Me quejo de no abarcarlo ni así escribiese yo un millar de páginas de exaltación y dudas ante su monumento de letras. Jorge Luis Borges (1899-1986) escribió ensayos, cuentos y poemas, pero es poesía todo lo que cifró. Con cuánta plenitud ofreció a sus lectores el goce eficaz de su palabra, de la palabra suya porque, cuando él escribía, se apropiaba de tal modo del idioma que parecía asunto de su propiedad intelectual. Más que definirlo como alguien que practicó tres géneros literarios, creo que en verdad fue un autor intergenérico, alguien que tomó a la poesía desde su raíz cósmica y la fue hilvanando como quien teje el manto de Penélope, haciéndolo y deshaciéndolo en la medida en que lo construye y lo deconstruye.
Por esto último negaba etapas de su propia creación, como la postmodernista o vanguardista, y nunca titubeaba en su presente creativo, porque para él la obra es una eternidad fluyendo en el ahora. Fuertemente metafísico, alejó la idea de Dios de su creatividad, o la advirtió como una hipótesis no demostrada. Si el tiempo es infinito, Borges podría ser Shakespeare, Cervantes, o un innominado hombre de las cavernas. Habría un punto inicial y otro en fuga, en disolución, por eso un día habrá un último hombre que lea a Shakespeare… o que lea a Borges, quienes a la larga se sumirán en el Olvido.
El drama humano es estar situado ante la eternidad, incluso comprenderla, y ser efímero hacia una Nada que Borges no acentúa como existencialista, sino como un no-ser tan intenso que explota, estalla, deja luz residual. Ese residuo puede ser la obra, la pieza que quiere sobrevivir al tiempo, aunque ella sepa que él ganará la carrera. El Tiempo puede ser el gran poema en el que batalla el Espacio por sobrexistir. Borges mismo se preguntaba qué sería de la obra dos mil años por delante. No ponía cifra de años, sino que miraba hacia la inmensidad de los tiempos y los espacios infinitos y sentía lo efímero de la existencia humana, e incluso de la obra sobre todo escrita. La poesía es también temporal, tempoespacial, cuando el idioma evolucione, cambie, sea otro, la poesía que se concibió en aquel que es nuestro ahora, si alguien la salva, tendrá que ser «traducida».
Borges sabía como nadie todo esto porque él mismo jugaba, en su creación, con la magnitud del Tiempo. No era mera teoría suya, aunque le debía mucho a la filosofía y a algunos pensadores alemanes e ingleses, pero Borges sabía que lo suyo es literatura. Él no quiso hacerlo consciente a su lector. Propuso y expuso, y lo hizo con una síntesis, con una economía de recursos expresivos que asombra. ¿Cómo puede consignar tanta belleza intelectiva, neobarroca, en su quevediano modo inteligente de ver el mundo?
Si yo me limitara al llamado Borges-poeta, o sea, al autor de versos y poemas inteligentes y vibrantes, le estaría recortando el ala de su expresión multigenérica, toda la cual goza del impulso cósmico de la poesía, ya no como un mero género, sino como una mirada hacia el mundo, hacia el universo y hacia el alma humana. Prefiero asumirlo como un todo, en prosa y versos, aunque cuando leo estos últimos alcanzo a la emoción —y él no era un poeta emotivo, emocional—, esa hija de la vibración de las palabras que son arte.
Fervor de Buenos Aires (1923), La luna de enfrente más Cuaderno de San Martín (1925-1929), El otro, el mismo (1930-1967), Elogio de la sombra (1968-1969), Elogio de los tigres (1972), muestran una secuencia sin apuro de edición de una obra poética de veras trascendente. Él casi puede decir, tal y como se lee en el primer poema del último libro aquí enumerado: «Que otros acudan a la astrología / Judiciaria, al compás y al astrolabio, / Para saber qué son. Yo soy los astros». O puede asumir post mortem lo que de Keats él dijo: «No eres hoy la ceniza. Eres la gloria», buen epitafio para Borges. Coincidió con Lezama Lima, cuando el cubano dijo que quizás al hombre solo le es dado dejar una raya de uña sobre una roca, pues Borges dice ser en «Cosas»: «Las limaduras de uña que dejamos / A lo largo del tiempo y del espacio».
En «Los cuatro ciclos» parece dejarnos definidas las cuatro metáforas que según él conforman el mundo: La ciudad (Troya), el regreso (de Ulises), la búsqueda (del vellocino de oro), el sacrificio de un dios (Odín, Cristo…). El oro de los tigres parece una batalla contra el olvido, de la cual Borges sabe que saldrá perdedor, perdedor de la vida y de la muerte, de todo y de la nada. El poeta se enamora de las palabras y de sus juegos infinitos, como astros en el cosmos, como se combinan las galaxias, pues el poeta vive esa infinitud como un pequeño drama de la eternidad.
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