
«Cuando trémula mi mano / tienda próximo a expirar / buscando una mano amiga / ¿quién la estrechará?», son duros versos desesperanzados del gran Gustavo (Adolfo Bécquer, 1836-1870). Cuando leí con emoción «Bécquer o la breve bruma», de Fina García Marruz, ello paralizó mi entusiasmo de escritura sobre el poeta que yo adoraba desde mi adolescencia. Transcurría la década de 1980 y fui el editor de Hablar de la poesía, libro de la dama «origenista» que volcaba su entusiasmo por la segura mayor voz lírica del romanticismo español. Allí leí por vez primera el ensayo aludido. La bruma de Bécquer creció para mí, pero ella no era un obstáculo para que él siguiera siendo «mío», desde mi primera juventud atormentada.
La emoción es la palabra quid de su obra lírica. Con obras de Julián del Casal, quien vivió cinco años menos, yo estaba marcando mi adolescencia con un tipo de lectura sana o malsana por llena de dolor. Los escandalosos Los Borbones en pelota, pinturas a veces porno, atribuidas a Gustavo Adolfo y a su hermano Valeriano, en verdad deben ser del humorista coetáneo de ambos Francisco Javier Ortego y Vereda (1833-1881), y hasta a lo mejor fuera de mal gusto atribuirlas al poeta. No me llamo a prejuicio al respecto, pues Bécquer debe haber tenido buen sentido del humor, a pesar de su obra llena de evocaciones románticas sobre la muerte y el dolor.
Las Rimas fueron un descubrimiento esencial en mi vida, porque sin darme mucha cuenta las comencé a imitar, como un poco después quise, locura adolescentaria, remedar a Walt Whitman traducido al español. Era mi etapa imitativa, bajo el concepto de «poesía como imitación» aplicada a otros autores, que daría lugar a lo que algunos llaman «poeta-eco», creadores a veces elevados que responden a la voz ajena y crean su obra como un eco de otras voces, lo cual de todos modos es creativamente legítimo, pues no estamos aislados en el mundo de las resonancias.
De Bécquer preferí sus versos antes que sus cuentos y leyendas, como aquellos que deben de haber inspirado a Rubén Darío: «Yo sé un himno gigante y extraño / que anuncia en la noche del alma una aurora, / y estas páginas son de ese himno / cadencias que el aire dilata en las sombras».
Era conmovedor advertir luego que esa certeza se derrumbase en estos versos: «cruzo el mundo sin pensar / de dónde vengo ni a dónde / mis pasos me llevarán». Pero el propio Bécquer vuelve a reanimarnos: «No digáis que agotado su tesoro, / de asuntos falta, enmudeció la lira; / podrá no haber poetas; pero siempre / habrá poesía». Y me pregunto cuánto pudo influir nada menos que en José Martí versos como los siguientes: «Yo río en los alcores, / susurro en la alta yerba, / suspiro en la onda pura / y lloro en la hoja seca».
Tras un endecasílabo tan seductor como: «Los invisibles átomos del aire», Bécquer no hace decaer de súbito diciéndonos: «Tú eras el huracán y yo la alta / torre que desafía su poder: / ¡tenías que estrellarte o que abatirme! / ¡No pudo ser!». Así el amor imposible se llenaba de ecos mortales, hasta decirnos: «Mas ¡ay! de un corazón llegué al abismo / y me incliné un momento, / y mi alma y mis ojos se turbaron: / ¡Tan hondo era y tan negro!».
¿Qué es ese abismo?: ¿unos ojos?, ¿una tumba abierta?, ¿la muerte misma? No se detiene Bécquer en su evocación a veces fúnebre: «Olas gigantes que os rompéis bramando / en las playas desiertas y remotas, / envuelto entre la sábana de espumas, / ¡llevadme con vosotras!». Usa el imperativo y el subjuntivo de manera eficiente: «Volverán las oscuras golondrinas», célebre este verso, que desemboca en: « esas… ¡no volverán!». Y el poeta se nos torna un sufriente ante el tiempo, ante la fugacidad, ante el destino humano de rápida ilusión.
Enfrentamos una filosofía poética de fuertes bases elegíacas como aprehensión humana de la vida como dolor. Quizás por eso la poesía suya sea subyugante. Bécquer parecería ligero, fútil para almas demasiado alegres, pero el poeta es mucho más que lo que aparentan en primera lectura, sus Rimas extraordinarias.
Bécquer mostraba la eficacia de la rima asonante, quería hacer rotunda su palabra y le convenía atenuar el más terminante rumor de la rima consonante, la asonancia le permitía mejor abrirse a la sugerencia, pero a veces crece esa perentoria sonoridad perfecta, aunque se asiente en el infinitivo: «¡Ay!, ¡a veces me acuerdo suspirando / del antiguo sufrir! / ¡Amargo es el dolor, pero siquiera / padecer es vivir!». La conformidad de que la vida es dolor viene incluso tras numerosos poemas de amor (que iban a dar pie también a la populosa poesía neorromántica del siglo XX).
¿Para cuántos habrá sido un estremecimiento la quintilla que enuncia «Mi vida es un erial»? En la «zona» final de las Rimas, el ser pascaliano no se angustia ante los espacios infinitos sino ante el imperecedero abismo de la muerte, ante el salto que parece tenebroso. El alma sufriente se encona porque: « ¡El mundo estaba / desierto… para mí!». Y Bécquer se pregunta usando los cuestionamientos filosóficos: « ¿De dónde vengo?», « ¿Adónde voy?» Estas dudas le han nacido al ser humano quizás desde las cavernas, pues por qué somos tan efímeros frente a lo eterno.
Sin Bécquer la poesía moderna, el neopopularismo español de la generación del ´27, los distintos modos neorrománticos de Luis Cernuda, de Pablo Neruda o de José Ángel Buesa serían obras de poetas diferentes, el tono de dolor y amor cantaría con otros ecos, quizás como los de Gabriela Mistral. La poética del dolor que se aprecia en José Martí, no por original deja de tener ancestro en el Bécquer del llanto trascendido a labor de poesía. Lo que este poeta ha significado en la literatura de lengua española no lo abarca ni siquiera un estudio erudito sobre su obra total. Con Bécquer nos acompaña en el cenit de nuestra sensibilidad este tipo de poesía de amor y muerte, Eros y Tanatos, conjunción de dolor y esperanza, de pérdidas y búsquedas constantes, de incertidumbre y sapiencia emocional. Bécquer vive en su obra en la fe de lo infinito y nos hace vivir la nuestra cantando a la muerte en frente a la inconcebible eternidad. ¿Qué pude ser «eterno», hoy lo sabemos, si no puede serlo ni una estrella, ni una galaxia, ni quizás el universo mismo? En esas dudas o certezas tremendas se halla incólume la voz de Gustavo Adolfo Bécquer, príncipe entre los poetas.
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