Cuando Martí se trasladó a México en 1875, recién había concluido toda una era de fuertes convulsiones políticas. La reforma liberal provocó el repliegue de las clases explotadoras más reaccionarias. Grandes esfuerzos y heroísmo se requirieron para limitar el poderío económico de la Iglesia, poseedora de amplias extensiones de tierra. Fue preciso también enfrentar el caudillismo militar reaccionario representado por el General Antonio López de Santa Anna, quien había reprimido a los liberales en sus intentos por ejecutar transformaciones sociales. La pugna de Antonio López contra Valentín Gómez Farías desde 1833, evidenció el dilema político que tuvo que enfrentar la nación mexicana.
De 1846 a 1848 tuvo lugar la guerra entre los Estados Unidos y México en la cual este último perdió la parte de su territorio que comprende los estados actuales de Texas, California, Colorado, Nuevo México, Utah y Arizona. La guerra puso en evidencia el carácter antinacional del clero que le negó apoyo económico al ejército mexicano cuando combatía contra el ocupante extranjero.
El triunfo de los liberales contra el gobierno militar y despótico de Santa Anna en agosto de 1855, abrió una nueva etapa para México. Benito Juárez, designado ministro de Justicia, dictó medidas que expresaban su oposición radical a los fueros del ejército y la Iglesia. Posteriormente se redactó la Constitución de 1857, de carácter democrático-burgués, la cual se mantendría en vigor con posterioridad a la muerte de Juárez, en el gobierno de Sebastián Lerdo de Tejada.
El 11 de enero de 1858 los conservadores depusieron como presidente a Ignacio Comonfort. En estas circunstancias, Juárez se decidió enfrentar a los conservadores golpistas asumiendo la presidencia de la República por ministerio de la ley. El gobierno juarista se estableció en Veracruz, donde dictó las Leyes de Reforma: nacionalización de los bienes del clero, separación entre la Iglesia y el Estado, exclaustración de monjes y frailes, implantación del registro civil y secularización de los cementerios.
Con posterioridad a la derrota de los conservadores en diciembre 1869, Benito Juárez expidió la ley de libertad de cultos y suspendió por dos años el pago del servicio de la deuda exterior, medida que precipitó la ocupación extranjera. La intervención francesa, que instaló a Maximiliano como emperador, no pudo hacer frente a la tenaz resistencia del pueblo mexicano dirigido por Juárez y organizado en guerrillas. Juárez fue reelecto en 1867 y en 1871. Pero desde el triunfo de la República los liberales se dividieron en tres grupos: juaristas, lerdistas y porfiristas. El caudillo Porfirio Díaz desde los tiempos de Juárez se había convertido en una amenaza para la paz ciudadana. Díaz, el futuro mentor de una larga dictadura, se hizo llamar por sus alabarderos «Héroe de la Paz», mientras sus opositores lo consideraban el gestor de una «paz sepulcral».
José Martí arribó a México en el período gubernamental de Sebastián Lerdo de Tejada, quien el 19 de julio de 1872, a la muerte de Juárez, había asumido la Presidencia por ministerio de la ley. Durante su administración se incorporaron a la Constitución las Leyes de Reforma. Los preceptos de la Constitución de 1857 fueron un paradigma para las concepciones democráticas martianas. Martí defendió la obra de Juárez desde la tribuna que le fue cedida en la Revista Universal bajo el pseudónimo de «Orestes».
Orestes se adhirió de corazón a la corriente liberal y advirtió el peligro del porfirismo. Al declararse heredero de la tradición de lucha de liberalismo señaló:
Ondeaba anteayer en Catedral la bandera de la independencia mexicana. La bandera estaba sobre la cruz, porque la cruz se hizo enseña de tiránica ambición y errores tristes. A la par estarían, si la cruz no hubiese horadado y vendido la bandera.[1]
Ideas Políticas
José Martí después de haber sufrido presidio en Cuba y haber sido conmutada su sanción por la del destierro político, se dirigió a España, donde cursó estudios de Derecho, Filosofía y Letras. Posteriormente viajó desde Nueva York a bordo del vapor City of Mérida, el cual desembarcó en Veracruz el 8 de febrero de 1875. Martí contaba en esos momentos con 22 años de edad: su padre, su madre y hermanas lo esperaban en la ciudad de México.
