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La primera vez que hablamos fue en la Ciénaga de Zapata, en los portales de una tienda turística frente al Museo de Girón, haciendo tiempo para dar cobertura a algún suceso que ahora no recuerdo, ella para TV Yumurí y yo para el periódico Girón. Maylan Álvarez (Unión de Reyes, 1979) fumaba un cigarro tras otro, en tanto conversábamos sobre algunas crónicas suyas que había visto, muy poéticas. Luego, ya en la etapa en que empezábamos en Ediciones Matanzas, ella como publicista y yo como corrector, me pidió que estuviera a cargo de la edición de su primer libro, de entrevistas, y un poco más adelante sorprendió a todos con su conmovedor poemario Naufragios del San Andrés (Premio Calendario 2011 -Editorial Abril, 2012), al que inconscientemente contribuí de alguna manera. Es que le regalé la Antología de Spoon River, de Edgar Lee Master, al que ella terminaría rindiendo homenaje desde esos Naufragios… que, por cierto, provocaron una gran polémica en su momento, más que nada por ese deseo suyo de fijar su tiempo, que hereda de la periodista que no ha dejado de ser y marca toda su obra literaria.
Tras pasar algunos años haciendo de relacionista pública en negocios privados, etapa en la que siguió escribiendo con persistencia, hasta tener ya más de una decena de libros (de poesía, literatura para niños y jóvenes y testimonio), Maylan Álvarez está de nuevo en Ediciones Matanzas, a donde ha vuelto desde hace unos meses, integrando el equipo de redacción de su revista homónima; así que aprovecho la cercanía que vuelve para seguir ese diálogo que siempre hemos tenido…
—Vistos de conjunto todos tus libros, en los que incursionas en varios géneros literarios, podría decirse que constituyen un fresco de tu vida, dan fe de lo que has sido pero también de lo que te rodea, la gente, los lugares, los procesos… Hay un deseo de fijar tu tiempo…
Dice el poeta (y mi amigo) Leymen Pérez que hasta en mi poesía se palpa la influencia del periodismo. Y creo que sí, pasaron muchos años antes de publicar literatura. De hecho, primero fue el magisterio, el periodismo y después todo lo demás. La influencia del día a día como reportera por tanto tiempo es innegable. Tengo afán siempre por contar sobre cuanto me rodea: lo que he sido y lo que estoy viviendo. Me considero una gota en el océano de la humanidad. Por ello, todo cuanto he sido y lo que estoy viviendo, también le pertenece a otras gotas: otros seres como yo que sienten tener algo que decir. Y eso es dejar testimonio, un legado humilde, sí, pero con ganas tremendas de haber influido alguito en el tiempo y la gente que me ha correspondido.
Digo las cosas como son. Como las veo. Y las veo con crudeza, sin medias tintas. Donde hay belleza, siento que hay que nombrarla. Si algo está mal, hay que decirlo también y yo creo que en mis libros, en mis artículos, hasta en mis poemas más recientes y en los que ya estoy maquinando, sobreabunda ese testimonio contemporáneo. Este es mi tiempo y a él me debo.
—Esa vocación testimonial implicó polémica para tu primer poemario, Memorias del San Andrés. Es un homenaje a Unión de Reyes, pero el hecho de que, a la manera de la Antología de Spoon River, partieras del camposanto, de nombres e historias reales de gente que allí reposaba, trajo equívocos, incomprensiones…
Eso fue por culpa tuya. Tú me regalaste la Antología… y cuando la leí, algo en mí cambió de sitio. Supe que Unión de Reyes era algo semejante a Spoon River y eso debía escribirse. Aún no dejo de agradecerte.
Ayayay. Todavía hablo de Naufragios del San Andrés y siento que me ahogo en esas aguas turbulentas que nunca ha visto correr el río de mi amado pueblo. Excepto cuando hay ciclón y se inunda, claro está.
