariamente un patrón impuesto.
A través de generaciones, y construyendo árboles genealógicos, la doctora Barcia ha reconstruido la historia y estructura de varias familias africanas y criollas para dar al traste con la hipótesis infundada de su inexistencia como constante en la sociedad colonial.
La familia afín, sobre todo aquella que se aglutinaba en los llamados cabildos de nación, está también expuesta en páginas que revelan la complejidad y flexibilidad de sus estructuras, ya que en ellos por algún que otro resquicio penetraban esclavos libres y negros de diversas naciones. De todos modos, la existencia de los mismos fue indiscutiblemente un factor de cohesión de los esclavos y un preservador de costumbres y creencias religiosas que tenían su origen en África.
Barco negrero, barracón, cabildo, espacios habitacionales, sirvieron para el encuentro de estos esclavos entre sí, a pesar de sus diferencias de lenguaje y de origen étnico.
La simbiosis que se produjo en esos choques culturales contribuyó a un diálogo social entre ellos y a ir conformando gradualmente la idea de la familia aun cuando esta se gestara con una concepción más abierta y flexible que la cristiana.
Vistos, además, desde una perspectiva más amplia y poco estudiada, los cabildos, como explica Barcia, crearon un entramado de redes sociales y un complejo sistema de parentesco sin precedentes en la historia de la Isla.
Este es, sin dudas, otro aporte sustancial de la obra, porque enriquece la definición de estas estructuras sociales que desaparecieron con la evolución de la esclavitud para convertirse, muchas de ellas, en casas templos o en centros culturales.
Con el fino bisturí de su talento y su capacidad investigativa, y con un arsenal factual impresionante, la autora de La otra familia ha puesto en tela de juicio muchos planteamientos que supuestamente eran inobjetables. Entre ellos el de Manuel Moreno Fraginals, prestigioso investigador contemporáneo, que dio por sentado que en las plantaciones azucareras de Cuba no se desarrollaron las familias esclavas.
Una amplia descripción del tipo de vivienda donde habitaban los esclavos y su distribución en los campos, aclara que estos muy bien podían sostener relaciones sexuales y de convivencia. En muchos casos se propiciaron las relaciones matrimoniales por legislación colonial para asegurar la cohesión y seguridad de los mismos. Y aun en los barracones se autorizaba la existencia de matrimonios estables. La familia esclava en el barracón y con su conuco se consolidaba aunque fuera de forma primaria y con severos mecanismos de sujeción.
La obra aporta también elementos importantes de la economía esclava, como la alimentación, ropa y posibilidades de comercio que le sirvieron al esclavo para elevar su precario nivel de vida y hasta para comprar la libertad de sus familiares.
Esteban Montejo se refiere ampliamente a estos tópicos en el capítulo sobre la vida en los barracones en Biografía de un cimarrón. Me da gran satisfacción corroborar que lo que expresé pormenorizadamente en mi libro, con los testimonios de Esteban, se comprueba en las páginas dedicadas a la familia y la plantación.
Aunque Esteban Montejo mantuvo el celibato en los montes, cuando adquirió su libertad pudo crear varios núcleos familiares a lo largo de su vida, y algunos de sus miembros aún viven. Quiere decir que en su cosmovisión y estructura mental latían el sentimiento familiar y la necesidad de dejar descendencia.
Relatos dramáticos de padres buscando a sus hijos, de hermanos que se buscan entre sí, de esclavos como Concepción Borrego, que anhela llegar mediante una carta imposible al Capitán General con el ánimo de rescatar a su hija que había sido vendida en cuatro onzas de oro, plagan el libro y le dan un acento testimonial, convincente.
El amor a sus proles, el deseo de conservar unida su familia, está presente en los expedientes, que aunque deshaciéndose entre sus manos, María del Carmen Barcia rescató para la historia de Cuba.
Muchas son las voces que se escuchan aquí, como en una banda sonora de profunda resonancia humana. Muchos son los anhelos de estos hombres y mujeres por conservar la memoria familiar.
Muchos son los expedientes, como bien dice la autora, que están llenos de palabras.
Y esas palabras que no cuentan acciones heroicas, pero sí vidas importantes, estaban ahí para ser reveladas por una mujer sensible e inteligente que nos ha hecho pensar, que nos ha devuelto una parte oculta de nuestra historia social.
***
Prólogo de Miguel Barnet al libro La otra familia, Fondo Editorial Casa de las Américas, La Habana, 2003.
Visitas: 74
Deja un comentario