Durante su estancia en México, Martí se afilió a la tendencia liberal por razones de orden ideológico. Su universo de relaciones humanas le facilitó compartir los postulados liberales. Su amigo inseparable, Manuel Mercado, senador de la Repúblicas secretario del Gobierno Federal y ex ministro de Relaciones Exteriores de Benito Juárez, fue uno de los que más influyó en su proyección política. La casa de Manuel Mercado, contigua a la de la familia Martí, era frecuentada por artistas, intelectuales y políticos de filiación liberal. Mercado introdujo a su vecino cubano en la prensa mexicana con algunos trabajos para El Federalista. Fueron Manuel Mercado y los cubanos Pedro Santacilia y Antenor Lezcano quienes recomendaron a Martí con el dueño y director de la Revista Universal de Política, literatura y Comercio, don José Vicente Villada, para que lo colocase en la redacción del boletín. Con el pseudónimo de «Orestes», Martí se dio a conocer como un agudo ensayista político y literario. La revista le permitió relaciones con lo más selecto de la intelectualidad liberal mexicana; hombres como Guillermo Prieto, Francisco Bulnes, Ignacio Ramírez, el poeta Manuel Flores, Justo Sierra y Juan de Dios Peza entre otros. También fueron relevantes los vínculos de Martí con cubanos con los que compartía el exilio político: Nicolás Azcárate, Alfredo Torroella, Nicolás Domínguez Cowan y otros.
En el contexto de la aguda lucha por el dominio del Estado que tuvo lugar durante el gobierno de Lerdo de Tejada, Martí expuso un conjunto de consideraciones que definieron sus posiciones políticas. Nuestro trabajo pretende establecer cuáles fueron las experiencias iniciales que contribuyeron a formar el esquema político martiano a partir de las reseñas críticas de nuestro apóstol al entorno social mexicano.
Durante su estancia en México, Martí consignó conceptos de democracia e independencia originales. Para él, desterrado cubano, la democracia y la independencia debían ser asumidas en el interior de la conciencia individual y colectiva de los hombres.
La democracia como la asunción plena de los derechos del pueblo:
Deben tener los hombres conciencia de sí mismos; como el dominio del monarca necesita el púlpito misterioso del Espíritu Santo (…) Un pueblo no es una masa de criaturas miserables y regidas; no tiene el derecho de ser respetado hasta que no tenga conciencia de ser regente.[2]
Martí concibe la independencia, no como un conjunto de parámetros de orden político, económico o social formalmente establecidos, a los que debe ajustarse cada nación, sino como la asimilación, en la psicología individual y colectiva de los pueblos, de la idea de que:
Un pueblo no es independiente cuando ha sacudido las cadenas de sus amos; empieza a serlo cuando ha arrancado de su ser los vicios de la vencida esclavitud, y para patria y vivir nuevos, alza e informa conceptos de vida radicalmente opuestos a la costumbre de servilismo pasado, a las memorias de debilidad y de lisonja que las dominaciones despóticas usan como elementos de dominio sobre los pueblos esclavos.[3]
Reportando en un artículo titulado «Colegio de Abogados» relataba las palabras inaugurales de Lerdo de Tejada y elogiaba los esfuerzos de su gobierno por consolidar la democracia:
…con la palabra sólida y sencilla dijo bien lo que se proponía con sus clases orales el Colegio: una nación republicana no puede vivir sin el perfecto conocimiento de sus instituciones; los que han de conducir un día por prósperos caminos de la patria, deben educarse rigurosamente, fortalecerse en la conciencia de sí propios, templarse al fuego vivo del derecho, ley de paz de los pueblos libres, en la progresión sucesiva de las leyes de los pueblos de la tierra.[4]
Un elemento clave en las concepciones democráticas de Martí, fue su rechazo a toda forma de poder unipersonal. Por esta razón demandaba que todo líder ejecutivo debía mantener un estrecho contacto y reciproca interacción con las masas electorales. La experiencia política vivida en México conformó su criterio en el sentido que todo jefe de Estado debía fomentar la democracia en forma institucional:
El hombre que rige el gobierno viene a abrir al pueblo los salones donde va a escuchar la libre y no coartada explicación de sus derechos: la primera dignidad de la República, decía con su presencia en el Colegio, que el hombre elevado a la jefatura de la Nación entiende la grandeza venerable de las instituciones democráticas.[5]
