Maestro de maestros, fundador de nuevos tiempos para la poesía, el padre lírico Charles Baudelaire (1821-1867) fue un poeta parte-aguas, albatros él mismo, pues su voz se elevaba con maestría a través de sus versos, mientras que a su alma le era difícil deambular sobre la tierra. Aunque fue considerado «poeta maldito», la trascendencia de su obra y la herencia lírica que dejó tras sí lo sitúan más bien como un poeta-bendito.
Extensa es su obra, pero lo que marcó la diferencia son dos libros suyos: Las flores del mal (1857) y los Pequeños poemas en prosa o Spleen de París (1862). Sobre sí mismo, sobre su contrición, escribió en el poema 139 («Un viaje a Citera») de Las flores del mal: «¡Ah, Señor!, ¡dame fuerza y coraje para/ contemplar sin repugnancia mi corazón y mi cuerpo!», lo cual es, en dos versos, un mensaje de desgarramiento extraordinario. Si como se ha dicho ese «Señor» fuese en verdad el Demonio, de todos modos un anhelo de espiritualidad y de limpieza humana lo vindica.
Lo que está detrás de estos súbitos baudelarianos puede ser la sexualidad, pero también la solicitud de drogas que estimulasen su vida. Alguna dosis de sadomasoquismo, incluso sólo mental, puebla las páginas de ese libro singular. En sus versos, él es un sí mismo y a la vez un otro. Esto debe haber influido poderosamente sobre Arthur Rimbaud, el gran revolucionario de la poesía que vendrá detrás, después del maestro Baudelaire. Pero en este poeta hay un afán de huir de lo natural, de buscar refugio en las cosas artificiales, y sentó las bases de lo que luego se conocería como «el arte por el arte», pues para Baudelaire lo artificial es un escape de lo utilitario, de lo manido por la realidad. También anticipó a los existencialistas, acaso solo por el desprecio al vivir cotidiano. En ese sentido, la praxis poética es redentora, aleja al ser de la vulgaridad consecutiva, de la hechura en moldes, de la complacencia por la rutina y de la despersonalización.
«Correspondencias», tan importante poema, busca en la realidad una mirada-otra, hasta sentir que «los perfumes, los colores y los sonidos se corresponden». O sea, los principales sentidos humanos para la aprehensión del mundo no desarrollan su acción por separado: el olfato, la vista y el oído trabajan en común para la aprehensión y así el poeta apela a una poesía sensorial, rica en matices.
¿Es el poeta un escapista? Se diría más bien que constituye una fuerza (la fuerza de la poesía) de oposición a lo burdo y de asunción de los sentidos hacia una realidad creada por el artificio del arte. En ello, Baudelaire se arriesga a asumir el Mal como redención, la Muerte es para él una salida radical de la vorágine circunstancial. Frente a la tradición cristiana del Bien, Baudelaire quiso contemplar al Mal como redentor, al grado de desprejuiciar la mirada sobre lo que se consideraba maligno.
Quizás fuese un poeta anti-Ronsard, un continuador del desenfado de François Villon, un discípulo de Teophile Gautier, a quien superó. Aún siendo en la forma un real tradicionalista (de la versología francesa), sus contenidos poéticos son tan fuertes que presentan ellos mismos la extraña novedad que se propone en Las flores del mal. Claro que sin la poesía de Baudelaire no habría un Rimbaud, y tampoco un Jean Genet. Ya se sabe que Eliot, en especial en «Tierra baldía», resultó deudor del gran poeta francés.
Se ha escrito que tuvo una vida desordenada, bohemia, ligada a ambientes marginales y finalmente enfermó de sífilis, que, junto a otros males, le condujeron a la muerte a sus cuarenta y seis años. Sus amoríos con una mujer mulata, Jeanne Duval, ocasionaron escándalos en la sociedad de París de la segunda mitad del siglo XIX («Contienes, mar de ébano, un sueño deslumbrante»), mientras el poeta descollaba como crítico de artes pictóricas y musicales y como traductor, sobre todo de Hoffmann y de Allan Poe.
Demostraba al medio intelectual francés que él no era un autor improvisado, sino alguien que opinaba con solidez de juicio. Sin embargo, al publicar Las flores del mal, se le acusó y procesó por ofender la moral y las buenas costumbres. Sus coetáneos no comprendían que este poeta llegaba para partir las aguas, para revolucionar la palabra poética. Baudelaire logró, a pesar de todo, una reedición ampliada de su polémico libro en 1861. Al morir, seis años después, gozaba de prestigio autoral, y comenzó de inmediato a ser considerado como el adalid de la nueva poesía.
Los encendidos versos finales de Las flores del mal quedan resonando:
¡Derrama tu veneno y que él nos reconforte! Hasta tal punto el fuego nuestros cerebros quema que queremos rodar al fondo del abismo, ¿que importa Infierno o Cielo? ¡al fondo de lo Desconocido para encontrar lo nuevo!
Tal búsqueda de novedad se paga socialmente. Como en su soneto «El albatros», Baudelaire se desplazaba mal en su medio, envuelto en el mundo de la prostitución, las drogas y la enfermedad venérea. «La curiosidad nos tortura y nos echa a rodar, / como un Ángel cruel que azotara los soles», dijo en «El sueño de un curioso». Y le ocurrió como en su poema sobre las lesbianas Delfina e Hipólita: «…vuestro castigo nacerá de vuestros placeres». En «Las joyas» aprecia a los «Ángeles del mal», pues Baudelaire tenía conciencia de lo maligno, lo que se aprecia con claridad en su breve poema «El vampiro».
Siendo un clásico, un genio de la poesía, su obra ofrece lectura muy grata. Hay decenas de traducciones al español, Rubén Darío y Julián del Casal se lo sabían bien, verso a verso. Baudelaire logró saltar las barreras de un idioma, del suyo francés rico en poetas. Un párrafo de uno de sus Pequeños poemas en prosa, viene ahora, aquí, a rendirle homenaje mientras él se dirigía a la diosa Venus:
Y dicen sus ojos: Soy el último, el más solitario de los seres humanos, privado de amor y de amistad; soy inferior en mucho al animal más imperfecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, para comprender y sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa! ¡Tened piedad de mi tristeza y de mi delirio!
¡Piedad! El clamor de Baudelaire aún se siente entretejido en sus versos, incluso en los más serenos.
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