Sergio contempla con su catalejo esa Habana que, desde que se quemó El Encanto, parece una ciudad de provincias y se pregunta una y otra vez cómo se sale del subdesarrollo. La imagen de Corrieri es un símbolo del cine cubano pero, al menos en mi caso, cada visionaje del clásico de Gutiérrez Alea incluye también la duda ¿qué pasó a posteriori con Sergio y su escepticismo? ¿Qué fue de esos burgueses a los que el proceso revolucionario ha descolocado?
Una narradora, María Elena Llana, con una obra marcada por la elegancia en el decir y el gusto por lo fantástico por años ha dado respuesta a estas inquietudes, haciendo vivir en las páginas de sus libros a los tantos Sergios que aún deambulan por las calles cubanas. Con ella conversamos hoy.
Usted ha dicho que llegó al periodismo por vocación de servicio a la sociedad. ¿Cómo se forjó esa vocación? ¿Cuánto tuvo que ver en ella su educación, y le tomo prestada la frase, de niña «clasemediera» a la española?
La educación, en su más amplio sentido sigue gravitando sobre las personas toda la vida, aunque no se haga muy evidente. Yo tuve una formación católica asimilada en su más profundo sentido cristiano, que incluye el amor al prójimo, aunque algunas veces el prójimo se empeñe tanto en que no lo amemos. En alguno de aquellos textos de mi adolescencia leí que las profesiones con vocación de servicio son la medicina, el magisterio y el sacerdocio. Y como a mí lo que me interesaba era el periodismo, como tribuna de denuncia al servicio de la justicia en su más amplia acepción, me sentí «tocada» por el noble placer de servir.
También ha dicho que «no podías ser joven y honesto, sin participar en la Revolución». Visto desde la distancia, ¿cómo recuerda María Elena aquellos años sesenta?
Creo que debí referirme a dos etapas: la anteriormente inmediata al triunfo revolucionario y la de los sesenta. La primera era un compromiso moral y generacional. Pese al control familiar, llegado el momento, fui activista de la huelga de abril de 1958, en la Escuela de Periodismo donde estudiaba. Estuve a punto de perder el año, pero la directiva de la escuela decidió hacerse de la vista gorda y nos permitió acudir a exámenes a los huelguistas aunque hubiéramos abandonado el curso. Una vez graduada, un viejo periodista me propuso un carguito en un periódico batistiano, le di las gracias y no volvió a verme el pelo. Mi primer trabajo profesional fue en el periódico Revolución, a partir de marzo de 1959.
Ya después, en los sesenta, solo se puede hablar de aquellos años como de júbilo sin tregua, de entusiasmo sin fisuras, de inmensa alegría por estar viviendo un sueño tan duramente realizado. Creo que difícilmente se podrá hallar a un pueblo tan devoto, tan fiel, tan entregado a su naciente Revolución.
La crítica ha sido generosa con la cuentística de la segunda mitad de la década de los sesenta a la que Redonet llamara Quinquenio de Oro. Sin embargo, la voz de las mujeres en este universo «dorado» ha desaparecido, pese a que el quinquenio anterior fue pródigo en títulos de diversas autoras (Ana María Simó, Ángela Martínez, Ada Abdo, Évora Tamayo o usted misma). ¿Cuáles cree usted que son las razones de este decrecimiento en la producción de nuestras narradoras? ¿Cuánto pudo influir en ello la desaparición de Ediciones El Puente y Ediciones R y la radicalización del proceso revolucionario que conllevó a que los temas relacionados con el mismo dominaran completamente el panorama cultural?
A las mujeres que citas, es justo añadir el nombre de Esther Díaz Llanillo, quien, pasada esa etapa, se mantuvo escribiendo hasta el final de su vida. Y, en sentido general, no sé por qué algunas dejaron de escribir, solo que Ana María se fue del país y que Évora solo hizo periodismo durante años. Tal vez la temática al uso las alejó de un mundo que no era el de sus vivencias.