Según el criterio de Martí, el Poder Ejecutivo debía ser fiscalizado. El emigrado cubano admiraba el mecanismo democrático por el cual el presidente podía ser sometido a crítica. Como un resultado de un incidente dentro del Congreso, en el que uno de sus miembros acusó a Lerdo de Tejada de violar una ley militar, planteó: «Los tres poderes de la República son esencialmente populares: el pueblo, erigido en Congreso, juzga al elegido del pueblo exaltado al Poder Ejecutivo, acusado ante la Nación por un miembro del pueblo elector».[6]
Identificado con lo que ocurría, escribió:
La libertad ejercía allí la más poderosa de sus conquistas; el jefe de un país es un empleado de la nación, a quien la nación elige por sus méritos para que sea en la jefatura mandatario y órgano suyo: así sean los gobernantes extraviados en los países liberales, cuando en su manera de regir no se ajustan a sus necesidades verdaderas del pueblo que los encomendó que lo rigiese.[7]
En el curso de su relato Martí significaba que el presidente, a pesar de que debía de rendir cuentas de su labor, necesitaba de autoridad y había que proveerlo de los poderes precisos para cumplir sus funciones:
Puerilmente atacada la primera dignidad de la República, la Cámara no juzgaba al individuo a quien se acusaba sin fundamento constitucional para acusar: la ara establecía que, cualesquiera que sean las diferencias que en el seno de las controversias políticas se debaten, no debe herirse la representación más alta del poder, sin un motivo digno de ella y alto establecía la Cámara la alteza de una identidad nacional, necesitaba de la mayor suma de respeto para garantizar la respetabilidad de la nación.[8]
Por estas razones Martí aprobó la posición de la Cámara en defensa del Jefe de Estado: «A observaciones muy notables, honrosos para el Congreso y para el pueblo mexicano honrosos, se presta fácilmente este último acto de la Cámara».[9]
Entendía Martí que todo jefe de Estado debía estar investido de la autoridad necesaria para aplicar la línea política aprobada anteriormente de manera democrática.
Pero la reacción política estaba interesada en desestabilizar el país para reconciliarse nuevamente con el clero y los terratenientes, por lo que no vaciló en crear las condiciones para que una guerra civil fratricida. En estas circunstancias, se le concedieron al gobierno facultades extraordinarias, las que fueron aprobadas por Martí. Señalaba que se debía ser enérgico con la reacción para consolidar el Poder Ejecutivo y Legislativo:
No es dable combatir en el campo a los que no van a luchar a él. Protege la Constitución todos los derechos a cuya sombra extensísima toda clase de crímenes se azuzan, a toda clase de malvado se bendice, y una nueva conmoción desesperada se anuncia y fortalece; para que la misma Constitución esté al fin segura de todo ataque de un partido agonizante, fuerza es que, por algún tiempo, y donde esté amenazada, desaparezca esta protectora, y en su justicia generosísima Constitución.[10]
Martí entendió que la oposición había hecho uso incorrecto de la libertad de impresión y que había tenido un comportamiento irregular en la Cámara. Estaba convencido de que la oposición no tenía el respaldo de los sectores populares y que pretendían entronizar el caos para beneficios de los intereses económicos de una minoría que había sido aceptada por las Reforma Liberal conducida por Juárez:
¿Por qué la oposición habla hoy sin que le responda el país? (…) Hay siempre en el pueblo culpable de vicio o de pereza, gran número de voces dispuestas para escarnecer a quien castiga a sus desidias y sus vicios: hay siempre en las clases desheredarse del pueblo para salir de su miseria, voces que segundan bien la injuria a los que no viven en la misma miseria que los oprime, criaturas henchidas demonios secretos, que lo alivian en clamores airados contra la que la fortuna hizo menos miserable…[11]
En toda la variedad de sus artículos Orestes no pasa por alto la crítica a las clases y sectores más reaccionarios de México. Refiriéndose a la subversión instigada por el clero a través de los gavilleros, señaló:
¡Infames! Pero, ¿no se avergüenzan los católicos mexicanos de acudir para defenderse a estos bandidos prófugos de cárcel, a estos hombres capaces de toda vileza, a los que no cometen un solo acto que no pueda condenarse con arreglo a la ley común? ¿Qué Dios villano es ese que estupra mujeres o incendia pueblos?[12]
