Hernández Echarri, el poeta mártir en su inmortalidad
La primera mitad del siglo XIX recoge los primeros esfuerzos cubanos por la independencia. Separar la isla de la metrópolis española, devino principio básico para algunos de los próceres más importantes de nuestras gestas libertadoras.
En los textos de Historia de Cuba podemos seguir el curso de los acontecimientos, conspiraciones y reveses finales que sufrieron varios de los movimientos y en particular sus jefes. Aquellos cubanos, valientes hasta el sacrificio, se nos revelan hoy día como personalidades de una integridad reverenciable, patrones de una conducta en la que los caracteres románticos y heroicos pugnan por emerger tras cada acto de sus vidas, por lo general, breves.
Puerto Príncipe (Camagüey), Trinidad y la comarca de Vuelta Abajo (Pinar del Río) vivían la efervescencia revolucionaria. Justamente en Trinidad, los líderes se nombraban Isidoro Armenteros, quien ocupaba el cargo de coronel de milicias de la Colonia, y el joven Fernando Hernández Echarri, en quien nos detendremos.
Fernando nació en Trinidad el 30 de octubre de 1823. En la villa natal hizo los primeros estudios y más adelante fue discípulo de José de la Luz Caballero. Se dedicó a la enseñanza y trabajó de ayudante en colegios. Destacó por su aplicación y brillantez, al punto de que el 7 de junio de 1846, el gobernador general de la Colonia le confirió el título de preceptor de instrucción primaria e impartió clases en el colegio El Salvador, en La Habana.
Fueron, precisamente, los proyectos de una Cuba independiente los que hicieron que renunciara a todo y lo condujeron a abandonar La Habana para trasladarse a Trinidad nuevamente. Allí figuró como redactor de los manifiestos del alzamiento en armas que habría de terminar en su ejecución, junto a Isidoro Armenteros y Rafael Arcís, en la mañana del 18 de agosto de 1851, en las afueras de Trinidad.
Pero, sépase, Hernández Echarri dejó varias composiciones poéticas que, sin ser antologables, mucho menos pueden considerarse prescindibles. En tal sentido, José Agustín Quintero escribía que:
Su estilo era pulcro y elegante, con rayos intermitentes de luz y poesía. Filósofo y crítico, la fuerza de su lógica jamás cortó el elevado vuelo de su imaginación. Tenía admirable facilidad para aprender y brillar en géneros opuestos. Parecía que su alma se derretía cuando leía sus versos y que había lágrimas en aquella voz que ningún corazón sensible podía resistir.
Reproducimos aquí un fragmento de su poema «A Cuba» y, sobre todo, rogamos al lector que se remonte, si ha de ser justo, a más de siglo y medio atrás:
Dulce tierra de amor, Cuba inocente, que me viste nacer bajo tu cielo, deja que cante en mi ardoroso anhelo tus bellos campos y tu sol ardiente; deja brotar la inspiración que siento y leda escucha mi cubano acento. (…) Tus campos, Cuba, de eternal verdura, tus altas palmas, tu café aromoso, el jugo de tus cañas tan valioso y tus piñas de célida dulzura hacen tu suelo, virgen y fecundo, envidia al par que admiración del mundo.
Fernando Hernández Echarri no alcanzó a vivir treinta años. Se sabe que se le ofreció la oportunidad de conmutarle la pena si daba los nombres de otros conspiradores y que lo rechazó indignado. Además, se sabe que, estando ya en capilla, se le permitió a la madre verlo y lo halló con una entereza admirable, al punto que se le escuchó decir: «Estoy resignada, porque mi hijo sabrá morir como mueren los héroes».
Huelgan otros comentarios.
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