Creo que, en sentido general, era un momento de tanteos, reacomodamientos, reajustes y pugnas en todos los aspectos de la vida nacional. Yo nunca estuve vinculada a ningún grupo literario porque, en realidad, luchaba por afianzarme en mi carrera y el periodismo fue factor clave en aquellos años en que la conciencia latinoamericana vibraba a la par con Cuba. En lo personal, nacieron mis hijos y me vi obligada a priorizarlos por encima de mis aspiraciones profesionales, de ahí que me aislé aún más, aunque eso no me impidió adoptar mi propia posición frente a cualquier camisa de fuerza. Iba a escribir lo que yo quería escribir, mis temas medio fantásticos, medio sociológicos, o lo que fueran, aunque no pudiera publicarlos. Así lo hice y en aquella etapa de aislamiento, de lucha contra lo cotidiano, cada vez más difícil, eso fue un refugio y una reafirmación.
En su cuaderno La reja (Ediciones R, 1965) usted parece hacer una declaración de principios, le interesa la literatura realista, el aquí y ahora como referentes («Las narraciones», «Los hechos»), pero también el fantástico («Divertimentos»). Si rastreamos las revistas cubanas de aquellos primeros años, como Carteles, encontraremos abundantes relatos de este corte, provenientes en su mayoría del universo anglosajón. También es significativa la impronta de Virgilio Piñera y Oscar Hurtado. ¿Influyeron en su narrativa esos autores? Al calificar como «Divertimentos» los textos no realistas ¿estaba reconociendo como «menor» ese tipo de literatura? ¿Qué motivaciones hay detrás de los cuentos de corte realista como el que da título al libro?
Trataré de ser ecuánime ante pregunta tan abarcadora: Sí, efectivamente La reja es una declaración pero no exactamente de principios, sino «de lo que puedo hacer». Ninguno de los autores que citas influyó en lo que escribí porque cuando los leí, ya yo sabía lo que quería hacer. Desde casi niña me atrajo lo fantástico, pero sí, me parecía que no era muy serio si lo comparaba con algo muy vigente entonces, «el cuento cubano» sacralizado con el Premio Hernández Catá. Hasta que me tropecé con «Alarico alfarero», un cuento fantástico de Félix Pita Rodríguez, que me hizo sentir la validez de esa modalidad, dada la trayectoria de su autor. Digamos que Félix sin influirme, me determinó.
Pero, como también escribía cosas realistas, de ahí las tres partes de La reja, algo así como un globo de sonda lanzado al vacío.
La motivación de los cuentos realistas —especialmente el que da título al libro y «Nochemala», posteriormente revalorizado por el feminismo—, es ese compromiso con mi tiempo de que antes hablé, un tiempo compartido con amigas como las hermanas Giralt —asesinadas en junio del 58—, cienfuegueras como yo, un desgarrón que nunca he podido literaturizar. En «La reja», aunque el personaje es masculino, retrato mi incertidumbre después de la actividad durante la huelga de abril. No reparo en señalar el miedo que me asaltó cuando el momento de acción y de coraje había pasado, y ya en la cama, oyendo el ulular de las perseguidoras de la policía, creía que, en algún momento, me irían a buscar a mí. Y, no obstante, me quedé dormida. Al día siguiente supe que habían matado a Oscar Alvarado, el máximo responsable de aquella acción.
Después de publicar La reja su nombre desaparece de la literatura cubana durante casi veinte años, al punto de que ninguno de sus cuentos aparecerá en las muchas antologías de todo tipo que se publicaron durante esa etapa. ¿Qué razones podrían justificar este olvido? ¿Qué pasó con María Elena Llana en esos casi veinte años?
Ya lo dije antes: estaba haciendo de mamá de dos niños de poca salud y de ama de casa en un momento —ofensiva revolucionaria—, en que pasabas de la cola de la bodega a la de la farmacia y no tenías a mano ni un plomero que te arreglara una llave. Sin embargo, el silencio no fue absoluto. Aparezco en dos antologías en las que incluyeron «Nosotras», mi cuento más fantástico hasta ese momento. Y ese fue el indicador del camino a seguir.
