Sobre el autor
Samuel Langhorne Clemens (Florida 30 de noviembre de 1835 – Connecticut 21 de abril de 1910), más conocido por su seudónimo Mark Twain, fue un escritor estadounidense que encontró en su propia vida la inspiración para sus obras literarias. Creció en Hannibal, pequeño pueblo ribereño del Mississippi. A los doce años quedó huérfano de padre, abandonó los estudios y entró como aprendiz de tipógrafo en una editorial, a la vez que comenzó a escribir sus primeros artículos periodísticos en redacciones de Filadelfia y Saint Louis.
En sus obras contrapone ―con un estilo popular y lleno de humor—, el mundo idealizado de la infancia, inocente y a la vez pícaro, con una concepción desencantada del hombre adulto, el hombre de la era industrial, de la «edad dorada» que siguió a la guerra civil, engañado por la moralidad y la civilización. En sus obras posteriores, sin embargo, el sentido del humor y la frescura del mundo infantil evocado dejan paso a un pesimismo y a una amargura cada vez más patente, aunque expresada con ironía y sarcasmo.
En 1876 publica Las aventuras de Tom Sawyer la primera novela que le daría fama, basada en su infancia a orillas del Mississippi. Sin embargo, su talento literario se desplegó plenamente con Las aventuras de Huckleberry Finn (1882), obra ambientada también a orillas del Mississipi, aunque no tan autobiográfica como Tom Sawyer, y que es sin duda su obra maestra, e incluso una de las más destacadas de la literatura estadounidense, por la que ha sido considerado el Dickens norteamericano.
Como homenaje en su aniversario luctuoso, compartimos una selección de sus relatos.
Fragmentos de su obra
El cuento del niño malo
Había una vez un niño malo cuyo nombre era Jim. Si uno es observador advertirá que en los libros de cuentos ejemplares que se leen en clase de religión los niños malos casi siempre se llaman James. Era extraño que este se llamara Jim, pero qué le vamos a hacer si así era.
Otra cosa peculiar era que su madre no estuviese enferma, que no tuviese una madre piadosa y tísica que habría preferido yacer en su tumba y descansar por fin, de no ser por el gran amor que le profesaba a su hijo, y por el temor de que, una vez se hubiese marchado, el mundo sería duro y frío con él.
La mayor parte de los niños malos de los libros de religión se llaman James, y tienen la mamá enferma, y les enseñan a rezar antes de acostarse, y los arrullan con su voz dulce y lastimera para que se duerman; luego les dan el beso de las buenas noches y se arrodillan al pie de la cabecera a sollozar. Pero en el caso de este muchacho las cosas eran diferentes: se llamaba Jim y su mamá no estaba enferma ni tenía tuberculosis ni nada por el estilo.
Al contrario, la mujer era fuerte y muy poco religiosa; es más, no se preocupaba por Jim. Decía que si se partía la nuca no se perdería gran cosa. Solo conseguía acostarlo a punta de cachetadas y jamás le daba el beso de las buenas noches; antes bien, al salir de su alcoba le jalaba las orejas.
Una historia de fantasmas
Alquilé una gran habitación lejos de Broadway, en un edificio grande y viejo cuyos pisos superiores habían estado vacíos por años… hasta que yo llegué. El lugar había sido ganado hacía tiempo por el polvo y las telarañas, por la soledad y el silencio. La primera noche que subí a mis aposentos me pareció estar a tientas entre tumbas e invadiendo la privacidad de los muertos. Por primera vez en mi vida me dio un pavor supersticioso; y como si una invisible tela de araña hubiera rozado mi rostro con su textura, me estremecí como alguien que se encuentra con un fantasma.
Una vez que llegué a mi cuarto me sentí feliz, y expulsé la oscuridad. Un alegre fuego ardía en la chimenea, y me senté frente al mismo con reconfortante sensación de alivio. Estuve así durante dos horas, pensando en los buenos viejos tiempos; recordando escenas e invocando rostros medio olvidados a través de las nieblas del pasado; escuchando, en mi fantasía, voces que tiempo ha fueron silenciadas para siempre, y canciones una vez familiares que hoy en día ya nadie canta. Y cuando mi ensueño se atenuó hasta un mustio patetismo, el alarido del viento fuera se convirtió en un gemido, el furioso latido de la lluvia contra las ventanas se acalló y uno a uno los ruidos en la calle se comenzaron a silenciar, hasta que los apresurados pasos del último paseante rezagado murieron en la distancia y ya ningún sonido se hizo audible. El fuego se estaba extinguiendo. Una sensación de soledad se cebó en mí. Me levanté y me desvestí moviéndome en puntillas por la habitación, haciendo todo a hurtadillas, como si estuviera rodeado por enemigos dormidos cuyos descansos fuera fatal suspender. Me acosté y me tendí a escuchar la lluvia y el viento y los distantes sonidos de las persianas, hasta que me adormecí.
