Todos los días siento el letargo de la muerte, incluso sé que las desapariciones de los otros miembros de esta historia están tatuadas en mi cuerpo. En «El sueño realizado» soy hoy el epicentro de la obra del uruguayo Juan Carlos Onetti. Ahora vivo ese estado de languidez corporal y mental, siento placer: mi cuerpo casi derretido late. Es una iluminación de mi piel y se repite al infinito: mi mirada frente a la mirada de mi creador.
El deseo de morir era ajeno a mí: una imposición de alguien. Mis emociones, mi cuerpo y mi alma estaban escritas por ese hombre que no paraba de fumar y que fingía, como estrategia para que no lo molestaran, que se la pasaba en su cama apuntando con una pistola. Buscaba la muerte porque sabía que ella me acercaría a alguna de sus múltiples vidas breves.
Lo preparé todo. Seguí las instrucciones de su cuento, no puse ninguna objeción, creo que nunca sospechó de mi rebeldía. Me presenté en aquel lugar y le ofrecí dinero a un director de poca monta para que escenificara mi sueño. El directorcito deseaba el éxito, como todos los de su gremio, aceptó mi dinero inventado, aunque real para él, e hicieron todo el montaje.
Rentaron el teatro y conseguí escenificar el sueño de mi creador, un tal Juan Carlos Onetti. Sentí el cuerpo y la respiración del actor cuando se dio cuenta que yo ya no pertenecía a ese mundo. Cómo era posible realizar ese sueño.
Parecía algo tan simple: mi muerte como un espectáculo. Sin lágrimas, sin dolor. Porque el dolor no era mío, era de Onetti; él quería realizar un sueño y se transformó en mí y en todos los otros.
No entiendo cómo puedo ver mi muerte y escribir este texto. Y yo que viví en él, siempre encontré muros en su alma, también amores múltiples y oscuros. Sé que amó a cada uno de sus personajes de forma retorcida y era un monstruo tierno y adorable.
A mi creador le afectaba el alcohol tanto como a los otros hombres; igual que a sus personajes, pero solucionaba las náuseas con más bebida y tabaco. La mujer del sueño, que soy yo misma, acostumbraba sentarse en un café cerca de una universidad a tomarse ella sola dos jarras de vino, al mismo tiempo que fumaba, uno tras otro, pitillos de baja calidad, eran los mejores para morir pronto. Y pensar que es otro el que cumple mi fantasía de muerte.
He llevado esa forma de vivir mucho tiempo. Para los que creen que no sueñan y viven en el mundo de los vivos, les digo que yo, una mujer común, ya grande, con un rubio falso en el pelo, he sido incapaz de amarme.
El problema es aquí, ¿por qué no puedo existir sin él? Mentira. Onetti no es nada sin mí. Él vivió como todos los de su especie: vagó, escribió lo que la voz le dictaba, se embruteció, tuvo visiones. Rechazó a las musas convencionales y, quizá por eso, encerró a sus creaciones en un mundo oscuro, en mapas dibujados a lápiz. Porque la luz se encuentra en esas zonas.
La iluminación puede llegar a través de la inmundicia, ya lo dijo alguien. Quien no sabía mucho de la vida.
Solo algunos como Onetti fabrican de los deseos más encarnados en el alma humana textos muy buenos, universos que se vomitan sobre las convenciones y cuestionan a las instituciones que rigen al cuerpo y al pensamiento. Después de haber realizado mi sueño, Juan Carlos me abrazó muy fuerte y me dijo: «Nos vemos en el cielo, amor mío» y morí deliciosamente entre sus brazos.
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Tomado de Gaceta CCH
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