Como yo seguía escribiendo «para mí», sin asomar la cabeza por ninguna editorial, era justo que nadie me nombrara.
Regresa al universo literario en 1983 con Casas del Vedado. ¿Qué de nuevo pretendía contar María Elena con estos textos en los que el quiebre de la realidad es leitmotiv? ¿Era usted consciente de que este libro rompía con una tradicional mirada hipercrítica a eso que se dio en llamar remanentes o reductos de la pequeña burguesía? Calidades literarias aparte (incuestionables, desde luego), ¿le sorprendió que recibiera el Premio de la Crítica?
Por supuesto, yo era consciente de todo lo que ese libro rompía, por así decirlo. Recuerda que lo escribí sin esperanzas de publicarlo. Incluso me permití esbozar personajes homosexuales, sin estigmatizarlos. Uno en «Un abanico chino» y el otro en «En la pendiente». Nadie lo ha dicho pero creo que es la primera vez que se hace después del fragor homofóbico.
El premio que gané, único hasta ahora en literatura, me sorprendió tanto que cuando me llamaron de Cultura para decírmelo, creí que era una broma de mis compañeros de trabajo —ya había vuelto al periodismo—, e incluso me puse a bromear con la funcionaria que estaba al habla.
Le confieso que de su extensa cuentística «Claudina (Variaciones sobre un viejo tema)» es con mucho mi favorito y por ello le pediría que tuviese la deferencia de comentar un par de observaciones que tengo al respecto. Creo encontrar dos referentes para este cuento: el texto «Nosotras» de La reja y el Peter Pan negado a dejar de ser niño y perder su libertad. ¿Cuán descaminado voy en mis observaciones? ¿Coincide con Garrandés en definir este relato como «una especie de “teoría” de los fantasmas, pero en la línea del Henry James gótico»?
Sí, el vínculo con «Nosotras» fue, en realidad, la motivación para escribirlo. Por aquello de la maternidad y mi cambio de vida en ese momento, yo había perdido la musa y me propuse agarrarla por la cola, haciendo la continuación de «Nosotras». No resultó así, pero fue el impulso que necesitaba, el reencuentro. Peter Pan no tiene nada que ver con esto, aunque visto así, bien puede ser una asociación sicológica de mi profesora Claudina que yo no tuve en cuenta. E igual sucede con el gótico de Henry James. En realidad mis influencias pueden jugarme una mala pasada en cualquier momento, porque suelo no tener conciencia de ellas. La única vez que me sentí atrapada fue cuando escribí un cuento a lo García Márquez. Me parecía imposible que aquello lo estuviera haciendo yo, pues era ajeno a mi voluntad, como si escribiera oyendo la música del colombiano. Lo deseché de inmediato y me advertí seriamente que no volviera a caer en la trampa.
En cuanto a Garrandés, le debo hermosas valoraciones de mis cuentos pero me voy a permitir repetir una que me dijo a mí sola, cuando compartíamos una mesa en una lectura. Señalando a Claudina, me comentó bajito: «este es una pequeña obra maestra». Tuve que luchar por desprender mi ego del techo y seguir la tertulia.
¿Por qué de nuevo ese largo silencio editorial entre Casas del Vedado y Castillo de naipes (1998)? ¿Qué puede contar de su labor como guionista de radio y televisión en los años ochenta y noventa?
El silencio fue el resultado de otras voces. Había vuelto al periodismo y me estaba reponiendo del tiempo perdido. Tuve responsabilidades, cubrí eventos en otros países, fui profesora de periodismo en Angola y regresé con mi medalla de internacionalista, asumí la corresponsalía de Prensa Latina en Beijing, concursé y gané mis premios en ese sector…
En realidad empecé en la radio y la televisión en los sesenta, con colaboraciones esporádicas —teatro, cuentos, una serie infantil—, pero en los años de enclaustramiento, al apartarme del periodismo, trabajé a tiempo completo en la radio pues me permitía hacer los libretos en la casa, aunque fuera por la madrugada. Nunca quise renunciar a mi independencia económica. La radio, un medio subvalorado, me resultó muy importante pues me descubrió un universo basado casi exclusivamente en el valor de la palabra. Hice adaptaciones de obras maestras de la literatura, cuento y novela, que me enriquecieron, como es natural, porque eran verdaderas adaptaciones, no argumentos ajenos manipulados por mí. También hice programas originales y en esa época gané varios premios nacionales del sector y un par de premios «Caracol», de la UNEAC.