El poderío absoluto de los terratenientes sobre personas y propiedades en sus vastos territorios fue duramente impugnado por Martí: «Había un hombre rebelde y funesto, que era en los lugares fronterizos azote de los vecinos espantados, dueño por el castigo y el temor, y causa constante de zozobra».[13]
Martí concibió que el Estado liberal en su proyecto sociopolítico se había apartado de los intereses de los terratenientes y la Iglesia. Por estas razones elogió la posición honesta del gobierno que necesariamente tuvo que combatir a la reacción:
…la vigorosa conducta del gobierno que abriendo en nuestro país época nueva, ni alienta los despóticos señoríos, ni los disculpa en lo que pudieran ayudarles como parciales, ni los mantiene, por temor, donde eran para la Nación amenaza y vergüenza. El gobierno ha hecho bien: justo deshonrar y alabar al gobierno.[14]
La subversión contra los lerdistas tenía el propósito de llevar a Porfirio Díaz al poder. Díaz apoyado por los terratenientes, el clero y el capital extranjero, inauguraría un nuevo orden político vigente hasta 1910 cuando estalló la Revolución Mexicana. Martí, previendo el futuro político de México, advirtió que, a la caída de Lerdo de Tejada, se iniciaría más temprano que tarde un nuevo ciclo revolucionario:
¿Y vertería el General Díaz sangre de mexicanos liberales sobre los atributos presidenciales que desea? ¿Los gozaría con calma después? En el seno de la libertad, ¿es lícito dominarla en provecho propio, llegando a ella sobre cadáveres de hermanos? La tierra misma se alzaría al paso de los combatientes fratricidas.[15]
Respecto al último artículo que publicó en México titulado «Extranjero», Martí, indignado ante el golpe militar que había silenciado las libertades generales, lamentaba que un grupo de fanáticos hubiesen aupado a su caudillo, Porfirio Díaz, a la Presidencia de México. Describe su estado de ánimo en los siguientes términos:
La indignación fuerza potente. Se levanta un hombre sobre la gran voluntad múltiple de todos los hombres; mi voluntad ingobernable se ve gobernada por una altanera voluntad; mi espíritu libérrimo siente contenidos todos sus derechos de libre movimientos y pensamientos; la sangre de mi alma se detiene obstruida en su curso por la sonrisa satisfecha de un jinete feliz y vencedor.[16]
Ciertamente, el escenario político mexicano se convirtió en una verdadera escuela para Martí, muy bien aprovechada por nuestro apóstol desde su estratégica posición como reportero de la Revista Universal. Cuando, en 1892, Martí fundó el Partido Revolucionario Cubano, tuvo en cuenta las experiencias políticas de sus años mozos en el México liberal de Lerdo de Tejada. El órgano de dirección de la revolución que ejerció una democracia centralizada se diseñó de tal manera que no pudiera establecerse en su interior un poder unipersonal. El delegado, según la apreciación de Jorge Ibarra Cuesta, «es alguien por quien se vota a quien podemos ver y someter a crítica».[17]
Sus propios estatutos establecían que el delegado debía informar sus gestiones ante los Cuerpos de Consejo del Estado, responder a sus preguntas y atender a sus indicaciones; pudiendo incluso ser removido de su cargo por el voto unánime de los Cuerpos de Consejo.[18]
Martí entendía que un pueblo no se fundaba como mismo se mandaba a un campamento, y era consciente de que, para desatar la Guerra Necesaria, era imprescindible crear con anterioridad un ejército político. Por estas razones entendía que el delegado debía estar dotado de una autoridad frecuentemente avalada por la comunidad de reemigrados cubanos. Comprendió que la Revolución sería una realidad cuando sus organizaciones y líderes obtuvieran el consenso político de la emigración y pueblo cubano.
[1] Martí, 1963-65 t. VI: 257
[2] Martí, 1963-65: t. VI; 209.
[3] Martí, 1963-65: t. VI, 209
[4] Martí,1963-65: t. VI,209-210
[5] Martí, 1963-65; t. VI, 210
[6] Martí, 1963_65; t. VI 206
[7] Martí, 1963-65, t. VI 206
[8] Martí, 1963-65: t. VI, 207
[9] Martí 1963-65: t VI 207
[10] Martí, 1963-65:t. VI ,212
[11] Martí, 1963-65. t. VI, 244
[12] Martí,1963-65: t. VI, 220
[13] Martí,1963-65: t. VI 258
[14] Martí,1963-65.t. VI,258
[15] Martí,1963-65.t. VI,254
[16] Martí,1963-65.t. VI,362
[17] Ibarra,1980:108
[18] Martí,1963-65.t. I, 266
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