Pocos dudan hoy de que, después de José Martí, el extraordinario José Lezama Lima haya alcanzado a ser poeta mayor de la tradición lírica cubana, y ello cimentado por una composición compleja y poco «popular» del hecho poético, dado por un sistema creativo y una poética no dada a la lectura fácil, emotiva o de expresión intimista. La suya es una escalada hacia la aprehensión intuitiva, hacia la intelección del texto y hacia la «cetrería de imágenes» que conforman el quid de su concepción poética del mundo.
En la poesía de Lezama Lima hay una fiesta de los sentidos. Es tal vez el más sensorial de los grandes poetas intelectivos de la lengua, que pueden llamarse Jorge Luis Borges, José Guillén, Octavio Paz o, en la lejanía de los tiempos, don Luis de Góngora, tan revitalizado por la llamada Generación del 27 en España y por Lezama en Cuba, cuyo ensayo «Sierpe de don Luis de Góngora» es una de las claves para la propia poética lezamiana.
Cuando aún no se ha bien penetrado en su buen mundo, el poeta-deslumbrado puede caer en la tentación de tomar como modelo ese poder seductor —ya vimos que muy sensorial— de la poesía lezamiana. Es como si esa poesía fuera una fuente y el joven poeta que se asomara a ella creyera ver allí sus propios reflejos —reales o imaginarios—, y de las ondas de Narciso comenzaran a brotar aventuras poéticas —que pueden ser ondas, pero casi nunca hondas, si no se sabe ver lo verdaderamente genitor del verbo de Lezama—. Cuando este mismo posible poeta interioriza en el vórtice, en el gran huracán lexical lezamiano, se da cuenta de que el primer motor le pide movimiento distinto, diferenciado; pues una poesía como la de Lezama Lima apela al canto coral, quiere cantos gregorianos y no ritmos monocordes. Es una poesía de gran orquesta, que reclama buenos solistas, pero que no desea la voz uniformadora, indiferenciada, sino llena de las enseñanzas esenciales de Orígenes, que él llamaba «taller renacentista». La enseñanza de Orígenes es esa: el poder de lo vario, lo múltiple conduce, por la libertad, a la verdadera unidad en la poesía. La unidad, la fidelidad, no es cantar con una sola voz de supuesta estirpe lezamiana; sino con muchas voces de todas las estirpes posibles.
Notamos cómo en Lezama funcionan los conjuntos de las palabras para lo particular de la idea expresada, y cómo en Carpentier funcionan las palabras particulares para la totalidad de la expresión narrativa.[1] En ambos, no obstante, podrá notarse que esas particularidad y totalidad que subrayamos son relativas, en tanto que las dos tienen una función central, final: la obra artística en sí, reflejo de la realidad, respuesta al reto de la realidad, pero que en los dos casos contribuyen al enriquecimiento —por vía estética— de la propia realidad objetiva. En Lezama Lima se advierten sutiles diferencias entre el mundo de Dador y el del poemario de edición póstuma Fragmentos a su imán, que repercuten incluso en su sistema poético, sin desviarlo de su fundamentación esencial. Esto ya se han ocupado de señalarlo algunos especialistas.
Con «Una oscura pradera me convida» viene a confirmarnos la dimensión del sueño, del ensueño y de la captación de lo poético por esas «vías». El ensueño se torna una oscura pradera que convida al poeta, de modo parecido a como Narciso enamorado de su imagen, de la belleza que ella representa, se sintió invitado por ese oscuro reino de la sorpresa. El poeta ha hallado una experiencia similar a la de Narciso: «Sobre las aguas del espejo, / breve la voz en mitad de cien caminos, / mi memoria prepara su sorpresa».[2] Es la sorpresa de lo poético, de lo metafórico, de las asociaciones insólitas y plausibles: «Gamo en el cielo, rocío, llamarada».[3] Sin sentir que lo llaman, el poeta penetra «en la pradera despacioso» para ver el eterno movimiento, una danza que quiere descifrar.
Perfecta organicidad hay entre Muerte de Narciso,1937 —«una revelación», con palabras de Max Henríquez Ureña, y Enemigo rumor, 1941, «una revolución», según el propio crítico—.[4] El poeta ha de continuar consecuente con la línea poética de su sistema, con su teoría llamada a aprehender poéticamente al mundo que le circunda en el universo de sus relaciones recíprocas.
Hallamos en Lezama un retornar al lenguaje que amaron los modernistas, desde Julián del Casal hasta Rubén Darío: cisnes, nieve, espejos, plumajes, princesas, personajes mitológicos, dorado hastío, aves y alusiones a la muerte; todas estas palabras toman cuerpo en esta poesía que dista mucho del Modernismo, porque ya sabemos que Lezama se sintió un autor anti-Darío. Tal vez hay en esto un recurrir a fuentes para acrecer el río propio. Le sirven las raíces modernistas, la concepción de lo bello, del arte y sus categorías, que tenían poetas como Casal —con el que se siente más identificado—. No es el afán aristocratizante que en esos pudiera hallarse, sino un problema de concepción o de modo de ver en la poesía, en las infinitas posibilidades de lo poético. Una partedel lenguaje de Lezama en Enemigo rumor, de su vocabulario, viene del modernismo con calidad gananciosa, con uso diferenciado del abuso de los epígonos modernistas o neorrománticos. Y el procedimiento expresivo de Góngora influiría sin dudas sobre el poeta, y sobre todo las coincidencias que hallaría entre los modernistas fundamentales con Quevedo, Góngora, Mallarmé, Valéry y en cierta medida con otros poetas como Goethe, Rilke y Claudel. No habría que negar las cercanías de algunos poemas de Lezama con poetas latinoamericanos como Jorge Luis Borges y Octavio Paz, y de otras latitudes como Saint-John Perse y T.S. Eliot o hasta de Juan Ramón Jiménez. Algunos poetas de la Generación del 27 en España pueden relacionarse con zonas de la poesía de Lezama, desde las exuberancias lorquianas hasta los gongorinos poemas de Miguel Hernández. Todo ello se interrelaciona en la concepción poética que crea el cubano, cimentada por una cultura que va siendo enorme, de ensortijada erudición, de increíble vastedad, y con inauditas asociaciones que van de China al antiguo Egipto, pasando por el material libresco más variado y heterogéneo que en su contradictoria ligazón ofrece esa obra monumental que es la poesía lezamiana. Él mismo se refirió a las influencias y dejó dicho que cuando ellas son múltiples y universales, ya dejan de serlo.
