«El borde de proscenio será EL MALECÓN. La obra comienza con los 6 bailarines sentados en proscenio, con las piernas colgando al vacío, como en el Malecón. Pasan de una danza de inercia contemplativa a otra de oposición al mar que los arrastra bajo el telón cerrado. (Cinco minutos)
Música: Sonido de mar violento y viento, sobre el cual va entrando masa orquestal hasta llegar a un clímax muy fuerte. La música compite desde el primer momento con los sonidos de mar hasta superarlos.
Luz: Luz del faro pasando intermitente sobre los personajes».
Cuadro Primero del guion coreográfico
Ballet El pez de la torre nada en el asfalto, de Marianela Boán
En esta serie donde viajamos en el adentro y en el afuera de esas relaciones que se establecen entre literalidad y danzalidad, se impone un acercamiento intencionado a la obra de Marianela Boán. Y es que, dentro de la danza contemporánea cubana, su hacer coreográfico ha marcado con intencionalidad distintiva el tratamiento relacional de la dupla danza/literatura. Hasta dónde la una es feudataria de la otra, cómo la segunda se vuelve vínculo constructivo de la primera; pero, cuál de las dos es principio que vehicula la trama en la arquitectónica coreografiante del tema, del asunto, del argumento, el relato o la anécdota apresada en la literalidad de la fábula.
En «Cruce sobre el Niágara», comienzo a experimentar en relación con la no literalidad del acontecer. Para la escritura del guion coreográfico partí del texto teatral del peruano Alfonso Alegría y trabajé, durante el montaje, en el uso y la colocación de la energía en el cuerpo, en la máscara facial en contrapunto con la kinesis, siempre develando aquellos sucesos que desde la dramaturgia escrita se convirtieran en móviles para la acción danzaria.
Así nos relata Marianela el modus operandi usado en esta pieza modélica y casi fundacional (1987) del amplio repertorio de la artista, emergido de obras literarias.
Antígona (traslación de la tragedia de Sófocles, 1992), Últimos días de una casa (del poemario de Dulce María Loynaz, 1994), Blanche (magistral solo en coautoría con Raúl Martín, 2000) o la pieza grupal homónima de esta, el ballet Un tranvía llamado deseo para Danza Contemporánea de Cuba en 1999, erigida desde el trazado argumental de Tennessee Williams. Hay en estos ejemplos selectos, grandes creaciones coreográficas cubanas, un modo ejemplar de «historiar la danza» como encarnación de lo dramático. De la praxis del logos, a la teoría literaria y de ella a una teoría de la apropiación corporal y dancística de la palabra. Similar ocurre con su producción coreográfica para las obras teatrales Historia de un caballo y Galileo Galilei (con el maestro Vicente Revuelta), Los días de la guerra, con Roberto Blanco o El burgués gentilhombre, con el francés Jerome Savary, entre otras.
Nótese como Marianela refiere una experiencia con «la no literalidad del acontecer», o sea, con aquello que, como energía transformadora de lo dicho y escrito, subyace y regenera otros universos visibles, audibles, bailantes, sonoros, táctiles. Por ello hablo sin remilgos de su potencialidad singular para savoir faire (de manera inequívoca), en la resemantización del tratamiento del par danza/literatura, un dispositivo que permite adentrarnos en la historia cultural de la danza. Al punto de posibilitar el encuentro con el análisis de piezas coreográficas en estrecha relación con la comprensión del genotexto literario de base, explorando al cuerpo danzante a través del análisis funcional del movimiento, de la acción contenida, de la narratividad y la propia literalidad. Estas perspectivas operativas del par danza/literatura en Marianela Boán, han generado una comprensión del fenómeno cultural de la danza como un proceso histórico del cuerpo y su cultura.
Notorio es advertir cómo en los procederes de la artista cubana, en su vasta obra nacional e internacional, esas franjas que distinguen la estructura dramática del discurso danzario, incluso en el teatral, el texto dramático es un problema a definir, pues todo texto es potencialmente danzable, representable. Si miramos hacia la historia de la danza escénica, veremos coreógrafas y coreógrafos que, en la composición de su danza, pueden partir de una lectura/hechura literal, alternativa, alterativa, o pretextar simplemente a partir de un texto dramático, literario, plástico, musical.
