
William Blake (1757-1827), por la gracia de la poesía, dibujó, pintó, escribió y pudo ver a los ángeles bajar hacia los árboles. Fue un artista extraordinario. ¿A quién referirnos, si él fue varios, legión? La poesía y la pintura lo definen, pero fue asimismo un místico, un hombre que vivió para la imaginación. Él es un conjunto y un gran creador, marcado por su carácter difícil y su sentido visionario del mundo. Se formó en un hogar cristiano, con un fuerte influjo bíblico, pero en su arte se dan cita la realidad y lo irreal, lo visible y lo invisible, la dicotomía entre el ser y el no-ser. Vio figuras angélicas entre los segadores en plena faena en el campo, vio la cabeza de Dios asomada a la ventana de su alcoba. ¿Cuánto más vio que conmovió al poeta?
En la «Introducción» a Cantares de inocencia ya vimos al tipo de poeta que él prácticamente inaugura: el visionario, alucinado, deslumbrado y deslumbrante. Nos dice:
Soplaba mi flautín por valles silvestres,
tocaba canciones de júbilo afable,
en una nube distinguí a un niño,
que con risas me dijo:
«¡Sopla un cantar que hable del Cordero!»
Y lo toqué con ánimo risueño.
«Flautista, sopla de nuevo ese cantar».
Volví a hacerlo: lloró al escucharlo.
La naturaleza le habla, los árboles sobre todo, la flora en general, la fauna, y el medio campestre le insufla el entusiasmo como a un romántico. En «El pastor», brevísimo poema, fulge esa belleza del oficio del pastoreo, como herencia, tal vez, de la poesía amorosa pastoril: «¡Qué dulce es la dulce fortuna del Pastor!» El grado de idealización ya tiene fronteras indefinidas con la mística. Hay risa y llanto en sus versos, recogimiento en su yo profundo y exaltación de lo externo embellecido por su mirada, a todas luces bajo el influjo de la inocencia infantil. Su mundo se halla al parecer sin pecado, pero no es un Edén donde el ser no sufra, puesto que sufre, como se ve en «El deshollinador»: «Cuando mi madre murió yo era muy joven, / y cuando mi padre me vendió mi boca / apenas podía gemir, gemir, gemir, gemir». Pero aún ante la agresividad del mundo el sentido de la inocencia parece algo angélico, tanto en bondad como en la mirada franca del orbe. El chico de «El deshollinador» sale a la vida cada amanecer: «Si bien la mañana era fría, Tom se sentía feliz y abrigado; / pues quienes cumplen sus deberes nada tienen que temer».
Creía en la igualdad, ya fuera esta racial o sexual, no tenía prejuicios que limitasen la vida de la mujer, fue bastante feliz en su matrimonio con una mujer a la par visionaria como él. A la larga, tras su muerte, fue reconocido como santo por la Ecclesia Gnostica Catholica (de Aleister Crowley), de modo que se le vio como un iluminado, un hombre capaz de poner en versos y en imagen al gnosticismo del mundo místico y esotérico. En «La imagen divina» está muy claramente expresado su sentido de la fuerza divina del cosmos:
Pues Misericordia, Piedad, Paz y Amor
son Dios, nuestro padre amado,
y Misericordia, Piedad, Paz y Amor
son el Hombre, su hijo y su desvelo.
Un libro que cuente con los versos de Blake y con sus dibujos y reproducciones de sus pinturas, es siempre una obra preciosa. Este poeta logró aunar ambas artes en un solo cuerpo elevado, complementarias en él al sumo grado. Esa simbiosis está en letra en «Un sueño», y en su pintura en El fantasma de una pulga. La hormiga del poema y la pulga en figura humana del cuadro dialogan, o se tocan por el sentido visionario del hombre que es capaz de ver lo que otros no pueden siquiera bosquejar. No tuvo hijos, pero su sentido de la inocencia pudo haber hecho sentir que él mismo era su propio hijo. Blake tenía uno de esos espíritus insólitos en que lo surreal es forma de vida, en que lo insólito y lo maravilloso eran lo cotidiano o visto en la inmediatez.
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