
Entre la gala del parnaso colombiano figuran poetas de renombre continental y dentro de la lengua española, quizás valga solo mencionar unos pocos, un pequeño puño lírico en figuras como Guillermo Valencia, Porfirio Barba Jacob, Álvaro Mutis, León de Greiff, Jorge Zalamea, Juan Manuel Roca entre muchísimos otras glorias de la tierra colombiana. Entre ellos es insigne un gran autor del siglo XIX: José Asunción Silva (1865-1896) quien se destaca entre los creadores de una línea poética personal, refinada y altamente lírica.
Dentro de su Obra completa, edición crítica de 1996, realizada como coordinador por Héctor H. Orjuela, hay unas 220 páginas solo de versos. Allí podemos ver-leer al Silva total, al poeta que hizo fama entre los iniciadores del Modernismo, y que de no morir joven (apenas entrando en las edades de los treinta años) hubiera alcanzado un mérito muchísimo mayor, dado su extraordinario talento para la poesía.
Fue un hombre que se formó a sí mismo de una manera impecable, viajó y se sintió (sobre todo en París al principio de los años 80) como un estudiante. Al respecto escribió Gabriel García Márquez en el referido tomo de la edición citada de Obra completa: «en París vivió como estudiante con un rigor admirable. Conoció todo lo que fuera útil a su formación, y no solo en música, pintura y literatura, sino en economía y ciencias». Regresó a Colombia en 1886 y ese año conoció en Nueva York a José Martí, que ya él admiraba sobre todo por la alta prosa escritural del gran cubano. Él era solo tres años más joven que el Apóstol. Diez años después se dio un tiro en el corazón, antes marcado con una cruz, para no fallar.
Su poesía parece concentrarse en un solo poema tantas veces antologado, una sinfonía en versos gracias al empleo de la cláusula trocaica: u-na—no-che—to-da—lle-na—de-so—ni-dos…, del magnífico Nocturno III «Una noche». Donde quizás Silva trabajó la musicalidad como enseñanza de Paul Verlaine, tan influyente sobre Rubén Darío; por ejemplo, es bastante verlaineano el poema «Sinfonía color de fresa con leche», si no es que en él ahonda en las correspondencias que promocionó Baudelaire. Muchas veces prefiero recordar al poeta por el impar «Los maderos de San Juan», evocación de la infancia y de la familia, temas que tanto importaron al joven autor que fue Silva, poema logrado por la combinación de tetrasílabos con octosílabos y alejandrinos:
¡Aserrín!
¡Aserrán!
Los maderos de San Juan,
Piden queso, piden pan,
Los de Roque
Alfondoque
Los de Rique
Alfeñique
¡Los de triqui,
Triqui, tran!
Y en las rodillas duras y firmes de la Abuela,
Con movimiento rítmico se balancea el niño…
Casi toda su poesía fue póstuma y si bien ya gozaba de prestigio como poeta antes de morir, sus últimos días transcurrieron en una pobreza solemne, sin dinero para sobrevivir. En «La voz de las cosas» ensayó un amor por lo esotérico que van a aprovechar los poetas modernistas y sobre todo los neorrománticos posteriores: «Si aprisionaros pudiera el verso / Fantasmas grises cuando pasáis!», pero la obra de Silva es muy humana, prendida a un humanismo básico de amor y dolor, capaz de ver en «Vejeces» momentos de crisis del ser, en una poesía ontológica de muy hermosa factura. Con «Nupcial» vuelve al juego de diferentes metros combinados (ahora alejandrinos con pentasílabos) para lograr algún grado de musicalidad mediante asociaciones no tan comunes en la tradición lírica española. Ni en lo festivo de las nupcias dejó Silva de referirse a la muerte, fue un poeta en esencia elegíaco, pero como Julián del Casal y más que el cubano, tuvo preferencia por cierta dosis de lo macabro, de difuntos, tumbas, defunciones: «¡Oh voces silenciosas de los muertos!»
La colección de poemas llamada «Gotas amargas» trata sobre lo que considera «el mal del siglo», y el dolor se sitúa al centro de sus poemas, mediante la carencia de amor, la infelicidad, la enfermedad, más alguna rara nota de sutil ironía o humor en «Zoopermos», o en «Necedad yanqui», o el simpático ya citado «Sinfonía color de fresa con leche», que publicó en 1894 bajo el seudónimo de Benjamín Bibelot Ramírez, y que parece al final un homenaje al Rubén Darío de Azul: «Esta es la descendencia, Rubendariaca, / de la Princesa verde y el paje Abril, / Rubio y sutil!». Por ese camino, Silva introdujo en su poesía el tono exquisito de lo exótico, tan amado por los modernistas, que en otro texto se convierte en una poética: «¡Cuando hagas una estrofa, hazla tan rara / que sirva luego al porvenir de ejemplo, / con perfiles de mármol de Carrara, / y solideces de frontón de templo!».
No siempre parece la poesía de un veinteañero, pero lo mismo aconteció con Casal, muerto poco antes de cumplir los treinta años, cifra que Silva solo sobrepasó en dos. La solemnidad y el pesimismo le daban cierta gravedad «madura», de persona tras los cincuenta años de edad. Habría que ver como punto de convergencia entre estos poetas, el amor por lo exótico, el gran colorido (colores brillantes) en sus versos, los crepúsculos, la emoción ante la muerte. Silva no parecía veinteañero en «Realidad», y en otros poemas de labor de pensamiento, filosóficos, como a veces les gustaba hacer a Martí y a Darío. Pero Silva prefiere volver sobre la infancia, sobre el hogar, sobre la idea de lo cauto y no contaminado, el rayo de luna limpio, la ausencia de las impurezas de la realidad vivencial. Parecía vivir en su obra su propia utopía, pero llena de cierto pesimismo, desaliento y hasta sentido de la derrota, que deben estar detrás de su suicidio.
Meditativo, es asimismo un poeta de la expectativa, de la visualización un tanto pasiva de la realidad, un contemplador. Esa marca contemplativa se ofrece en numerosos de sus poemas, cuando el órgano de la vista preside la aprehensión estética del mundo. Pero asimismo fue un visionario, no solo por los fantasmas que entreveía, sino también por su queja ante la realidad, su temblor ante la muerte, y su mirada hacia ella con externa curiosidad. Quizás el poema «¿Recuerdas?» niegue algunas de estas afirmaciones, porque Silva es allí, si bien aún elegíaco, mucho más cercano a la dicha ante la amada. Pero sí en «Soneto», cuando el terceto final apela al matiz visionario: «Para encontrar en el futuro incierto / Bajo una piedra el tenebroso olvido / Tras las fatigas del penoso viaje». En uno de sus textos en prosa, dijo de sí en «De sobremesa»: «Soñaba antes y sueño todavía a veces en adueñarme de la forma, en forjar estrofas que sugieran mil cosas oscuras que siento bullir dentro de mí mismo, y que quizás valdrían la pena de decirlas…», y casi se adelanta: «morir sin haber realizado la obra soñada». Silva alcanzó a tocar resortes duros del alma humana, encallecidos por el dolor; logró con su poesía decir lo que muchos solo podrían sugerir sin el asalta artístico de la palabra. Fue un poeta rotundo, una gala lírica de la América que habla español.
Visitas: 91
Deja un comentario