Después que ganó el premio Calendario, se publicaron algunos poemas de Naufragios… en El Tintero —el suplemento del periódico Juventud Rebelde—, por lo que se visibilizó un poco; creo que de no haber sido por esto no habría causado tal revuelo, habría sido quizás una recepción más sosegada…
Pero pasó lo que pasó. La gente de mi pueblo no entendía cómo yo podía hablar de sus historias (mías también, que conste en blanco y negro). Y me juzgaron con fiereza, con esa crueldad de la que son capaces los pueblos pequeños. Visceral. Una tarde de camino a mi casa solo faltaron piedras, porque las injurias y las malas palabras sobreabundaron por las barbaridades que yo había escrito. Un vía crucis en cuatro cuadras. Aún recuerdo algunas caras posesas de aquella época que ahora, como los relojes de Dalí, se derriten en saludos afectuosos cuando visito mi pueblo.
Me doy cuenta, tantos años después, que quizás debí publicar los textos cambiando los nombres de sus protagonistas. Pero era joven, impetuosa. Pretendía posicionar otro ladrillo en el enorme palacio que para la literatura y la cultura en general construyeron Regino Pedroso, Abelardo Estorino, Pablo Quevedo, todos los García, Pedrito Vera, hasta el bailarín unionense por excelencia: Malanga. Y hacer de albañil me costó.
La cosa llegaría hasta los mismísimos oídos de Abel Prieto, entonces Ministro de Cultura, y yo me tuve que atrincherar unos días en Matanzas, esperando que las aguas turbulentas del San Andrés se aquietaran. Te digo que hasta me echaron brujería en la puerta. ¡Siá, cará! Mi abuela Alfonsina Dulce María estaba que trinaba. En el portal, ante el «excelso consejo de las viejas del barrio», me defendía a rajatabla, pero en la cocina insistía una y otra vez que si yo no podía haber escrito de otros temas que no fuesen las vidas ajenas. Mi mamá, por teléfono, comentaba que el pueblo se había dividido en dos bandos: los que me defendían y los críticos literarios. Medio en broma, medio asustada, yo le respondía que al final de la jornada había puesto a leer, nada menos que poesía, a un pueblo entero.
En fin, que Naufragios del San Andrés, mi primer y más sagrado poemario, nació de cesárea, sangrando mucho. Desde la foto que ilustra la cubierta aún me vigilan/protegen mis bisabuelos paternos. ¿Mi pueblo? Me disculpó, eso creo. O me entendió, comprendiendo, eso creo, que siempre reverenciaré mis orígenes y a la mujer de tierra adentro que soy, que viaja conmigo, que descansará conmigo en el panteón familiar. Aunque tengo advertido hace mucho que esparzan mis cenizas en el San Andrés.
Pero no puedo terminar de responder una pregunta tan especial (corazón adentro) hablando de mi muerte. ¡Solavaya! Prefiero cerrar con algo que dijo Omar Valiño durante la presentación de Naufragios del San Andrés en la Feria Internacional del Libro de La Habana. Un delicado elogio que selló mi amistad y respeto por él. Entonces comentó que, de no existir geográficamente, yo había inventado un río para la literatura cubana. Recordándolo me emociono aquí solita en casa y pienso en mi abuela Alfonsina (a propósito, todos le decían Brujo), en que no reinará nunca más en la cocina y que ojalá hubiera podido escuchar en aquella tarde a Omar y a todos los que me ovacionaron.
—Luego tus libros de poesía se movieron hacia lo que pudiéramos denominar un extrovertido intimismo, un sujeto lírico que se centra en el entorno más cercano, en la familia, los amigos y en sí…
Esto me sabe a viaje poético. Pues abróchense el cinturón, que ese es uno de mis temas favoritos, la poesía (que no el único, justo por este tiempo me fascinan los cactus).
En este viaje, me acompañan aquí en la mesa todos mis libros y juguetes de Fabio, mi segundo hijo, en el resto del espacio que dejé libre. Fabio, por cierto, es otro tema para abrocharse el cinturón.
A mi derecha, Tratados de la mala hierba (Ediciones Áncoras, 2014), en el que buscaba ahondar en temas más universales desde mi yo personal. Ahora arreglaría detalles en dos poemas, quitaría de otros tres textos, pero solo lo necesario… Esa inocencia poética me colma, me satisface grandemente.
