Hará diez años, o más, tuve el honor de escribir un ensayo titulado “Gótico profundo”, de cierto modo con la intención de prologar los cuentos de María Elena Llana, reunidos selectivamente por ella misma en su libro Casi todo. El tiempo transcurre muy rápido para los escritores que, sin adentrarse en la sociabilidad de la vida literaria, se dedican a su obra. Es lo normal. Y es lo que, en mi opinión, debería hacerse, porque, incluso, los homenajes entran con dificultad en el mundo de la literatura.
Pero hay homenajes y homenajes, homenajes enjundiosos y homenajes huecos, homenajes medulares y homenajes llenos de ruidos y frases vanas. Acepté con entusiasmo, y también con gratitud, venir hoy aquí, y comparecer, pues me parece inexcusable y de rigor señalar celebratoriamente los ochenta años de una mujer discreta, una escritora que ha construido, libro tras libro, un islote propio, y que le ha hecho mucho bien a la narrativa cubana contemporánea.
Una escritora con la que, por ejemplo, sube de tono la querella, bastante obvia en la década del sesenta, entre el realismo social y el imaginario fantástico, y que le hace una reverencia certera a la literatura que explora los límites de lo real, y que, por si fuera poco, funda desde el inicio su propia estética, con total deliberación —una estética con la que Llana ha sostenido un compromiso creativo intacto hasta hoy, independientemente de sus mutaciones—, una escritora así, repito, merece todo nuestro respeto y toda nuestra atención.
María Elena Llana es la autora de uno de los libros más afortunados entre los que aparecieron en Cuba durante la década de los ochenta, un libro que probablementesea ya, a estas alturas, una de las colecciones más importantes de la historia del cuento cubano. Me refiero a Casas del Vedado. Allí compendia esa estética, y ,a partir de ese punto, tras muchos años de silencio, la hizo avanzar con relatos que expresan una notable solidez estilística.
Son dos, me parece, los territorios visitados por Llana en sus cuentos. En primer lugar, el espacio fantástico, con sus habituales corrimientos de percepción en escenografías generalmente cerradas. En segundo lugar, el espacio —de carácter mental, aunque las historias lo disimulen— de la persistencia de un mundo (sobrepasado o abolido por la Historia) ubicado dentro de otro mundo que la Historia instaura y levanta. El resultado más provechoso de esas visitaciones de Llana podemos verlo, creo, en la propia naturaleza de Casas del Vedado, detectable en un relieve narrativo peculiar que se extiende al resto de sus libros, contaminándolos provechosamente, y que nos invita al examen de una escritura capaz de referenciar la crisis socio-emocional de un universo que subsiste en virtud de sus apelaciones fantasmáticas. Esas apelaciones se encuentran como re-configuradas dentro de relatosen los que Llana da preeminencia a los gestos e indicios de la alucinación y la resistencia espectral de los objetos y las voces.
El desafío artístico de una cuentista como ella, cuyos textos están gobernados por dos o tres obsesiones que se reiteran con energía, consiste en hallar un punto de encuentro al cual se llega mediante la inmersión en el juego dramático —de lo fantasmal a los dilemas familiares semiocultos— y el contacto directo con lo inmediato a través de algunas dosis de sarcasmo y del humor en general. Me refiero a una operatoria de escritura en la que muchos personajes, alguna vez en sus vidas, practican, o tienen como divisa, una especie de vertiginoso desenfado. Por momentos, además, hay una nota costumbrista que se articula con ese desenfado, para producir una levedad trágica a ratos matizada por el absurdo y la ambigüedad.
El espacio común es el de la familia cubana. La familia cubana de clase media, antes de la irrupción de la época revolucionaria, en los primeros años sesenta —años transitivos y en suspenso, saturados de espejismos, ilusiones y desencantos—, pero también la familia cubana en las décadas del setenta y el ochenta, y en la actualidad, donde el ímpetu de los deslizamientos morales y las autorregulaciones del equilibrio ético-social llegan a poseer una gravedad muy significativa.
Cada lector termina por darle forma al trabajo de un escritor que lo conmina o conmueve, y allí se produce un acto de modelación (tan cotidiano como extraordinario) que permite decir cómo la literatura no es lo que los libros enseñan, sino lo que los libros sedimentan e inoculan. Para mílos textos de María Elena Llana son, de alguna manera, una derivación capaz de renegociar, enérgica y emotivamente, la noción de misterio, y de seguir envolviendo ciertas cosas —dilemas recónditos y aptos para sobrevivir bajo el disfraz y la argucia— en lo quimérico y lo sobrecogedor.
He dicho, con admiración, que María Elena Llana es una escritora discreta más allá del peso que tiene esa paradoja de unir la discreción —lo que se pondera y reserva— con el acto de publicar.Lo que ansío indicar es que ella no se prodiga ni en salones, ni antesalas, ni pasillos ni oficinas. Quizás esto se explique mejor si refiero una anécdota. A inicios de los años cuarenta, Virgilio Piñera, con una espada en la mano, le escribió una carta a Jorge Mañach donde, entre otras cosas, le decía con una dignidad a prueba de bombas atómicas: no pactar, no capitular, meterse de lleno en la obra es nuestra misión. La posteridad se encargará de confirmar o desmentir.
Ignoro si María Elena Llana se encuentra ya en la posteridad, pues estas cuestiones del tiempo que se entrevera —pasado, presente, porvenir— son sencillas sólo en apariencia. Como decía T. S. Eliot en uno de sus más célebres cuartetos, el pasado y el presente son, quizás, un presente que se halla en el futuro, y tenemos la suerte de sumergirnos en la obra de María Elena Llana sin convertirnos en náufragos, para estar hoy aquí y celebrar, pues, su existencia de arte mayor.
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