A partir del más que suficiente aval de estar rozando las nueve décadas de vida, la emblemática escritora cubana María Elena Llana ha dicho jocosamente que puede sentar cátedra sobre ese tema, en torno al cual se desarrolla su más reciente cuaderno de narraciones. Cuentos de viejos, como se llama este nuevo volumen, reúne 14 textos protagonizados casi en su totalidad por mujeres que se enfrentan al trance de la vejez, complejizado por circunstancias económicas, políticas, sociales, familiares, personales y de otra índole, en diversas etapas de nuestro país, en específico en el periodo revolucionario. Es obvio que no se oirán en estas páginas los típicos cuentos de viejos al estilo de los de nuestros abuelos, que incluso, en las peores circunstancias, son más que nada fábulas, desde sus matices, desde una placidez que nada tiene que ver con estos cuentos de viejos de María Elena Llana. En todo caso, el título del libro, y el libro como tal, aprovechan un cariz más complejo, el modo peyorativo con que suelen asumirse en nuestra contemporaneidad los conocimientos de nuestros mayores, y su papel mismo papel en la sociedad, al ser considerados como algo obsoleto, inútil, puros trastes. Así se incorpora la ironía, el sarcasmo, en estas narraciones que inquietan, que nos cuestionan, que nos llevan a la empatía por algo que quizás nos había pasado inadvertido.
Publicados por Aldabón, sello editorial de la filial matancera de la AHS, estos Cuentos de viejos se incorporan de lleno al caudal narrativo de María Elena Llana, autora de libros como Casas del Vedado, Castillos de naipes y Ronda en el malecón. Como es habitual en ella, entre los textos de este volumen incluye historias que se desplazan desde lo que nos es común, desde lo inmediato, hacia lo onírico, lo fantástico. Hay que destacar la manera en que las mismas ensanchan nuestro entendimiento del proceso de la vejez. Pienso específicamente en textos como «Ventolera», «Vieja guardia» y «Casas recicladas». En «Ventolera», una anciana convive, sola en su casa, con la que pudiera ser su doble imaginario, Nadia; en «Vieja guardia», la protagonista ve desde el balcón, donde permanece amarrada a un sillón, a los protagonistas de canciones que la acompañaron a lo largo de su existencia, «la vieja guardia»; y en «Casas recicladas», la madre que se muda con su hija conversa con los personajes de un libro, que se materializan para ella, para que sobrelleve la soledad, el sinsentido (aquí los personajes con los que habla, por cierto, corresponden a otros cuentos de la propia María Elena Llana, con lo que logra así un ejercicio de singular autorreferencialidad).
Pero estos textos son más que nada un intento de entender a esas mujeres envejecidas que tratan de hallarle sentido a sus vidas, abrirse espacio en un mundo en el que apenas tienen cabida. En «Vieja guardia», por ejemplo, la protagonista ha dejado de hablar y responde recitando poemas antiguos o fragmentos de tangos, a los que sus familiares no les prestan atención aunque son coherentes con el contexto en que los expresa. Pero así y todo no es tenida en cuenta. Es decir, como no habla como ellos, como habla solo su propio lenguaje, como tiene su propia perspectiva, no va a ser aceptada. En «Vieja guardia», esta falta de empatía, de entendimiento, adquiere tintes dramáticos. Ya en la escena final, cuando la protagonista parece que se ha desatado de la silla y se le ve correr, se oye al nieto que dice: «Se durmió otra vez». Extraordinario final con el que la protagonista es devuelta a ese presente que no entiende nada de lo que ella es.
Al principio de esta reseña, ya se había advertido que desde el mismo título del libro se hacía presente, algo característico en la obra narrativa de esta autora y que en Cuentos de viejos se intensifica. Es así como también los títulos de algunos cuentos («Doblete», «Vieja guardia», «La noche del comején», «Mercadotecnia», «Gratuidades») se han concebido desde la ironía, lo que propicia una intensificación del suspense, de la tensión de lo que se narra. Mientras, ya a lo largo de las historias, el humor aparece en una palabra, en una frase, en un gesto o en el desenlace de situaciones. Humor de todo tipo. En especial humor negro. Humor que en algunos casos conduce a situaciones hilarantes o absurdas. Humor que, a fin de cuentas, se halla entre los principales recursos para lograr que estas narraciones, centradas casi en su totalidad en el desamparo, se aligeren en cuanto a dramatismos, se salven de poses sentimentalistas que las lastren, que las esquematicen.
En «Doblete», una familia sigue con los quince de la niña a pesar de que la abuela acaba de fallecer en su cuarto, acaso por una sobredosis del calmante que le suministraran para que estuviese tranquila en su cuarto, entre trastes y sin molestar en la fiesta. En «La pasajera», un hombre roza con su miembro afuera a una veterana e impenitente pedagoga sentada a su lado en la guagua y ella se dedica a aleccionarlo, en lugar de golpearlo con la cartera o con lo que sea, dar la voz de alarma, armar la gritería: «Jamonero, jamonero». En «Mercadotecnia», un integrante destacado de la sociedad, ya en su jubilación, para poder subsistir se ve obligado a vender anticuallas electrónicas en la calle y en una de esas, en el corre-corre porque viene la policía, tropieza o lo empujan y acaba entre las ruedas de un vehículo.
Llama la atención que casi ninguno de los personajes protagonistas cuenta con nombre. Es sin dudas algo simbólico. Son ellos pero también son todos los que están en sus mismas circunstancias. En el caso de los cuatro minicuentos espaciados a lo largo del libro, las protagonistas, siempre dos, no necesariamente ancianas, se denominan A y B. En cada minicuento son personajes distintos pero se mantienen siendo A y B. Simbólico también. Por cierto, estos minicuentos aportan agilidad y ligereza al libro, a partir de su propia constitución: son solo diálogos y se sienten como parloteos, como esos cotilleos habituales entre mujeres (que claro, también pueden ser propios de hombres), a partir de sucesos cotidianos.
En febrero de este año, poco antes de llevarse a cabo la presentación de este volumen en el Pabellón Cuba, durante la Feria del Libro de La Habana, conversaba con María Elena por teléfono y le decía que me despertaban interés ciertas palabras, ciertas frases desperdigadas a lo largo de estas páginas y que eran testimonio asimismo de una vejez porque ya han dejado de usarse en algunos casos, y en otros son pocos ya los que la emplean. María Elena me dijo que esa vejez era la de ella misma como autora, pues esas palabras, esas frases que a algunos puedan resultar extrañas, para ella siguen siendo normales. Así que en esencia aportan ciertas texturas a la escritura, cierto color sepia como las viejas fotos. Color sepia que contribuye al milagro de hacer verosímiles esas existencias desde los procederes sutiles de esta narradora.
Pienso en esa vida en sepia y recuerdo algo que me dijo el médico Adolfo Valhuerdi Cepero sobre el Alzheimer, enfermedad que él atiende y que suele desencadenarse en la vejez. Quienes la padecen se aferran a los más lejanos recuerdos, a los últimos que se les borrarán. Pienso en cierto hombre con Alzheimer, que llevaba viviendo décadas en la calzada de Tirry, en pleno corazón de la ciudad de Matanzas, y soñaba estar en Purilimpia, la finca donde había nacido en Cárdenas. Pienso en los protagonistas de Cuentos de viejos, que en el cuarto de trastes, en medio de la soledad, se aferran al último reducto, el de la fantasía, más allá tal vez del color sepia.
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