Un tincito más allá está La dulce superficie de la vida (Ediciones Vigía, 2016), así con ese título a lo Ivette Cepeda. Poemas breves, desde la rutina femenina, publicados también con la traducción al inglés de mi hermano Pedro Enrique Pérez Oliva, acompañados por la música de Robert Plant y Led Zeppelin, escritos mientras lavaba, leía sobre Babel y la Caballería Roja, comiendo carne de puerco o sufriendo porque se me rompió un plato blanco, bebiendo leche con pan en la saleta de mi casa en Unión de Reyes.
Y allí está el que autorreferencio como mi libro irreverente: Otras lecturas del cuerpo (Ediciones La Luz, 2016), en el que me pongo uyuyuy con el cuerpo femenino como objeto. En sus páginas la anatomía humana femenina encuentra su espacio lírico. Le dedico con total desfachatez y mucho rigor «cerebral», eso sí, poemas a mis orejas, a mis oídos, a los muslos, a las cicatrices de las cesáreas, a la menstruación, a mi vagina… De más está que apunte que este último poema en específico le encanta a los auditorios más disímiles: recuerdo que hizo enrojecer su poquito al embajador de México en Cuba por aquellos momentos…, aunque a su esposa le encantó.
Por cierto, en aquella plaquette artesanal singularísima y provocativa: Body Art (Ediciones El Fortín, 2013) se preanuncia en tres poemas lo que sería después Otras lecturas… Me gusta mucho, mucho, esa plaquette. Mientras la diseñaba, Rolando Estévez, director de El Fortín, generó una muestra personal fotográfica que luego se expuso en la Uneac matancera; y para qué hablar de su perfomance cuando Body Art se presentó en marzo del 2015 (yo estaba embarazadísima de Fabio) en el Museo Farmacéutico.
Y aquí tenemos a This bag is not a toy (Ediciones Matanzas, 2020), que es el libro de la soledad. La mía, la tuya, la de todos y todas. Son muchas voces y una sola, con una ironía insalvable, rayana en la terquedad, que a ratos me asusta cuando leo en público alguno de esos poemas.
El espacio vacío es para A mí también me olvidarán, que saldrá este año, también por Ediciones Matanzas. He sido muy feliz con mis libros hasta ahora, pero este cierra un ciclo vital. Constituye mi libro más íntimo, el más Maylan. Regreso a Unión de Reyes, pero puertas adentro de Álvaro Reynoso no. 7, mi casa allá. Hablo de mis muertos, de mis deudas, de mis sentimientos encontrados, de la Maylan niña hasta desembocar en la Maylan mujer y madre, transitando por la muerte de mi mamá y de mis abuelas: los momentos más jodidamente espantosos de mi existencia.
Otro vía crucis, pero autoinfligido, quitándome la venda de las llagas cada dos por tres. Este es un poemario que me trae en vilo y David López Ximeno, uno de mis más infaltables amigos y un poeta grandioso, me amenaza con que será todo un éxito de taquilla… Con ese criterio confirmo una vez más que a la gente que te ama, no se le puede creer todo lo que dicen. La crítica que se encargue. Escrito está.
—Has ido perfilando una manera de decir muy particular, desde la llaneza, desde la más cruda sinceridad y en ocasiones con ese desparpajo que tiene tu Fulanita la Contemplativa…
Ay, yo quisiera que Fulanita la Contemplativa fuera mi alter ego lírico. Pero hace más de diez años que estoy escribiendo un poemario con este personaje y no logro engancharlo en ningún circuito. «Yo siempre quise gritar esto», que es como se llama, no logra publicarse, mucho menos ganar un concurso; con lo que me gusta este poemario, en el que Fulanita masculla cada cosas… que Maylan y la flor de loto que me habita jamás dirían, mucho menos en un poema. Despotrico de la sociedad, de lo preconcebido, de la falsedad humana, de las instituciones, como si el mundo fuera mi finca platanera.