La célebre rana saltarina del condado de Calaveras
Para cumplir el encargo de un amigo que me escribía desde el Este, fui a hacer una visita a ese simpático joven y viejo charlatán que es Simón Wheeler.
Fui a pedirle noticias de un amigo de mi amigo, Leónidas W. Smiley, y este es el resultado.
Tengo una vaga sospecha de que Leónidas W. Smiley no es más que un mito, que mi amigo nunca lo conoció, y que mencionárselo a Simón Wheeler era motivo suficiente para que él recuerde al maldito Jim Smiley, y me aburra a muerte con alguna anécdota insoportable de ese personaje de historia tan larga, cansadora y falta de interés. Si era esa la intención de mi amigo, lo logró.
Encontré a Simón Wheeler soñoliento y cómodamente instalado cerca de la chimenea, en el banco de una vieja taberna en ruinas, situada en medio del antiguo campo minero de El Angel. Observé que era gordo y calvo y que tenía en su rostro una expresión de dulce simpatía y de ingenua sencillez.
Se despertó y me saludó. Le dije que uno de mis amigos me había encargado hacer algunas averiguaciones sobre un querido compañero de infancia, llamado Leónidas W. Smiley, el reverendo Leónidas W. Smiley, joven ministro evangelista, que había residido algún tiempo en el campo de El Angel.
Agregué que, si él podía darme informes sobre el tal Leónidas W. Smiley, yo le quedaría muy agradecido.
Simón Wheeler me llevó a un rincón, me bloqueó el paso con su silla, se sentó, y luego me envolvió con la siguiente historia monótona.
Durante el relato no sonrió una sola vez, ni arqueó una sola vez las cejas, ni cambió de entonación y hasta el final mantuvo el mismo sonsonete uniforme con el que había comenzado su primera frase. Ni una vez mostró el más ligero entusiasmo.
Los McWilliams y el Timbre de Alarma
La conversación fue pasando lenta, imperceptiblemente del tiempo a las cosechas, de las cosechas a la literatura, de la literatura al chismorreo, del chismorreo a la religión, y por último hizo un quiebro insólito para aterrizar en el tema de los aparatos de alarma contra los ladrones. Fue entonces cuando por vez primera el señor McWilliams demostró cierta emoción. Cada vez que advierto esa señal en el cuadrante de dicho caballero me hago cargo de la situación, guardo profundo silencio y le doy oportunidad de desahogarse. Empezó, pues, a hablar con mal disimulada emoción:
No doy un céntimo por los aparatos de alarma contra ladrones, señor Twain, ni un céntimo, y voy a decirle por qué. Cuando estábamos acabando de construir nuestra casa advertimos que nos había sobrado algo de dinero, cantidad que sin duda había pasado desapercibida también al fontanero. Yo pensaba destinarla para las misiones, pues los paganos, sin saber por qué, siempre me habían fastidiado; pero la señora McWilliams dijo que no, que mejor sería instalar un aparato de alarma contra los ladrones, y yo hube de aceptar el convenio. Debo explicar que cada vez que yo quiero una cosa y la señora McWilliams desea otra distinta, y hemos de decidirnos por el antojo de la señora McWilliams, como siempre sucede, ella lo llama un convenio. Pues bien: vino el hombre de Nueva York, instaló la alarma, nos cobró trescientos veinticinco dólares y aseguró que ya podíamos dormir a pierna suelta. Así lo hicimos durante cierto tiempo, cosa de un mes. Pero una noche olemos a humo, y mi mujer me dice que más vale que suba a ver qué pasa. Enciendo una vela, me voy para la escalera y tropiezo con un ladrón que salía de un aposento con una cesta llena de cacharros de latón que en la oscuridad había tomado por plata maciza. Iba fumando en pipa.
—Amigo —le dije—, no se permite fumar en esta habitación.
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