Gérard de Nerval camina hacia su muerte una noche muy fría del París de fines de enero de 1855. ¿Qué importa el día exacto ni la calle en cuestión? No resulta claro si fue asesinado o si se suicidó. Su estado anímico, situación material y psíquica, no podían ser entonces peores. Estaba escribiendo su magnífica Aurelia, que se quedó inconclusa, y en la que iba diciéndonos que estar loco es la mejor manera de tejer un libro que no es novela, pero tampoco poema, ni mero «testimonio», como no sea que diese fe allí de sus sueños, de su papel de «iluminado».
París, por entonces, ya estaba siendo recorrida por Charles Baudelaire. Las noches más frías y la falta de iluminación de la ciudad, permitían que el Sena pasase sin imágenes mayores que la de algún farol que insistiese en brillar. Sí que estaba toda París en ciernes de lo que sería la Ciudad Luz, la vibrante capital de la poesía de la lengua francesa de finales de siglo XIX, y lejano anuncio de la actual, esta que ya no deja en paz al Sena y se refleja en él como un Narciso citadino.
En Aurelia, Nerval puede preguntarle a un sabio alquimista, unos cien años antes de la clonación, si se podía crear hombres, como si a tal grado pudiera ser el artifex un émulo de Dios… Por entonces, París valía ya una misa, pero Nerval se revolvía en la moda ocultista de su siglo, y llevaba a su poesía dos misterios: el de su existencia y el del Más Allá, que a la sazón Allan Kardec y la señora Blavasvky impulsarían hasta las puertas de Rimbaud y de las propias Vanguardias del siglo XX.
En el Cementerio Père Lachaise, y frente al panteón de Honoré de Balzac, puede verse la recoleta tumba de Nerval, discreta, bonita, con un breve obelisco o columna dispuesta para rendir memoria al poeta que deambuló incluso alguna vez desnudo por las callecitas que luego se iban a poblar de comercios, y a recibir celebridades de todo el mundo, que le dieron un aire de capital de la cultura. La vida del poeta podría resumirse en la frase final de Aurelia: «un descenso a los infiernos», quizás al Averno donde, años más tarde, Rimbaud habría de pasar «una temporada». Pero ese «descenso» marca una entrega de la propia vida de manera tan total al arte de su poesía, que de un juvenil mediano poeta nada menos que de temas civiles franceses, Nerval fue gradualmente convirtiéndose en todo un artista, en un bohemio que a su vez sobrellevaba las cargas de la miseria y del éxito, del rechazo paterno y de la amistad poderosa. Se sentía consciente de su «misión» como poeta, como creador, como hombre imaginativo que debe derrotar al medio burgués, mediocre e intrascendente, a favor del crecimiento espiritual, que sólo entendió como un crecimiento poético, del que él era un suerte de sacerdote.
Entre crisis de enajenación, entradas y salidas a hospitales parisinos, hondos lapsos de lucidez y de incesante escritura, Nerval alcanzó a desarrollar una de las obras literarias más fascinantes de Occidente; su propia historia personal novelable, es asimismo una suerte de poema vivo, en el que el ser se debate a diario con la muerte y siente a la Poesía como entidad salvadora. El errabundo Nerval volvería a enloquecer en el París actual, donde hasta semidesnudo se pasa inadvertido, y a nadie le importaría demasiado que alguien tuviese una crisis mística frente a un almacén al estilo de Lafayette, o frente al flash internacional que a diario resiste la Catedral de Notre Dame, quizás la iglesia más fotografiada del mundo.