Todavía así, muchos creadores de la danza se resisten a escribir la partitura de su obra, el guion o libreto, pero se ha demostrado que el hacerlo ayuda considerablemente en la fabulación de su danza y en la selección de las acciones operantes capaces de articular con eficacia todas las partes de la estructura, siempre jerarquizando el valor de las acciones de los personajes o de los actantes.
Está en el libreto del ballet Giselle, escrito en romántico francés por Théophile Gautier en 1841, donde, en una verdadera síntesis dramática de gran kinesis, observamos una especie de resignación o acuerdo ante la realidad cuando, en la escena final del ballet, después de que el fantasma de Giselle se le ha desvanecido entre los brazos:
(…) Albrecht, trastornado, fuera de sí, se precipita a través del bosque, pero ya no ve nada. Una rosa que recoge junto a la tumba, una rosa donde el alma de Giselle ha derramado su casto perfume; he ahí todo lo que le queda al conde Albrecht de la pobre campesina. Destrozado por el dolor, desagarrado por la emoción, cae sin conocimiento en los brazos de Batidle y de Wilfrid quienes, angustiados, habían salido a buscarlo.
Creo prudente traer este ejemplo paradigmático de escritura para la danza, y digo escritura y no notación, pues es la escritura más que técnica dictaminadora, un acto de conocimiento, de imaginería que mezcla en su universo emocional, signos, claves, metáforas que se devuelven escénicamente en gestos, movimientos, acciones transgresoras de toda literalidad para atrapar la inherente teatralidad o danzalidad que le pertenecen al teatro o a la danza como artes escénicas.
Pero quizás, al volver a las piezas creadas por Marianela Boán tramadas en complicidad con el universo textual, figuras y tropos de la literatura, el ballet El pez de la torre nada en el asfalto logra coreografiar con legalidad poética sin igual, la estrecha relación entre la comprensión del cuerpo danzante a través del análisis funcional de la letra dramática referencial. «El pez de la torre nada en el asfalto», es un pésimo verso. Se dice que Virgilio Piñera lo escribió malo a propósito, como locución de uno de los personajes (Oscar) de su obra teatral Aire frío. Marianela Boán parte de este verso y de una escena de la obra de Piñera para crear en 1996 el guion y el discurso coreográfico de una de sus obras capitales con la otrora compañía DanzAbierta.
Ballet donde la búsqueda de lo cubano como misión explícita o implícita, oculta o proclamada, constituyó ejemplo donde Narciso(s) todos nos miramos. No sé si fue la circunstancial y maldita agua por todas partes o el reflejo en el espejo, pero Virgilio Piñera se ha instalado como recurrencia en la textualización y concretización de la escena cubana con marcado énfasis desde la segunda mitad de los años noventa del pasado siglo. Tal vez el «azar concurrente» al que aludiera Lezama, nos venía tendiendo trampas propicias para la escenificación de (im)posibles relatos danzarios (son varias las piezas de danza firmadas por creadoras y creadores que dialogaron con Piñera autor.
Ahora, en el guion (publicado por la revista Tablas, en el número 2 de 2001) y la puesta en escena de Marianela, hay una expedita lucha de los bailarines-actores-personajes ante lo imposible, ante esa «pavorosa nada» virgiliana. Al igual que en Piñera, los intérpretes de la Boán quieren burlar las oquedades, lo imposible de su condición de seres miserables fritos en una sartén sin mango. Oscar quiere afanosamente llegar a ser un gran poeta, pero no se le antoja otro verso menos infeliz: «El pez… la torre… el asfalto…». ¿Acaso es el asfalto, allá abajo, donde están Oscar y su familia? ¿Es la torre, allá arriba, la aspiración, la exoneración del calor de Luz Marina? ¿Son ellos peces que vuelan, aves que nadan, o son sencillamente nadapeces, nadaves, nadagentes?
Marianela diseña probables respuestas o, mejor, como Virgilio, la coreógrafa lanza sucesivas preguntas en la dramaturgia del ballet. En una primera refracción de la mirada nos seducen las acotaciones escenográficas, el diseño de vestuario o la selección de la banda sonora; pero una vez que nos adentramos más allá de la figuratividad de los códigos manipulados, asistimos al verdadero hallazgo discursivo: el triunfo sobre la resistencia epidérmica de lo aparencial, de lo banal, pero al mismo tiempo, lacerante de una sociedad angustiada en su vagar entre la memoria, el reinvento y la fuga.
