Está llena de vida la casa, de sonriente luz inundadora. Como ella misma. Carmen abre enseguida la puerta del diálogo y de la amistad. Era la primera vez que yo llamaba a su puerta. Cuando quiero darme cuenta estamos tomando café, hablando de todo, como la cosa más natural del mundo, como si reanudáramos conversaciones que nunca tuvimos, horas y días en que no nos conocíamos.
Está llena de sol la casa, un alto palomar bondadoso, sencillo, feliz, habitado de vida, donde pronto se advierte, en invisibles señales del aire, que allí hay niños que van, vienen, juegan, estudian, cantan, sueñan, viven. Lo espontáneo sometido a lo consciente, o algo así, decía Juan Ramón que era poesía. Lo espontáneo y lo inteligente de la mano, a un mismo tiempo, en una pieza, algo así me parece Carmen Laforet en los diez primeros minutos de charla, esos diez primeros y decisivos minutos reveladores donde o se sintoniza y ya todo se entiende o estamos perdidos para siempre.
Uno puede explicarle a una persona su previa simpatía, su antigua admiración al encontrarse por primera vez con ella. Pero resulta difícil decirle lo amiga nuestra que la habíamos sentido, sin habernos visto nunca. Hay criaturas que vienen con nosotros, que nos han acompañado tiempo y tiempo y cuya presencia, un día, no hace sino confirmar lo que ya sabíamos de antemano. Hay ciudades que ya habíamos conocido antes de nuestra primera visita y gustado la luz de sus plazas, el aire de sus calles. Hay situaciones y palabras que al estrenarlas, parecen reavivar recuerdos que teníamos olvidados.
Todo esto me ocurre en el primer encuentro con Carmen Laforet y el temor a que no hubiera sucedido así me hizo demorarlo, aplazarlo. Todo esto, con algunos otros alrededores, es lo que pienso, como paisaje, mientras la oigo y me oigo hablar, viéndola, con manos finas, nerviosas, aclaratorias, subrayar, matizar, darle vuelo a sus palabras claras, rápidas, bien entonadas que fluyen, como su risa.
Hace sol. Es un día luminoso o a mí me lo parece. También hace sol al lado de Carmen Laforet.
«Escribo porque me gusta, claro. Pretendo, naturalmente, que también a mis lectores les guste lo que escribo. Pero este gusto por escribir yo te diría que lo he encontrado después, que no lo he notado hasta ahora. Ha sido ahora, al darme cuenta de que escribo y, además, ahora que es cuando creo que empiezo a escribir.»
Lo dice con risa. Con sonrisa. Es expresiva su palabra y su gesto. Revelan seguridad sus juicios y, a la vez, hay como un candor de colegiala en esta madre de cinco hijos, en esta escritora de tan claro y luminoso talento natural como ella misma y que, estoy seguro, ella no advierte.
No, no tengo demasiada preocupación estilística ni me atormenta tampoco el corregir, darle vueltas y más vueltas a las palabras, si es eso lo que quieres decir. Escribo como mejor sé y puedo, claro. Es posible que luego me señalen alguna repetición, un giro, un matiz, o que yo misma me dé cuenta de ello. Entonces, si estoy a tiempo, lo corrijo. Si no, lo dejo.
A Carmen lo que sí le preocupa es la construcción de la novela, la vida de sus personajes. La historia que se cuenta. La unidad de la obra. No me parece inoportuno recordar, aquí, que su padre era arquitecto.
Eso sí, antes de ponerme a escribir una novela me lleva bastante tiempo su preparación. Tomo muchas notas y lleno muchas hojas. Escribo mucho en torno a cada personaje para calarlo mejor, para estudiar sus reacciones, para relacionarlo con los otros y es frecuente que en este trabajo me vaya por caminos insospechados a los que no volveré, por historias que luego no utilizo. Una vez que lo tengo bien visto lo más frecuente es que luego prescinda de muchas cosas. Entonces, sí, escribo ya rápidamente.
Así, rápidamente, de un tirón, jugosa, fresca y oliendo a vida, nos llegó aquella primaveral novela de Carmen Laforet, que tanto mundo literario posterior hizo posible. Creo que, por entonces, casi todos los muchachos que llegábamos a la universidad nos enamoramos un poco, no sabría decir bien si de la autora de Nada, cuyo retrato tan familiar se nos hizo, o de Andrea, la cálida y sensible inquilina de la casa de la calle de Aribau, sin cuya compañía sería difícil ya después pasear el bello laberinto del barrio gótico de Barcelona.