Sí, hay crudeza en el lenguaje y en los temas, pero un exceso de sinceridad no le hace daño a nadie, según mis estadísticas personales, mucho menos a la gente que me conoce. A lo mejor es el libro que me lanzará al estrellato a lo J. K. Rowling, pero de momento con él no ha pasado absolutamente nada. La gente conoce a Fulanita, pero ella quiere más, más y más. Las femme fatale somos unas incomprendidas…
Mis libros de poesía soy yo, a veces más arrebatada, en otros momentos más sardónica. En ocasiones hasta con matices políticos que no preví, pero sí, ahí están. Sobre todo, creo que está la voz de una mujer en las diversas etapas de su vida. Y esa mujer que soy tiene disímiles maneras de decir las cosas.
No sé cuántos me conocen o me siguen. Me conformo con imaginar a una mujer desconocida que alguna vez lloró con mis poemas.
—Le has regalado un libro de cuentos a cada uno de tus hijos. No sé si pensarás tener más descendencia, pero sí sé que tienes nuevos libros de literatura para niños y jóvenes, uno de los campos literarios en los que has incursionado desde perspectivas muy peculiares…
Creo que ya cumplí el plan en cuanto a reproducción se refiere. En cuanto a la literatura para niños debo decir que es una necesidad, una prioridad en mi vida. La asumo con sinceridad llanera. Poca gazmoñería. Historia atractiva. Personajes creíbles. Ah, y coincido con el rey José Manuel Espino: que le gusten a los adultos tanto como a los niños. Acá en Cuba se escribe bueno y menos bueno tanto para lectores infantiles, como para los adultos. Y hasta donde he logrado leer lo escrito out of Cuba, lo mismo.
Pero a mí esas etiquetas, ni me van ni me vienen. La literatura es un planeta en sí mismo y lo que hace la diferencia son los lectores que le habitan. Me hago a la idea de que cualquier niño polaco o del África Subsahariana bien puede leer mi cuento Payaso, publicado por Selvi Ediciones, en España, como lo ha hecho mi vecinita.
Es lo que he tratado de hacer desde cada uno de los libros que he escrito para este tipo de lectores. Desde El mundo de Marcos (Ediciones Aldabón, 2005) y Un patio para Fabio (Ediciones Aldabón, 2019) hasta otros dos ya concluidos, aún inéditos.
El mundo de Marcos y Un patio para Fabio nacieron desde el amor a la familia. Son las anécdotas de mis hijos y en ellas me acompaña mi esposo Aramis. Hace poco una jovencita me comentó que al leerlos creía estar oyendo hablar y hasta regañarla, a su mamá. Esa es la idea. Soy una madre que quiere narrar para todos los niños del mundo. Y regañar también, si hace falta.
Te decía que tengo otros dos libros aún inéditos. Acabo de concluir El amor es gordo y otros cuentos para niños y niñas que saben volar. Comenzó como un divertimento para regalarle a una amiga cuentos que acompañaran a sus títeres digitales y terminó en Book Antiqua, tamaño de fuente 12, a espacio y medio, en cerca de cuarenta cuartillas del Microsoft Word. Y tengo escrita una novela para adolescentes. De ella no quiero hablar porque está participando en un concurso. Así que Brujita, brujita, estáte calladita. Tengo cruzados los dedos para que todo se me dé.
—Te he oído decir que tus primeros textos datan de mediados de los noventa, que tu padre guardaba en un closet un premiecito de entonces…
Si aquí pudiéramos poner una foto, todos verían mi primer premiecillo, que encontró papi en una gaveta de mi casa unionense. En una tabla pirograbada aún conservo ese reconocimiento del Taller Literario del Ejército Central a uno de mis cuentos de aquella época como Camilita. Está fechado en octubre de 1995. Mira que he tratado, hasta con autohipnosis, pero ni atrás ni alante, con la máquina del tiempo a cuestas, recuerdo de qué va el dichoso cuento.
En cambio, sí evoco perfectamente mis lecturas por esos años: todo Poe, algo de Carpentier, Isabel Allende, Naborí, Guillén, Lorca me gustó cantidad y todo el Corín Tellado que me cayó en las guardias del Punto de Control de Pase. Cómo olvidar aquel «…y la penetró debajo del cocotero». Corín aún tiene todo mi respeto: eso sí es fundar un clásico en la vida de una adolescente.