Un año antes de morir, el hombre de Aurelia había concluido Las quimeras, porque Nerval era cada vez mejor poeta, o sea dicho con más propiedad, cada año maduraba en él una aprehensión más intensa no sólo de la realidad exterior, sino que lograba la expresión de una realidad interna tan vigorosa para él como la objetiva, física, material: «Yo soy el tenebroso, el viudo, el desolado», decía, a punto ya de escribir ese poema capital que es «Versos áureos» en la segunda versión de este soneto, cuyo terceto final cierra magistralmente: «Suele en el ser más mísero morar un Dios oculto; / y cual ojo cubierto por sus párpados, medra / un espíritu puro tras la piel de la piedra». Grandísimo poeta hay que ser, para verle piel a la piedra y debajo de esa piel advertir la presencia de un alma, de un espíritu…
Por esas calles andarían luego Rimbaud y Verlaine, si bien el jovencito de Charleville fue un habitante fugaz de la gran urbe, en la que vivió conmovido la famosa crisis de la Comuna con un barco ebrio en el bolsillo. Si su relación con Paul Verlaine fue por entonces muy escandalosa, ahora la pareja dispar pasaría por muy corriente en alguna callecita concurrida del Marais, ya sea por la rue des Archives o los alrededores del Centro Pompidou. El barrio gay los acogería tal vez con indiferencia, en tanto que se exhiben los bellos torsos en las salas de baile de los clubes nocturnos, donde la poesía desentona más bien entre ritmos narcisistas y saunas prometedoras de pasiones fuera de toda métrica. A la salida de la rue Moufetard rumbo al río, no lejos del Panteón, un pequeño restaurante anuncia entre sus ofertas de lujo estar situado debajo del sitio donde expiró Verlaine, porque el poeta del sonido monótono del otoño no fue un alma de paso por el París de fin de siglo, sino que hasta sus tristes huesos fueron a reposar a Montparnasse, quizás sin reposo por el ruido cosmopolita que ha adquirido su ciudad y la constante tropa de peregrinos del mundo que saben quién fue él, y van a rendirle culto en su sitio mortal. Es lindo elegir un buen dessert en un menú que evoca al cristianismo desolado de quien halló el amor, pero se le hizo demasiado ardiente, como un arma de fuego recién usada.
Todo París conoce que en el espléndido jardín que es el cementerio Père Lachaise, hay un muro cubierto de labios marcados. Cientos de personas pasan por allí y algunas expresamente se dan un rouge intenso en sus labios para besar la piedra del escultor Jacob Epstein, cuyo interior guarda los restos del gran dandy inglés que tuvo la importancia de llamarse Oscar. París fue para Wilde refugio, exilio y patria del dolor y de la muerte. Haber saludado a Verlaine en sus calles, lo une de alguna manera a toda una generación de modernistas latinoamericanos, que si no visitaron materialmente la ciudad, la soñaron tan intensamente, que se les debe un monumento en alguna de sus plazas. Este fue el caso del cubano Julián del Casal, quien según José Lezama Lima «pudo haber influenciado a Baudelaire», cuya poesía reverencia parisinos museos ideales, y a cuyos poetas y pintores coetáneos dedicaba sus poemas.
Pareciera que los poetas ven bajo el reflejo áureo de la gran ciudad un signo mortal, lo cual hizo profetizar al peruano César Vallejo que moriría allí, en la eterna París, con aguacero. Si Nostradamus observó a la ciudad enorme convertida en un Macondo borrado por el Apocalipsis, la Belle Epoque y luego la Vanguardia pusieron notas menos trágicas, viviendo un París que para Hemingway resultó una fiesta. Los poetas dejaron de ser «malditos» para hacer «maldades», lanzarse a la farándula y a la bohemia del Barrio Latino y pasar del ajenjo decimonónico a hierbas y compuestos químicos más poderosos que todo lo que bebieran Baudelaire o Verlaine.
Peret le diría algo a Paul Eluard, quien iría a comentarlo a Carpentier, quien sin mucho cuidado lo repetiría a Breton… París sería por entonces la sede mundial, la Meca y referencia absoluta de la poesía. Por allí había cruzado el indiecito nicaragüense de manos de príncipe que se llamaba Rubén, mientras dejaba caer como quien no quiere las cosas un apellido de estirpe histórica: Darío. Victor Hugo ya era leyenda cuando los polvos de los parnasianos y la elegancia del Conde de Lautremont preparaban el terreno de las disputas ideológicas y estéticas de la época de entre guerras. París servía a las ricas damas del mundo como centro referencial de la moda, y viajaban a la bella ciudad a exhibir sus riquezas. Todavía, sin embargo, no era una sede mundial del consumismo, capital de lujo, iluminada como pocas, bajo el ojo poderoso de su torre mayor construida por Eiffel al principio del siglo del cine y de Picasso.
Si bien después de la Segunda Guerra Mundial París comenzó a diluir las luces de los grandes poetas que la visitaron o que vivieron en ella sus frenesís, angustias y estados de ingravidez lírica, si bien París aumentó en efecto externo y parece que descendió en el fuego de la poesía, quizás solo se halla en estado latente, esperando a que lleguen generaciones luminosas que vean en el cielo playas sin fin, y le devuelvan a la prodigiosa urbe su vuelo de dama citadina para la gran poesía. En tanto, desde la Puerta de la Villete hasta la de Saint Cloud, o desde la Puerta de Choisy a la de Clichy, París vive su historia indetenida, fulminante, veloz como el tiempo. En esta ciudad, presta a la eternidad, se trasluce mejor que todo es efímero, que cada mañana ella cambia para permanecer, y en ese torbellino se siente que París espera por nuevos poetas, la pléyade del futuro, para una y otra vez recomenzar.
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