Una de las mayores poetas de lengua portuguesa, la magnífica Cecília Meireles (1901-1964) dejó detrás de su vida una honda repercusión en la poesía brasileña. Su más famoso verso: «Yo canto porque el instante existe» («Motivo», de Viagem) plantea una divergencia o quizás una reacción o (di)versión ante la idea de Descartes: «Pienso, luego existo». El filósofo francés había colocado a la existencia en el lado del cerebro, o sea, de la razón, no en el de otras vísceras, como el famoso corazón (Pascal: «El corazón tiene razones que la razón desconoce»), mientras que la Meireles determina que su canto, por tanto ella misma como poeta, se halla del lado de la existencia del instante. La poesía se hace con instantes, con pasado, con evocaciones, con ensueños, y sueños, y pesadillas. El cantar poético vibra en la emoción, en los sentidos, en el intelecto.
Y el instante es un presente que la poesía detiene. Quiere la poesía ser intemporal, ganar la batalla vital a la prolongación del tiempo, de lo infinito. Como Whitman, Meireles canta a un sí mismo que es el instante, y en él aprecia a la eternidad. Ella es de una tierra de poetas de gran estirpe, digamos: Olavo Bilac, Carlos Drummond de Andrade, João Cabral de Melo Neto, Manuel Bandeira, Mário Quintana, Manoel de Barros, Cora Coralina, Adélia Prado, Ferreira Gullar, Ledo Ivo, Carlos Nejar, Vinícius de Moraes, Murilo Mendes, Thiago de Mello. La lista es larga, mucho más larga. Pero Brasil ha sido isla lingüística por siglos, y sus voces mayores raras veces despuntan como universales, o al menos como universalmente conocidas.
Cecília fue maestra y periodistas (sobre todo de temas pedagógicos), y escribió varios libros de poemas para la infancia, desde sus dieciocho años de edad, su poesía comenzó a ser leída en todo Brasil. Después de los años treinta viajó por muchos países en los que ofrecía recitales poéticos y conferencias. Puede decirse que tuvo una activa vida intelectual.
Conservo un billete de 100 cruzeiros, con el rostro de Cecília Meireles. Me encantó que Brasil llevase a su moneda corriente la faz de los poetas, no solo de ella. Creo que, en las nuevas emisiones de moneda de ese gran país, ya se perdió ese mérito. Fue en mi primer viaje al país del Amazonas y la samba, sobre 1992, cuando comprendí que, como Cuba, Brasil es propietario de un pueblo surrealista. Tuve en ese año magníficas oportunidades, como la de conocer muy ancianito al gran Mário Quintana en Porto Alegre, a quien debo dedicar un medallón. En la rápida visita en su habitación, él sentado en su cama, algo nos dijimos sobre Cecília, y al viejo poeta le brillaron los ojos de manera especial. Hay en culto por esta mujer y su hermosa poesía, la de sus libros Criança, meu amor (1923), Baladas para El-Rei, (1925), Viagem (1939), Vaga Música (1942),Mar absoluto (1945), Canções (1956) entre otros varios. A partir de Viagem dejó de ser una seguidora de los simbolistas, y comenzó a catar la vida, a la propia y a la ajena. La pérdida de muchos familiares (como Luisa Pérez de Zambrana en Cuba, como Dulce María Loynaz) no agrió su carácter (su primer esposo se suicidó en 1935), pero la hizo asumir un tono a veces metafísico semejante al de una zona de la poesía de Fernando Pessoa.
Es famoso su poema «Este es el pañuelo»:
Este es el pañuelo de Marília,
por sus manos bordado,
ni con oro ni con plata,
solamente a punto cruzado.
En «Mar absoluto», es poema central del libro homónimo, el mar:
No me llama para que ande sobre él
ni dentro de sí:
mas para que me convierta en él mismo. Es su máximo don.
Y en Solombra (1963) reclama:
Quiero una soledad. Quiero un silencio,
una noche de abismo y de alma inconsútil,
para olvidar que vivo —liberarme.
Esos tres momentos de su «canto» dan una ligera idea de su batalla con las palabras y de la belleza de su voz.
Se advierte en su poesía una cercanía constante con el agua, ello la acerca, solo por el tema, a la Dulce María Loynaz de Juego de agua (1951), que en Meireles es sumamente importante: «El agua de mi memoria devora todos los reflejos». En sus «Quadras» (cuartetas) vibra aquella que dice:
Los remos baten en el agua
tienen que herir, para andar.
Las aguas lo van consintiendo—
ese es el destino del mar.
Canta a la lluvia, al llanto, al río, al rocío…, el agua se expande por su obra de manera discreta, como en pinceladas. Pero pareciera que ella se refiere siempre a los llamados cuatro elementos, por su constante alusión a la tierra, al aire y al fuego. Si ella ama el instante, este tiene su aquí y su ahora.
Autora central del llamado «modernismo» brasileño (correspondiente a las vanguardias euroamericanas), Cecília Meirles no dejó de preocuparse por el regazo íntimo del hogar, madre de tres hijas, escribió para ellas, así como para otros familiares, se refirió a la vida de sus coetáneos, alabó a la naturaleza sobre todo arbórea, disfrutó de la circunstancia y en ella, en su poesía, reina la presencia corporal secundada por una visible espiritualidad. Bello es su poema «Profundidad de insonmnio» («En el insomnio feliz es que se conoce el aroma cierto»), o se eleva cuando dice, con sencilla ingenuidad en O esto o aquello (1964), que «El mosquito escribe»: «Pues escribir cansa, / ¿Es verdad, muchachos?». Asimismo, pero más grave en Solosombra aquella idea lírica de:
Pero la sangre del amor tiene sueños y silencios,
sabe de lo que aparece apenas porque pasa:
espera sin temer que el universo se explique.
Es ella una poeta esencial, de las que da goce leerla, y dolor de letras, y alegría de rosas. Cecília es la gran voz femenina de un Brasil enorme, que tiene que ser develada en el rango de los grandes poetas de la especie humana.
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