En los años ochenta mi labor en ese medio fue más esporádica y en los noventa creo que se reduce a mi despedida: una novela original, basada en mi libro Ronda en el malecón, que también obtuvo su Caracol.
Ahora, los responsables de programación se quejan de que no tienen escritores pero como nunca me solicitan nada, prefiero no pensar en eso pues me crearía un conflicto de identidad, por aquello de ¿soy o no soy?
«Alondra pasa» es, en mi opinión, la más hermosa historia de amor gótica escrita por un autor cubano. ¿Qué referentes tuvo para concebir el texto?
Es el cuento que más trabajo me costó para darlo por logrado. Pero fue tanto el interés sostenido, a través de varios años, que acabó consolidándome técnicamente, ante mí misma. Desde entonces, ya no tengo tropiezo con la forma que precisa lo que estoy haciendo, sin obviar el idioma indispensable para apresar su esencia.
Concebí el texto estando en Moscú, cubriendo un festival de ballet. Al cruzar una calle inabarcable, miré a lo lejos y vi una de esas agujas que surgen de sus cúpulas para clavarse en el cielo. Y me dije «qué entrañable ciudad». Ya a salvo, en la otra acera, tuve que recapacitar: ¿por qué razón esta ciudad me puede resultar entrañable? El resto está en el cuento: la fractura del tiempo, la fuerza del amor sobre su fragilidad, la niña a la deriva entre recuerdos y premoniciones. Me satisface profundamente tu opinión, porque para mí esta alondra es un hito importante.
Garrandés, acaso en un intento de atrapar las esencias de la narrativa de María Elena Llana reconoce «por encima (…) la pulsión de lo fantasmagórico, mientras que por debajo nos encontramos con la matizada agonía de una clase social». Yo añadiría para completar la valoración el uso del humor, la simpatía hacia un grupo social del que se siente parte. Un humor cercano a la comedia de situación o sitcom y que deja en el lector una sonrisa y cierta dosis de conmiseración. ¿Buscaba esa reacción María Elena Llana, la sigue buscando al contar el modus vivendi de ese grupo social en lucha por sobrevivir a la crisis de los noventa?
No es un propósito en sentido general. Sí lo fue en Casas del Vedado, cuando, deliberadamente, quise enfocar las interioridades de una clase derrotada, sin zaherirla, aunque sin magnificarla. Estaban ahí, vivos en un mundo que se les moría entre las manos. El humor se produce espontáneamente al esbozar conceptos de clase cuya ridiculez nunca comprendieron y a la que se aferran porque sencillamente no pueden cambiar.
La crisis de los noventa, es otra cosa. Ya no quedan burgueses legítimos atrincherados en su derrota, se produce la mezcolanza de orígenes que suplantó a las clases propiamente dichas, luchando por sobrevivir, en una casi total ausencia de códigos que, aunque fueran ridículos, no dejaban de ser un asidero. Aquí hasta los supuestos triunfadores resultan perdidos en casas que «si hablaran dirían haiga».
Ronda en el malecón marca un hito singular en su narrativa. Está escrito desde el dolor y la mayoría de sus textos hablan del aquí y ahora. De ellos, rescato la ternura, la fe en los valores, las utopías, y de todos sus cuentos me quedo con «Arroz con mango» como oda a la familia. Le pido unas palabras sobre este relato.
Es mi propio asidero. Me empeño en creer que no todo se tambalea, amo demasiado cuanto me rodea, mi país, mi gente, este ciclo heroico —aunque en sordina—, en todos los aspectos de la vida que nos tocó transitar, como para desistir.
