Hay poetas a los que uno debe acudir con cuidado. No se llegue a la obra poética de Dulce María Loynaz (1902-1997) con el prejuicio de ser una labor de solo intimidad subjetiva y en exceso emotiva. Más allá del impulso emocional, que preside muchos de sus poemas, más allá de la acrecida sensorial, esta poeta vibra con un sentido que se va del mero impresionismo.
Singularizó un estilo comedido pero apasionado, que decía mucho más de lo que a primera lectura podía captarse. Desde Versos (1937) Dulce María Loynaz mostró una capacidad de síntesis y una inclinación al lirismo de intimidades, que serían esenciales en sus libros posteriores: Juegos de agua (1947), Poemas sin nombre (1953), Carta de amor al rey Tut-Ank-Amen (1953), Obra lírica (1955), Últimos días de una casa (1958), y otros que habrían de aparecer en sus años finales de vida.
Se ha dicho que estuvo casi treinta años «marginada», pero con Dulce María no sirve esa palabra pues en verdad nunca lo estuvo. Ella estaba siempre en su centro, otra cosa es que estuviese «apartada», que renunciara a cierto compromiso social que implicase praxis política de algún tipo. Ya ella y sus hermanos habían elegido una vida relativamente retirada antes de la Revolución de 1959, pero solo relativamente, pues hacían bellos saraos, fiestas sociales, asistían a encuentros de la élite adinerada habanera, esto más que nada Dulce María, debido a que su esposo era un famoso cronista social, cuyas crónicas a veces redactaba ella misma.
Tras 1959, no se apartó para nada de la vida intelectual, continuó reuniendo a la Academia Cubana de la Lengua en su casa, tenía correspondencia con personalidades de Cuba y del exterior, recibía a numerosos intelectuales, pero no publicó más hasta los años ochenta. Pablo, su marido, se fue a los Estados Unidos a principios de los años sesenta, pero ella no quiso irse de Cuba, claro que no tenía ningún compromiso con el nuevo régimen social cubano, pero no era una disidente. Dulce María jamás estuvo lacerada por lo canónico social, ella era el centro de su vida y de su mundo, decidía sobre sí misma en las cosas fundamentales, no se molestó por protestar por ningún tipo de «apartamiento», no buscó ni cultivó a nadie para que la «relanzara» en el orbe literario, se quedó quieta incluso escribiendo un poco más en prosa, y casi nada más en versos. Se estuvo tranquila, segura de sí, hasta que la «redescubrieron».
Luego le llegó hasta el Premio Cervantes y yo observé de cerca la maratón de premios y distinciones y condecoraciones que recibió en los diez años finales de su vida, parecía que los inventaban para ella, que las personas sentían la necesidad de halagarla, y creo que ella «se dejó querer», a veces tal vez abrumada por tanto cariño. Todos fuimos a su casa, ella no salió a buscar a nadie, de modo que más bien los que estábamos al margen éramos nosotros, al margen de ella, pues sin dudas fue la reina de su tela, como una Penélope tropical, o el punto de apoyo de un compás que se abría o cerraba a su voluntad.
Había una dosis de actitud franciscana en su amor por los animales, su preocupación por las gentes que sufrían y su propia voluntad de no sentirse nunca una persona diferente y por encima de otras, ni siquiera por su propia condición de mujer de una clase social que estaba entre la burguesía —de la que no formaba parte estricto sensu, pues no era dueña de fábricas ni administraba obreros— y la aristocracia —lo que tampoco era, pese a algunos ancestros nobles, porque no tenía título nobiliario—. Pero sí era mujer de herencias, con solvencia dada por las propiedades heredadas. No obstante, se dio en buena parte de su juventud y madurez una vida de viajes y placeres no ortodoxamente franciscanos.
Las célebres fiestas en su residencia podrían desmentir su inclinación hacia el Santo de Asís, pero hay que tener cuidado con toda afirmación rotunda y recordar que era la esposa de Álvarez de Cañas, un hombre mucho más dado al boato, a sus vínculos con las élites sociales e incluso gubernamentales… Dulce María prefería la sencillez y el recogimiento y lo demostró en los cuarenta últimos años de su vida, y eso es mucho tiempo. Como consideraba que entre sus antepasados había un santo (San Martín de Loynaz), que ella veneraba, de todos modos había espacio en su corazón para San Francisco, y buena parte de su praxis vital se inspiraba en sus enseñanzas.
Ella no hablaba mucho de religión, aunque en su obra hay una decisiva influencia cristiana. Yo escribí, en un texto sobre su obra lírica, que ella hacía cierta «poesía religiosa». No le gustó mi afirmación, y me lo dijo en una carta, de modo que antes de publicarlo modifiqué un poco el texto que escribí sobre su poesía, pues ella tenía razón, su poesía implica fe, no la excluye, pero no la adopta como dogma y programa de vida y mucho menos como proselitismo o como registro estético central.
Leerla es una experiencia para la relectura, porque en una sola no se aquilata su valía y profundidad, dada la relativa sencillez con que se expresaba. Ella no fue un autor barroco, no utilizaba los tropos con crudeza, acudió a un decir discreto que engaña al lector, que puede visualizar una «poesía mínima» cuando su escritura en verdad esconde y deja, de todos modos, ver una grandeza de ánimo expresivo. Algunos críticos españoles de los tiempos en que ella ganó el Premio Cervantes —solo por su novela Jardín ya lo merecía— se engañaron ante la posible lectura, se quedaron en Versos, no avanzaron en el caudal lírico de esta mujer capaz de incluso filosofar o decir asuntos eróticos con una naturalidad asombrosa. Y el asombro ante su poesía es ese: haber logrado decir su mundo por medio de una llaneza y un léxico que nos son cercanos, como si dialogara, como si tendiera el puente lírico que ya se ha dicho: de alma a alma. En el mundo sensible cubano, ella fue y es en su obra una dama de identidad y de mesura. Cuidado al leerla, hay letra profunda.
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