Antonio Machado reina entre los poetas supremos que ha dado España, así desde que en el siglo XV se desató la serie de las cimas del idioma, que halló esplendor en el XVII, y altos momentos en el XX. Machado vino como a recordar que la poesía de lengua española tiene un lugar de calidad y belleza en la literatura mundial. Tan alta es la cifra de su creación en versos. Todo cuanto toca Antonio Machado, lo convierte en poesía.
No sé bien si el nacimiento en cuna intelectual, en el seno de una familia de creadores, afinó su vocación. No siempre nacer en un medio culto define la vida de un artista, parece que hay que nacer tal, pareciera que los genes han de traer esa información con el individuo, que se activa cuando las condiciones son propicias, y a veces incluso cuando no lo sean. Machado, nacido en 1875 en Sevilla, era hijo del ilustre folclorista don Antonio Machado y Álvarez, quien también fue padre de Manuel Machado, poeta grande al que la merecida fama del hermano y la más escasa divulgación de su obra personalísima lo hacen menos conocido, pero no menos singular.
La cuna sevillana pudo serles muy favorable, la formación, el propio fervor del padre por los asuntos literarios, por la compilación folklórica, por las bellísimas coplas, sevillanas, serranillas, seguidillas, romances que recogía, deben de haber contribuido poderosamente en la formación poética de ambos niños. Antonio no fue un poeta del cante jondo, él se puso a conversar más con los filósofos, se metió en honduras de los grandes alemanes Kant y Hegel, pero no hizo de su poesía un reservorio de saber, sino un puente, un gran puente entre la reflexión y la belleza desganada en la maravilla ambiente. Dígalo sus poemas a los árboles, dígalo ese singular Campos de Castilla.
Y me he puesto a reflexionar yo mismo ante su hermosa obra, que si un poeta cubano titula un libro «Campos de Mayabeque», o de Camagüey, o de Manzanillo, no se sentiría tal vez el esplendor con que Machado exploró Soria y su entorno, y colocó un título llamémosle «corriente» a un conjunto poético de alta jerarquía, así, el andaluz declara: «Mi infancia son recuerdos de un patio de Castilla».
En 1903 aparece Soledades, su primer libro de poemas. El propio poeta afirmará en 1917 que escribió los textos entre 1899 y 1902, bajo la influencia que ejercía sobre él Rubén Darío, pero con deseos de seguir camino diferente. La influencia dariana evidencia el influjo que el Nuevo Mundo ejercería en la primera formación de Machado. En él la intensidad de la poesía de Darío no tuvo la acogida que le dio un poeta anterior a él, Salvador Rueda, ni la visión reflexiva de un Unamuno. Machado se abrió a la enseñanza del mundo natural, miró hacia el árbol seco que de pronto echaba una rama como un milagro, ve y describe, pero no es un descriptivista, porque lo que ve ha sido transformado, tomado en su visión poética, ve en el paisaje humano lo que de poético tiene, ese efímero pasar que nadie iba a cantar mejor que él, porque es un poeta del tiempo, de la temporalidad fugaz, no empeñado en fijar lo instantáneo, sino en hacerlo notar, en hacer ver que ese momento efímero es parte de la eternidad, la que ve en el paso de las gentes sencillas que: «no conocen la prisa», porque: «Son buenas gentes que viven, / laboran, pasan y sueñan / y en un día como tantos / descansan bajo la tierra».
A partir de Soledades. Parece que para él lo efímero es la eternidad misma, ese pasar sin grave huella, ese transcurso que es sobre todo poesía de la existencia, sin que el existencialismo, que como filosofía ha de llegar en seguida desde la conocida Francia,se asiente en él como desesperanza: la realidad es esa, ni protesta contra la temporalidad transfugaticia, ni se amarga en un canto elegíaco: él ve vivir, y en esa cotidianeidad admira la trascendencia de lo efímero. Con este libro obtuvo un éxito quizás inesperado para el propio poeta. En 1907 publicó nuevas obras junto a Soledades, refundidas bajo el título: Soledades, galerías y otros poemas. Ese año empieza a trabajar como profesor de francés. Su vida de profesor la dejó reflejada más tarde en uno de sus poemas esenciales: «Meditaciones rurales», que comienza singularmente: «Heme aquí ya, profesor / de lenguas vivas», pero se sentía «aprendiz de ruiseñor». No se advierte en sus versos soberbia alguna, solo un dejarse llevar por el ritmo de la vida, por los paisajes humanos y de la naturaleza, cuya faz lo deleita.
Dos hondos acontecimientos históricos marcaron su vida de hombre de paz: la Primera Guerra Mundial, y el preludio de la Segunda, que en la Guerra Civil española se ensayó en el propio suelo natal del poeta. Tanta barbarie guerrerista, lo descolocó. El tiempo entre estos dos acontecimientos viene a coincidir con los momentos más fecundos de su obra y su vida. No solo era un poeta, sino también un sutil pensador que no solucionaba el pensamiento como filósofo o como historiador, sino precisamente como poeta. Su agudeza se concentraba en un saber para la poesía, en una cultura que iba más allá que la libresca, si bien Machado fue un fervoroso lector de temas filosóficos.
¿Preocupación trascendente? Machado, poeta de signo trascendentalista supo enfocar muy bien su sentido de la intimidad: «¿Todo para los demás? / Mancebo, llena tu jarro / que ya te lo beberán». Un jarro lleno y una sed de siglos se aúnan en sus páginas. Agua del río de Heráclito, como la vida toda, fluye en cada verso machadiano; agua de la poesía que espera saciar a muchos cuando ha rebosado al poeta que canta para todos desde un yo irredento, sufriente, altamente creativo. Cuando visité con unos amigos su tumba en la pequeña ciudad francesa de Colliure, sentí una extraña emoción: allí no hay un monumento enorme, no hay una gran escultura, solo una tumba, y era como si de ella se levantase constantemente el grito de España, la voz de un poeta eterno que nunca pretendió «la gloria, / ni tampoco la memoria», pero que desde allí, alejado de las tierras andaluzas y castellanas, dicta su gloria y su memoria, la de un poeta tan inmortal como lo pueda ser un hombre en las arenas del Río del Tiempo. Antonio Machado: entre las voces, una.
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