Este relato es el más profundo regreso a mis orígenes. Transcurre en Cienfuegos, donde viví hasta los cuatro años de edad y donde ya de muchacha pasaba las vacaciones. Y transcurre justamente en una casa de la calle Prado, frente a ese paseo bordeado de álamos, junto a una ventana que casi llegaba del techo al piso, desde la cual mirábamos el mundo. Está lleno de reminiscencias juveniles y el personaje femenino encarna nuestros valores intrínsecos como ciudadanos y como seres humanos.
En la primera década de este siglo han aparecido varios cuadernos de María Elena Llana en los que, como muchos otros narradores cubanos de diversas generaciones, refleja el aquí y ahora en una producción que alguna crítica cataloga como una especie de periodismo literario. ¿Le molestan estos criterios? ¿Cree que la reiteración de este discurso crítico pueda saturar al lector?
En primer lugar, no creo para nada que el periodismo literario sea eso. Digamos que lo es una buena crónica o un artículo con tanto valor de ideas como de idioma. Pero decir, como he oído, que la literatura está sustituyendo al periodismo porque dice lo que este omite o atempera, no es válido. El periodismo informa el acontecimiento inmediato. Lo que por la mañana es noticia, por la tarde ya precisa ampliarse. Eso de retomar sucesos o etapas que la rigidez editorial impuesta a la prensa no reflejó a su debido tiempo, será testimonio, recuento, recreación historicista, pero nunca periodismo, aunque no deje de tener un valor referencial.
Claro que la reiteración de cualquier discurso puede saturar al lector, por eso es preciso el malabar de la forma, los recursos de la anécdota bien urdida, del lenguaje, del humor, la capacidad de lograr que nos podamos reír de nuestras calamidades sin abaratarnos demasiado.
Se habla poco de su narrativa infantil, así que le cedo la palabra para que nos cuente al respecto.
Efectivamente, se habla poco de algo que considero dentro de mis aciertos y que me complazco de haber hecho. Lo curioso es que en los dos libros publicados empleo la fantasía, el absurdo, lo inesperado y el humor y la ironía que han avalado mis libros para adultos. Tal vez me falte algo de audacia conceptual o me sobre el sentido moralizante deslizado en alguna trama. El caso es que tengo otro proyecto ya comenzado pues si antes escribí sin esperar que me publicaran, ahora puedo hacerlo sin que me tomen en cuenta. El futuro puede seguir siendo imprevisible.
Durante años residió fuera de Cuba. ¿Alguna vez pensó en no regresar, en dejar para siempre El Vedado, La Habana, Cuba?
Cuando residí fuera de Cuba por más tiempo, digamos en una ocasión tres años y en otra cuatro, me sentía bien, pero tan pronto se acercaba la fecha del regreso los días me parecían interminables. En una ocasión tuve la oportunidad de viajar de China a Rusia en el Transiberiano, algo así como abordar una leyenda, pero al pensar que en dos o tres días ya podía estar en mi casa, por la ruta aérea tradicional, rompí el proyecto. De todas formas, siempre fui consciente de que, asentada definitivamente en otra parte, no hubiera podido escribir ni una línea.
En entrevista a Helen Hernández Hormilla, usted cita una frase de Curzio Malaparte que también encontramos en uno de sus cuentos: «La vida humana es una planta terriblemente tenaz que nada logra desarraigar, es una fuerza bellísima y espantosa». ¿Existe alguna planta que al mirarla podamos decir: así es simple y llanamente María Elena?
La verdad es que no tengo la menor idea, pero recuerdo que mi mamá decía que de todas las dificultades yo salía renovada, como si fuera una siempreviva.
En cuanto a la frase de Curzio, la recuerdo por la simbiosis de humanismo y crueldad que refleja: la usa para definir el afán de los aldeanos soviéticos por recuperarse tras los ataques nazis, algo que había observado justo cuando él, como corresponsal de guerra, formaba parte del ejército alemán.
Visitas: 347
Deja un comentario