—Recuerdo esa época tuya en el periodismo. Tus crónicas en TV Yumurí, el telecentro matancero, muy marcadas por la poesía…
Comencé en TV Yumurí en el 2004. No recuerdo cuántos años estuve allí, si seis o siete. Pero el periodismo se tatuó tanto en mi piel que la gente de mi barrio versallero, si va a dar mi dirección, habla de la casa de la periodista. Aún me recuerdan en los pases para la revista Buenos Días, aunque los periodistas más jóvenes solo me conocen como escritora o como editora. No saben que por esos pasillos de TV Yumurí muchas veces corrí como alma en pena que lleva el diablo por una noticia que La Habana estaba esperando, o para Hoy, el noticiero de la tarde matancera, y aún no había pasado por edición lineal.
También hacía notas para Radio 26 si solo yo estaba en un lugar para cubrir una noticia o de vez en vez iba para la Ciénaga de Zapata contigo para hacer el Humedal del Sur, suplemento de Girón. O hacía de locutora, eso me agradaba mucho, para programas de la parrilla diaria. O de guionista.
Aprendí de los mejores de aquel momento y traté de marcar con un poquito de poesía los trabajos que me asignaban, esos que olían a crónica.
Pero no soy fiel a mí misma si omito que viví momentos difíciles con coj… El viajeteo Matanzas-Unión de Reyes, Unión de Reyes-Matanzas era de lo peor, aún con la inclusión de los cientos de amigos de carretera que hice. Eso y las incomprensiones laborales y los dobles discursos y el reunionismo y las imposiciones y… Y otros y que para nada empañan en mi memoria romántica las otras tantas buenas y mágicas cosas que me pasaron.
Ah, sin mis papás y mi abuela Brujo, jamás hubiera podido ser periodista.
Aprendí, claro que aprendí a jamás perder mi capacidad de asombrarme, a prestar oídos, escuchando historias de todo tipo, a hacer las preguntas correspondientes y que jamás conllevaran a un parco sí o un no, acentuado con la cabeza. Subí a helicópteros, conocí a presidentes, a escritores foráneos, visité los lugares más variopintos y conocí personas, uf, que le ponen la piel de gallina de la emoción a cualquiera en el planeta.
Algo quedó en mí, para siempre, del lenguaje periodístico y lo uso como mi arsenal diario a la hora de comunicarme. (La muchachita es medio petulante con eso, qué se le va a hacer. Ese tatuaje no está a flor de piel y la tinta contiene plomo…). Sobre todo aprendí que ser periodista es una vocación de por vida. Que cuando se es periodista, siempre se es y eso hay que honrarlo.
—Siguiendo esa vocación, tu primer libro fue de entrevistas…
Efectivamente. 12 creadores entrevistos. Coordenadas de arte y literatura fue asomarme, niña deslumbrada, por una hendijita del telón para otear el escenario cultural matancero. Faltaron nombres, pero no habías más espacio físico y Matanzas es una ciudad que le ronca de gente grande, muy grande. Me quedé con ganas de poner en la cubierta 120 creadores entrevistos… Y me quedé con ganas de entrevistar a Carilda Oliver Labra y a Digdora Alonso. Aunque yo sé que en esta vida no se puede tener todo.
—Después vino La callada molienda, un muy libro trascendente, que aporta a nuestra historia; pronto sale de nuevo por Ediciones Matanzas…
Es mi libro más complejo. Sobre el cierre de los centrales en Matanzas, la provincia más azucarera de Cuba. Un libro del dolor, una herida que supura con su poquito de pestilencia. Y lo digo con cierta malicia y conocimiento de causa.
Todo comenzó con mi poema «La callada molienda», que dio título a un dosier poético sobre el azúcar, convocado por Mayreen Ditta y Liuvan Herrera Carpio, los editores por entonces de la revista avileña Videncia. Ellos me compulsaron a ahondar más en el tema.
Es curioso que mientras ejercí como reportera, en Matanzas se cerraban centrales, hecho que dio luz verde a la Tarea Álvaro Reynoso y a otros proyectos sociales, muchos fallidos. Incluso, cubrí noticias de reuniones entre trabajadores azucareros y el mismo Ulises Rosales del Toro, entonces ministro del sector, y aun así no le presté toda la atención que ello merecía. Solo vine a hacerlo cuando comencé a pensar en La callada molienda como libro, como un texto contenedor de una parte de la historia cubana no contada en su totalidad.
