Acabo de leer completamente la edición del Premio Nobel de las Poesías de Gabriela Mistral. Es mucha poeta esta mujer. Ella eligió la estructura de rimas propia del romance, o sea, con hincapié en la risa asonante en versos pares. Armó su poética desde el dolor de ser (ontología lírica) y una actividad docente que inclinó su creación a un mundo en que la infancia, lo infantil, le ofreció muchas de sus mejores páginas.
Si un lector no avisado quiere hallar en ella grandes poemas antológicos —como algunos de sus pares Vicente Huidobro o Pablo Neruda—, es muy probable que se decepcione con los juegos eneasílabos, los endecasílabos y el lenguaje a veces «extraño» por personal, de una poeta que no se preocupaba por impactar con grandes poemas recitables o una disposición textual impactante. Parece que dialogaba con las estructuras, las formas, los olores y colores de la materia en torno. De esa conversación con las cosas, con su inmediatez, brotaron poemas que parecen escritos para la fruición, no para el sobresalto.
Desolación es de 1922, dos años después publicó Ternura. Ya su prestigio de gran poeta estaba más que garantizado, pero a Gabriela no parecía importarle ese asunto, imbuida en labores de las Naciones Unidas, de educación en México, como cónsul de su país, mientras se desplazaba por América y Europa. Alrededor de 1931, el líder nicaragüense Augusto César Sandino la declaró Benemérita del Ejército Defensor de la Soberanía Nacional, mientras su autoridad de mujer de accionar constante la sostenía entre las firmas hispanoamericanas más influyentes de su tiempo. Como se ve, su periplo va más allá de su obra literaria y no es por ella sola que Gabriela Mistral recibía audiencia y aplauso.
Cuando en 1929 publicó Tala, bien se veía que el rasgo esencial de su fuerte y activa personalidad era la del poeta. Después de haber ganado el Nobel en 1945, publicó su cuarto alto libro: Lagar (1954). Cuantitativamente, no se compara siquiera de manera cercana con el gran flujo de Pablo Neruda, la Mistral parecía más bien no apurarse por tener una obra copiosa, pero mantuvo su estilo —poética implícita— a lo largo de su labor, y es ello lo que conserva su resonancia en el ámbito literario internacional.
Yo no sé bien si del modernismo, de Rubén Darío incluso, le viene su amor por cierto exotismo árabe, judío, de leyenda bíblica, de cuyas culturas extrae elementos para su poesía, ya sea una «Ruth» que pudiera parecerse a ella misma, y que comienza su pasión por la escritura acerca de la mujer: «La mujer fuerte», «La mujer estéril», con una intensidad que va a permear toda su obra sin que podamos subrayarla como «típica» de una feminista. De los hebreos tomó la idea del justo que ha de sufrir por los demás, como se ve en «Canto del justo», y derivará en un cristianismo sin remilgos de beata, pero con pasión.
En el «Poema de Chile», con referirse a su tierra natal, se refiere en verdad al mundo, al hombre y la mujer caminando sobre la tierra: «¿Dónde husmeas en la niebla, / mirada de hembra y de niño, / y por qué nos vadeamos / ijar con ijar los ríos?». Como caminantes, errantes, sin destino fijo, hacemos la vida, y Gabriela, que nunca filosofaba demasiado, sacaba de su costilla al hombre que camina sin parar, como el judío errante: «Otra vez sobre la Tierra / llevo desnudo el costado, / el pobre palmo de carne / donde el morir es más rápido».
Es capaz de purificar el lenguaje sobre el amor de manera tal, que puede a ratos sentirse místico, aunque la Mistral lo sienta encendido en su carne: «Yo canto lo que tú amabas, vida mía, / por si te acercas y escuchas, vida mía, / por si te acuerdas del mundo que viviste / al atardecer yo canto, sombra mía». El amor en sus manos se desgrana: es de madre sin hijos, es de esposa sin marido, es de hija lejana de la madre que muere, es del amado o de la amada disimulados en ese costado suyo, pródigo de parto, rico en luz. En tanto, el amor tiende a la infancia, a un «Dame la mano y danzaremos», a una ronda que ella logró sacar del ruedo infantil para hacerla eterna, metáfora de la vida. Por cierto, cuando Gabriela se aproxima más al canto popular, no acude al octosílabo, sino al eneasílabo y lo hace con gracia tal que ese verso, más duro que el otro, suena a la par de gracioso, a la par de rítmico.
La Mistral recorrió América desde los Estados Unidos, el Caribe, y todo el centro y el sur. Aprendió, o más bien aprehendió de todas partes, vibró en Puerto Rico, en Cuba, en México, amó en los Estados Unidos, sintió contrastes de amor en su Chile. Fue diplomática y recorrió Europa, alguna vez se encontró a la ya conocida Dulce María Loynaz en Italia. Gabriela estaba al corriente de la poesía coetánea de su idioma, pero confesaba que leía más ensayos sobre temas científicos. Ella se convirtió en una maestra del endecasílabo y del alejandrino, sabía meter la vida entre esos versos, sin ser demasiado fantasiosa, sin aventurarse a juegos de las vanguardias que se vieron mejor en sus coterráneos Huidobro o Neruda. Si bien tuvo una veta popular, no escribió al modo de Violeta Parra. Ella fue singular, su lenguaje la identifica de modo tal que no es posible leer un poema suyo sin darnos cuenta que es de ella. El estilo es la mujer.
La cubana Loynaz dio testimonio singular sobre ella en «Gabriela y Lucila», de 1958: «Gabriela Mistral jamás se preocupó de ser o parecer otra cosa que no fuese ella misma, y sin creerse perfecta, tampoco la tentó el menor interés de perfección». Bien mirada así la persona, esas ideas se aplican de modo íntegro a su poesía, deslavada, poco dada a la elaboración tropológico-barroca, directa como si de realismo se tratase, testimonial y a la vez de pensamiento, emocional y a la par dada a ponderar los sentidos, sin que ellos se hagan dueños del qué decir. La dueña de la palabra poética suya es ella misma, la mujer fuerte que aplana el lenguaje, lo expone en su osamenta, no lo decora demasiado, lo usa sin afeites que, más que embellecer, sepultan lo que se es, lo que se dice. Gabriela es de una autenticidad poética tal, que el ejercicio de leerla pieza a pieza en su poesía completa deja vibración de un ser vivo que cantó, no como una sirena, sino como una diosa en tierra mirando hacia el empíreo.
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