Hasta los críticos más exigentes reconocerían luego, que la novela se vendió como el pan. Hasta los lectores más perezosos dirían más tarde que se la leyeron de un tirón. Pero Carmen, y ahí estuvo su fidelidad a sí misma, la avisadora señal de su personalidad, no se fue por ningún camino fácil, no explotó el éxito. No se dio prisa. Siguió, a su aire, a su paso y a su ritmo.
Hay preguntas que uno hace en función del lector, como si éste nos apuntara y nos animara a formularlas. Esta es una:
¿Qué novela tuya te gusta más?
«La última es la que más me gusta siempre. Me gusta, sobre todo, cuando la estoy escribiendo; luego, una vez terminada, es posible que empiece a gustarme un poco menos.»
Sin que lo diga es fácil adivinar que prefiere la esperanza del mañana al recuerdo del ayer. Estar más pendiente, preocupada por lo que hace y va a hacer, antes que pararse en el gustoso recreo de lo ya hecho, me parece espléndida señal de vocación, primero, pero, además, de juventud. Si no estuviera evidente este acento juvenil en su talante, en su aire y donaire, en su optimista sentido de la vida, ya sería una clara y alumbrante clave esta de su animoso y decidido fervor creador.
¿Reconocerías en tus relatos, en tus novelas, una influencia del cine, algo así como si dijéramos un ritmo cinematográfico?
«Creo que no, pero bueno, si tú lo dices es posible. Supongo que el cine ha podido influir como en todos, como algo que está en nuestro tiempo. Voy al cine, claro, pero no locamente. No sé.»
Carmen parece bien dispuesta siempre para escuchar los argumentos del otro. Lo que no quiere decir que los acepte, así, sin más ni más. Así como su fino instinto la hizo salvarse de entrar en la alborotada trastienda que es la vida literaria para dedicarse a la vida y a la literatura, también me parece que poco la han perturbado los adjetivos penúltimos que cualquier crítico le haya puesto a sus obras.
«Yo creo que el escritor tiene que escribir, nada más que escribir. Es cosa del crítico, del lector, también, claro, decir luego lo que le parece, si le gusta más o menos.»
No hay indiferencia en el juicio ni ironía. Hay sencillez, claridad. Creo, además, que hay acierto. Porque el autor, el escritor, a poco que se descuide, si está pendiente del crítico, corre el peligro de volverse loco.
Así, con inocente sorpresa, ella ha podido escuchar a mi paisano, el observante y lleno de olfato literario profesor Alfonso de Hoyos, señalar que el dinero es un tema común en la obra total de Carmen Laforet, que sirve de base para el entramado de una compleja serie de problemas humanos.
Hablamos, claro, de literatura. De novelistas.
«He leído mucho, siempre. Mi padre tenía una buena biblioteca. Me gustó leer como me gusta escribir. Creo que siempre.»
«A Proust mucho, sí. Su famosa novela es uno de los pocos ejemplares que guardo de mi adolescencia.»
Y salta al medio de la conversación, con boina y todo, don Pío Baroja.
«Era un ser encantador, una persona adorable. Le han querido poner una fama de huraño, de misógino, pero creo que era todo lo contrario, y a las mujeres siempre nos trató bien.»
«Me niego a aceptar ese encasillamiento de la mujer novelista como una especie aparte. Cada novelista da sus novelas. Sea hombre o mujer. Con estas o las otras variantes y estilos.»
«No, no he escrito nunca poesía.»
Sin embargo, cuánta y qué honda sustancial poesía hay en la creación de Carmen Laforet. En sus relatos, en sus ambientes, en esas criaturas que pueblan su mundo.
Le pregunto por la novela norteamericana y por la ola joven de la pretendida objetividad.
«Los he leído creo que a todos, pero te diría que no me gusta más el que todos dicen, Faulkner. Pienso, ante alguna de sus obras, que es un esfuerzo excesivo el que exige del lector y que no sé si siempre compensa.»
«La novela objetiva me interesa como escritora que soy. Es decir, como algo que pertenece a mi oficio; pero te confieso que como lectora, no.»