Después que su proyecto ganó el Premio Memoria, empecé pregunta que te pregunta a todos los viejos a mí alrededor y ahí está la voz de muchas personas trasmutadas en un solo reclamo: ¿en cuál lugar de la historia patria se extravió el sector económico más importante de todos los tiempos? ¿Cómo hemos llegado a esta debacle azucarera?
Han pasado siete años y La callada molienda está menos callada que nunca. Para este 2022 Ediciones Matanzas lo publica otra vez. Estoy actualizando datos de interés, sumo dos nuevos testimonios y un enjudioso prólogo del economista Juan Triana Cordobí. Para esta ocasión, cuento con la ayuda monumental de mi editora, la doctora Alina Bárbara Hernández López.
—Después de una etapa en la que fuiste su publicista, has vuelto a Ediciones Matanzas. ¿Cómo te va en esta nueva época?
He roto con ese mito de que al lugar donde fuiste feliz no debes regresar. Me inicié como publicista de la editorial; después vendría la edición.
Al responderte ahora, reitero mi total adhesión a Ediciones Matanzas. La siento, seguro tú también y nuestros demás compañeros, como el Árbol Madre en Avatar. (Si te ríes, eres hombre muerto). Eso es sagrado y así de sagrado es mi trabajo ahí. Fíjate que se unen las cosas que amo: casa, hogar, familia y letras: literatura, libros, autores y un larguísimo etcétera.
Trabajar en Ediciones Matanzas es una condición, un privilegio para unos cuantos escogidos. Te decía lo del Árbol Madre porque logramos interconectarnos tanto unos con otros, que todos manejamos los libros que editamos, los proyectos personales, las situaciones personales. Eso, como una familia. Una familia donde prima el respeto, el respeto a la inteligencia y la rarísima capacidad de escuchar atentamente cada chiste, cada anécdota o la queja del prójimo. Un don extinto, la verdad.
Y aquí, en una misma oración, hay que hablar de Alfredo Zaldívar y de Johann E. Trujillo, respectivamente director y diseñador de Ediciones Matanzas. Creo que ellos ni bien saben la magnitud de su impronta en mí. Ellos siempre están ahí, en su estado natural y una cree que no la van a sorprender más. Entonces ¡abracadabra!… sacan de la manga, con la destreza del prestidigitador más connotado, la idea más loca, más aturdidoramente genial para hacer un libro más, una plaquette más, un evento más, una Feria más. Y una cierra la boca y asume el milagro y la magia y te crees que eres parte activa de la magia milagrosa.
Y después de ellos, no muy alejados, mis compañeros todos, abrazándonos bajo el Árbol Madre como una sola tribu, dando lo mejor para que Ediciones Matanzas siga siempre marcando ese ritmo trepidante que la caracteriza dentro de las editoriales de su tipo en el país.
Me gustaría un aparte final dedicado a mi trabajo en la revista Matanzas. Soy deudora de un montón de estrellas que ha dejado su carne viva en la revista. Empezando por el propio Zaldívar. Es un honor, un asiento en primera fila trabajar ahí y yo solo estoy dando mis primeros pasitos de bebé. Ay, qué riquera: Beatriz Ferreiro es mi compañera de fórmula, antes lo era Yanira Marimón. ¿He dicho con anterioridad lo afortunada que soy como profesional?
—¿Podrías entrar en trance y pedirle a ese alter ego tuyo que es Fulanita la contemplativa que me eche una mano y diga algo para cerrar esta entrevista?
Que Fulanita la Contemplativa cierre con broche de oro… Por lo menos que cierre este diálogo contigo y con los lectores que me amarán o me tratarán con absoluta indiferencia. Que de todo hay en la viña del Señor.
«Rogativa por un último llamado de atención»: Las mujeres contenidas,/ elegantes/ y cultas/ como yo,/ nunca,/ jamais,/ never,/ nimmer,/ нареч,/ decimos malas palabras…// …las escribimos en los poemas,/ o las susurramos en los oídos.
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