En su fabular danzario, la también bailarina y maestra, hace uso de formas externas que, en su ofrecimiento, ya se habían tornado reiterativas en las artes plásticas y visuales, en la literatura, y en algunos espectáculos teatrales: palmeras, fiestas, rumba, indolencia burlona, radiante sol, mucho calor y desnudos cuerpos. Son formas del carácter, del jolgorio, del ajiaco que se cocina en este «fogón del Caribe». Pero, ¿qué circula tras el fetiche? ¿Qué trasciende en la obra, en su entramado coreográfico, qué la mantiene viva y dialogante hoy? Quizás el ritmo con que es tratado el cliché, y digo ritmo como suerte de convite mágico al desenfado, al desafío, a la presencia de una partitura elevada que procura siempre, al decir de Eugenio Barba, montar la atención del espectador.
El pez de la torre nada en el asfalto se regodea en la ambición de su polisémico discurso, espacio concomitante para el gesto social emblemático, para elementos de la danza moderna, la improvisación por contacto, del cabaret, de bailes y cantos populares y folklóricos. Todos con un hálito de sedición en contra de una realidad pecaminosa-pecaminada y transfigurada de cambalache, trueque, jineterismo, y de esa presencia que es la imposibilidad, la carencia de alternativas justas ante lo anquilosado.
Como parte de la emoción ascendente y en busca de ella, en los doce cuadros que estructuran externamente el guion coreográfico, los danzantes, incluso los personajes, trascienden sin dificultad y de manera orgánica los requerimientos de un diseño paradigmático y múltiple. Se entregan con conocimiento de causa a la defensa a ultranza por la cubanía manifiesta en la cancionística y sonora letra de «La Bayamesa» y «Perla Marina». Al lector/espectador le inquieta el concepto, tiene que develar metáforas, hilvanar sucesos, verse en el poeta o en su hermana. En última instancia, se trata de ejercitar la mirada para descubrir si encontramos las figuras y tropos de la retórica en la danza y los múltiples fenómenos que la circundan tanto en el guion como en la puesta en escena. «El poeta y su hermana costurera discuten en una escena de la obra. Al poeta, está visto, le resulta imposible acceder a la poesía, no consigue más que malos versos y también se le niega un sentido común, como el de la hermana. Se ahoga, boquea, es exactamente como nadar en el asfalto. No encuentra salida: imposibilidad a la par de la imaginación y de la realidad. Resulta patética la cantaleta de ese verso con que nos quiere decir todo», comentaría Antonio José Ponte en las notas al programa de mano para el estreno de El pez de la torre…
Según Marianela, su ejercicio escritural persigue la búsqueda de un guion detallado que la respalda a nivel teórico y estilístico, y le permite asistir muy protegida al montaje. Lo cierto es que, tras la lectura del guion, encontramos un destinatario en la presentación ante un público, llevada a cabo por personajes/actantes que establecen un diálogo cinético, a veces verbal y musical, que desarrollan acciones generadas por un conflicto.
El texto de la Boán, su puesta en visión de esa realidad representativa, y el espectáculo a partir de Piñera, tratan de la (im)posibilidad de ser así tal cual, consecuencia de nuestra condición de peces con deseos de nadar, volar, crecer. Las obras de Marianela Boán procuran ser cada vez más un work in progress, un trabajo en proceso de diversos matices y atmósferas; intentan desarrollar nuevas lecturas de lenguajes del cuerpo en conjunción con toda la literalidad/teatralidad/danzalidad potencialmente protésica en su encarnación dramática. Por ello no tengo dudas para afirmar que, en el trabajo sobre la danza, y sobre el sistema de relaciones que en su torno se juntan, la figura y obra de Marianela Boán continúan teniendo un lugar cimero. Así lo reafirman otras piezas que, motivadas por un referente literario recolocan el espíritu indagador, provocador y contaminante que se requiere al trasegar de la literatura a la danza o viceversa.
Ver también del autor: Cecilia Valdés: ¿trueques entre danza y literalidad?
Visitas: 56
Deja un comentario