«Sí, posiblemente sea un camino. Me parece que no es un resultado. Tal vez suponga mucho en experiencia y ganancias para mañana, no sé.»
«Leo unas cosas como lectora, porque me gustan, me divierten, me apetecen. Otras, en cambio, las leo como escritora porque me parece una obligación.»
Hay disyuntivas que son falsas, por no decir estúpidas, en su planteamiento. Uno lo sabe. A veces casi irritan. Por ejemplo, cuando nos preguntan qué preferimos, si el mar o la montaña. Con lo bonito que es preferirlos a los dos. Como si uno excluyera al otro. Pero, a sabiendas de todo ello, aunque vida y literatura no pueden excluirse ni preferirse, me gusta indagar qué es más fuerte en Carmen, si aquella o esta, si vivir la empuja y gana al escribir.
«Decididamente, la vida. Pero, bueno, yo en la vida pongo también la literatura.»
«Pues, hombre, me gustaría no morirme hasta que me dejara de gustar vivir, cosa difícil porque sospecho que siempre estaré muy entretenida y no veo fácil perderle el gusto a la vida, a pesar de todos los pesares.»
Hemos charlado mucho en la casa, pero luego nos hemos ido a la calle a seguir la conversación. Es una tarde luminosa o me lo parece. Jovial, colegial, con un atuendo deportivo, Carmen se presta de muy buen humor a fotografiarse ante un «fuera bordo» varado en pleno Madrid y al lado de unas altas pilas de esas novelas llenas de personajes que son las guías de teléfonos. La gente, al verla, vuelve la cabeza (Mira, Carmen Laforet). Creo que Carmen no se ha dado cuenta.
Le quedan luminosidades isleñas, mediterráneas y castellanas. Pero, mejor, no le quedan. Las da. Le queda algo de acento canario.
«Tengo mal oído para la música. Quizá por eso no me llegue tanto en la vida. Y por eso, también, conservo aún algo de acento canario.»
Se nos incorpora Vicenta, la Majorera, la mujer de la cara de barro cocido, de La isla y los demonios.
«No, no he estado nunca en Fuerteventura. El personaje es pura creación, claro que favorecido por los tipos que yo veía en el ambiente de Las Palmas.»
»Tampoco he estado en Murcia y en aquel paisaje del sudeste, en un lugar inventado, Beniteca, sitúo la acción de mi última novela, La insolación.
«Creo que divertirá. La literatura también debe servir para eso, para divertir, para entretener. Lo mejor es escribir y que te entiendan.»
Carmen me cuenta que ahora, entre novela y novela, trabaja en una biografía de Zorrilla, de don José Zorrilla. Me extraña mucho.
«Pues tiene una vida extraordinariamente amena y divertida. Y un humor grande. He investigado mucho y fíjate que lo que más odiaba en su vida eran las mujeres literatas.»
«No, a mí tampoco me interesa su poesía, pero su vida sí. Sus memorias están llenas de interés y de gracia. Bueno, y de aventura. Tuvo siempre grandes amigos. Te gustará.»
Estoy seguro de que Carmen Laforet va a ponerle una aureola de simpatía a Zorrilla. Y me parece una nueva explicación de su afán de veracidad, de no conformarse con los lugares comunes.
Hablamos de Simenon. Yo soy partidario y prodigo las alabanzas para este que me parece, como González-Ruano, un escritor fenomenal.
«Estoy de acuerdo. A mí me gusta mucho y creo que es algo así como el Balzac de nuestro tiempo.»
Hablamos de los padres y los hijos. Noto que está contenta con los suyos. Que es dulce y amorosamente exigente con ellos. Y hablamos de la amistad entre padres y hijos.
«Sí, me parece bien, claro, pero sin pasarse de la raya, porque no es conveniente que vean asomos de debilidad en nosotros, que somos su apoyo.»
Sin preguntárselo y sin saberlo me imagino que Carmen ha luchado mucho. No siempre le fue bien. Ni aun cuando mejor le iba. Pero ella guarda lo malo para ella y ofrece lo mejor a los demás. Ella en un ser luminoso, alegre, que irradia felicidad en su torno. Llena de encanto. Como su obra. Toda.
***
Tomado del sitio web oficial Carmen Laforet
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