Una pavorosa representación visual se instala de inmediato en nuestro cerebro cuando leemos la acción que anuncia mataremos al hijo. Imagen tan fuerte que nos crea la ilusión de tratarse de un compendio poético intimidante. Sin embargo, algo de esa construcción consigue suavizar la carga (también de inmediato), quizás el peso luminoso de la voz plural y el plazo que concede la conjugación del verbo en futuro, todo sumado al contrapeso gráfico de la minúscula inicial reiterada en los titulares.
Mitigaciones que, de otros modos, seguirán apareciendo en algunos de los versos y están anunciadas en el primer texto («¡dulce vida lorine!»): «en medio del calor de la noche se puede hallar la sabiduría de una grosella […] se puede hallar y una no saber/ de qué van a servirte ese y otros conocimientos».
Desde el siguiente poema («este es otro movimiento») comienza el soliloquio, cuya intensidad convertirá en dos al hablante, dando por sentadas la aceptación y legitimidad de cada parte. En la marcha de los procesos creativos de este libro y en su versión pública confluyen lo vital y lo textual; la autora [Leyla Leyva] escucha, capta y translitera las escenas con exactitud. La virtud consiste en saber (y poder) apresar-soltar-tomar: «asentí porque estaba cansada/ porque tenía miedo/ porque no imaginaba otra forma de abandonarme al horror sin un testigo».
mataremos al hijo[ii] es justamente: soliloquio sincero, discurrir, representación dividida del yo real, recurso que no siempre puede usarse con eficacia si no se acoge la impiedad y la rispidez de cada una de las más profundas verdades, razonadas y gritadas desde la total intimidad: «temporadas en las que fui solo desperdicio […] comer/ excretar/ excretar / comer».
En general, históricamente, el poeta ha cantado y compartido alegrías. Pero más, mucho más, dedica tiempo a juntar sus propios pedazos, esas heridas que va dejando el forcejeo permanente con la vida. El libro mataremos al hijo es una propuesta para humillar dolores, destinos, flaqueza de espíritu, amenazas, desilusiones, golpes inesperados y profundos.
Directa, o sesgadamente, y pasando por encima de aprensiones, la poeta nos está compartiendo visiones alucinadas, afiebradas, diría yo: «todo y nada se ha dicho con el hacha casi». Sus estrofas son espirales que rondan el límite, fragmentos de un espejo en el que podemos mirarnos y reconocernos sin pudor.
Una de las pautas fragmentadas de la filosofía social como compensación salvadora podría ser la que emana de esa propuesta de idea-decisión (mataremos al hijo) que lleva implícita el vaciado de las emociones, el retorno al instante primigenio de nuestras vidas para, situados en el lugar cero, multiplicar direcciones y sentidos en beneficio del estado de armonía que reclama el espíritu en circunstancias extremas. Vaciaremos el alma de emociones; en algún momento de nuestro camino, si fuera necesario, pondremos fin a nuestro yo, recomenzaremos, pariremos el hijo una vez y otra vez. Volveremos al primer día, al momento en que fuimos la nada.
Todo porque «el dolor no tiene significado. No tiene acantilados puros», verdad poética de Anne Carson (entre las que presiden el libro), señal por donde pudiera conducirse la lectura de las páginas de este poemario-laberinto-punzante, de exquisito lenguaje que, en cada línea, explora con gentil atrocidad el deber ser del individuo. La poeta consigue que el lector, más que fisgón inútil, canalice sus duras contiendas y angustias y, junto a ella, sane. Idea esta que, en el fragor de la escritura del poemario y dada sus vivencias generadoras, quizás resulte contradictoria: sanar parece un imposible.
Cada razón poética del libro está marcada por la contundencia y la espesura del pensamiento de la autora. Como si no fuera posible sofocarlo, sin el menor descuido, el ritmo de la escritura involucra y salta cualquier distanciamiento. El paroxismo de los versos revive en carne ajena la intensidad de un dolor que, durante y después de la lectura, seguirá gravitando con su calada cercanía.
Amósferas y sucesos acontecen como flachazos y conforman el tejido de la tesis atroz, perturbadora (matar al hijo), a la vez, balsámica como ultimátum poético pues, sin renunciar a la dureza que desencadena, se impone el derecho a la más ambicionada paz.
mataremos al hijo expresa una ausencia aparente de disyuntiva que va a quedar zanjada durante la lectura: la propia violencia anulará toda la violencia. La promesa de renacimiento está contenida en el diálogo que sostiene con una de sus alter ego en el libro, la poeta norteamericana Lorine Niedecker. Ese intercambio lírico[iii] es la clave: las flores del agua se alimentarán del agua, bajarán despacio, hasta el fondo, y luego emergerán rodeadas de retoños que irán recreando los nuevos paisajes. Más que devorar el agua, los rebrotes se volverán agua. Agua-mundo, naturaleza, estación/realidad/paraíso buscado y encontrado.
[i] Texto leído en la presentación del libro mataremos al hijo, de la poeta Leyla Leyva. Día 24 de febrero de 2024, Sala Lezama Lima, Parque Fortalezas Morro Cabaña.
[ii] Libro digital publicado este año por Letras Cubanas, editado y cuidado por el poeta Leymen Pérez; con una bella imagen de cubierta (de Rolyn Pérez), que refuerza la lectura y, también, subraya gráficamente la expresión del título. Dirección artística y de cubierta: Suney Noriega. Esperemos que el libro pueda, próximamente, circular en soporte papel con la misma calidad de esta su primera edición.
[iii] Cuyo referente es el exergo del poema-proemio ya citado «¡dulce vida lorine!. Nada sobra en el libro. Todos los elementos tributan a una mejor lectura: dedicatorias, exergos, subrayados, nombres.
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