Pero claro que La fijeza tiene mayor relieve que su título, se ve mejor la organización diferente del poemario, en relación con el anterior, pues los textos funcionan aquí como agregados, como poemas acumulados que concurren a ser fijados, algunos de los cuales son capitales en la obra poética de este autor, como el que algunos pensamos que es su obra maestra en versos: «Rapsodia para el mulo», o su extenso ars poética que resulta «Éxtasis de la sustancia destruida», o sus hermosos «Pensamientos en La Habana», o el amplio y central «El arco invisible de Viñales», cúspide de la mirada paisajística del libro, o el final y complejísimo «Danza de la jerigonza». En La fijeza hay algunos otros textos claves en el estudio de su poética: «Resistencia» y «Desencuentros». Solo con ese pequeño listado de títulos se notará la importancia de La fijeza en esa poética en desarrollo, en ese sistema aprehensivo del mundo a través de la poesía.
Con Dador llega Lezama al logro mayor de su creación lírica, anunciada en el «enemigo rumor», experimentada, practicada como para asirla mediante «aventuras sigilosas» descubierta frente a él en «la fijeza», y ahora finalmente en la plenitud del «Dador». No extrañará que luego de los alcances de Dador, su poesía restante sea «fragmentos a su imán». Ahora debe tributar el poeta a su Dador, porque lo ha conducido por la imagen y la metáfora, por la multitud de formas —décimas, sonetos, versos libres, versículos, prosa…— y de los contenidos, a la posesión de la poesía, o mejor, a la concepción de que: «Existir no es así una posesión sino algo que nos posee».[5] En Dador está el poeta que acude a todos sus temas y a todas sus dudas. Quien preguntó en Enemigo rumor: «¿Y si al morir no nos acuden alas?», lleva su inquietud inquisitoria a lo corpóreo: «¿Y si el cuerpo como un bulto se perdiese en el orgullo / reposado de su devenir?».[6] No es esta, por cierto, una transición inquisitiva de filósofo, sino de poeta —o de poeta-filósofo—, de poeta cristiano que cree en la resurrección y que incorpora sus creencias a la personal concepción de la poesía. Bien dice Jorge Luis Arcos sobre esa concepción lezamiana de la resurrección: «De ahí que la mayor imagen que pueda concebir el hombre, para Lezama, sea la imagen de la resurrección, es decir la unidad de la materia y el espíritu en la sobrenaturaleza, concepto esencial de su sistema poético del mundo…».
Fragmentos a su imán es la poesía coetánea o posterior a la salida de Paradiso, no creo que ya Lezama necesitara el verso para exponer su credo estético y, aun así, algunos poemas son reflejo de ello. Incluso, el poeta tiene el cuidado de fechar varios de los textos, para ofrecerles mejor marco referencial, por eso sabemos que el primero, «Desembarco al mediodía», es de 1970. En este poema, suerte de referencias de sueños, domina el arte menor, pero Lezama realiza el gracioso juego de decirnos: «Esta es la noche octosilábica»,[7] con un verso que mide nueve sílabas. Pasará por completo al octosílabo con «Décimas de la querencia», tan criticadas por los poetas cubanos tradicionalistas, decimistas en su mayoría, porque Lezama, gran rupturista, no se atiene casi nunca al esquema exacto de la espinela, y más bien viaja hacia la llamada «décima antigua», del siglo XV, anterior al predominio de la copla real en el XVI. Estas décimas no poseen defectos compositivos, son otras maneras de combinar las rimas en la estrofa de diez versos llamada décima, que no es solo su variante principal, la espinela.[8] No comparto la idea de que esta es la zona más «débil» de la poesía lezamiana. Con un gran sentido de la amistad, Lezama no iba a elogiar a sus amigos con una parafernalia lírica menor cualitativamente, y si bien los poemas son mucho más «ocasionales», algunos poseen gracia y fundamento de rango lírico elevado.
[1] Lo cual no es obstáculo para que podamos estudiar en el rico léxico de Lezama la amplia presencia de cubanismos, americanismos, palabras de argot, que juegan con elementos casticistas en coordinación con voces de otras lenguas vivas o muertas: francés e inglés, latín y griego antiguo. En Carpentier hay una verdadera vocación por la revolución de la lengua, no como querían los surrealistas con el francés o como quiso Joyce con el inglés: «haciendo estallar el idioma», sino enriqueciendo la lengua de Cervantes con el fluir real y maravilloso del vocabulario americano.
[2] pág. 25.
[3] Ídem.
[4] Henríquez Ureña, Max: Panorama histórico de la literatura cubana, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1979, Tomo 1, pág. 511.
[5] pág. 236.
[6] pág. 253.
[7] pág. 433.
[8] Cf. Virgilio López Lemus, La décima renacentista y barroca, Editorial Pablo de la Torriente Brau, La Habana, 2002. // La décima constante, Fundación Fernando Ortiz, La Habana, 2000. Premio de la Crítica Científico-Técnica.
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