«Maestro», así fue llamado Juan Ramón Jiménez (1881-1958), quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura dos años antes de morir, todavía bajo el franquismo en España, lo que no permitió su regreso a la amada patria, y falleció en Puerto Rico a los setenta y seis años de edad. Fue uno de esos poetas que dejan obras vivas tras de sí y que mueren y vuelven a vivir, reviviendo siempre que su sensibilidad logre dominar a muchos. Eso, porque Juan Ramón no optó por una labor musical y popularista, sino por un rigor que algunos llamaron «puro», de impulso creativo contenido y eficaz.
Halló contrastes en su tiempo. Su poesía distaba bastante del volcán que fue Pablo Neruda, y él lo advirtió hasta bajo polémica. Pocos de los poetas de la llamada Generación del 27 siquiera se le parecieron, aunque no pocos lo tuvieron también por «maestro», venido del Modernismo y que fecundó con su obra la corriente íntima y prístina de la poesía española. Juan Ramón rechazó otros orbes, como el de su coterráneo Salvador Rueda, y polemizó con algunos creadores que él entendía como demasiado aferrados al neorromanticismo que él rechazaba.
Pero don Juan Ramón tuvo una eficaz presencia en la poesía hispanoamericana, en especial en la cubana. Cuando pasó por Cuba alrededor de 1935 y 1936, dejó una compilación lírica que denotó el estado de la poesía de este país en ese lapso de mitad de los años que siguieron a la caída de la dictadura de Gerardo Machado: La poesía cubana en 1936, armada en conjunto con Camila Henríquez Ureña y José María Chacón y Calvo. En años posteriores, cuando gradualmente comenzó a surgir el llamado Grupo de la revista Orígenes, él fue un adalid indudable, ante el avance de la poética de José Lezama Lima, indiscutido guía generacional.
Hay mucho, muchísimo, que decir de su poesía. Desde «Cuando yo era el niñodiós» hasta «Ríos que se van», Juan Ramón hizo gala de dominio de los metros fundamentales de la lengua española, para poder, mediante ellos, expresar un mundo de intimidad reflexiva que parece siempre querer alejarse de la entrega emotiva, sobre todo de la confesión sentimental y de la poesía de amor irreprimible. Si una palabra alumbra su sendero lírico es la contención. Y con ello el poeta buscó un léxico apropiado, y lo halló, se expresó con el mínimo posible de palabras y con el máximo de intensidad explícita. Aun dicho esto, habría que decir que él fue el poeta de lo implícito: «Silencio. / Solo queda / un olor a jazmín». Lo sensorial acude a ese instante silencioso de profunda introspección.
Con Arias tristes (1902-1903) el poeta se había alejado bastante de la escuela rubendariana, en vida del gran poeta nicaragüense, que en breve habría de publicar Cantos de vida y esperanza. Juan Ramón buscaba una sonoridad-otra del octosílabo, signado por las asonancias cercanas a la construcción del romance, sin serlo, y sacando partido del encabalgamiento, que alargan la expresión al ser declamados: «Yo no volveré. Y la noche / tibia, serena y callada, / dormirá el mundo, a los rayos / de su luna solitaria».
Muchos años pasará el poeta, en el albor del siglo xx, usando este tipo de metro y de su composición poemática. Ya en Baladas de la primavera (1907) y sobre todo en Elegías (1907-1908) acudió al endecasílabo y al alejandrino, pero con resortes expresivos parecidos a los que había utilizado en el ensamblaje del octosílabo. Para Juan Ramón el encabalgamiento se iba convirtiendo en materia estilística: «¡Lágrima grande y pura, lucero que te quedas, / temblando, en la colina, sobre los campos verdes!».
A veces se dejaba arrastrar por los campos que dieron a Antonio Machado tanto que decir: «Jueces de paz, Peritos agrícolas, Doctores: / perdonad a este humilde ruiseñor del paisaje». Sin embargo, volverá al Arte menor (1909) con la gracia del «poeta puro», y la propia naturaleza le dice algo diferente que el paisaje: «Ya el árbol no es de hojas secas, / ya el árbol solo es de sol». La música de fondo parece provenir del juego lexical de Paul Verlaine.
Entre espléndidos versos de arte mayor y menor, y el uso constante de la rima asonante, el poeta asume, ya entrado el siglo, una poesía «del alma», que en 1911 se muda en uno Poemas impersonales, y en los años inmediatos el poeta se había convertido en un maestro, en un faro cuya luz debe ser seguida. 1912 fue para él uno de esos años de extensa creatividad que a veces asalta a los poetas. Las palabras «puro», «pureza» aparecen con frecuencia, ¿qué sabría el poeta de la tendencia francesa de la llamada «poesía pura» que capitaneaba Paul Valéry? Quizás mucho, pero él recogía el estro opuesto al romanticismo (por eso, tal vez, se opuso tanto a la poesía neorromántica), y escribió una obra peculiar en medio del claro clarín dariano, del silbo de Rueda, del intelecto hondo del Machado mayor.
Poetas cubanos como Mariano Brull, Emilio Ballagas, Eugenio Florit, más visibles en los años que siguen a 1930, atendieron con cuidado la propuesta estética juanramoniana, pero quizás la influencia mayor en Cuba estuviera centrada en un grupo dentro del llamado Grupo de la revista Orígenes, en especial José Lezama Lima, Cintio Vitier, Fina García Marruz, Octavio Smith… La poesía y el paso de Juan Ramón por Cuba, dio aliento para que estos poetas buscaran en la poesía «cotos de mayor realeza», frase de Lezama. Para entonces, Juan Ramón ya había recorrido un sendero de altos quilates líricos.
En 1936 resumía en un verso: «qué bello al ir a ser es haber sido». Pareciera un comentario al «Hoy es siempre todavía» de Antonio Machado, pero si se ve bien, el paso del tiempo en Juan Ramón es más lento, pausado, y apela a la belleza. Canta «El día bello», transido por la gracia, el poeta sabe ver en el rumor sensorial que atenúa su fuerte aprehensión intelectiva del mundo. Al canto rilkeano de la rosa, él singulariza: «¿Todas las rosas son la misma rosa? / Sí (pero aquella rosa…)», y hace de ella una «Rosa íntima». ¿Quién pretende resumir a Juan Ramón Jiménez en un estudio de cinco o de quinientas páginas? El poeta del Dios deseado y deseante (1949) solo es bullente en realidad en su poesía, ella lo dice todo de sí, contiene todos los ensayos y la crítica que pueda hacérsele, busca ser una poesía autosuficiente. Poeta de la belleza consumada, de lo externo hacia la palabra íntima, su orbe es el cosmos y en él bulle la Tierra, como patria e infinito. Él sigue siendo en su palabra un poeta de gran destello, uno entre muchos, noble y a la vez elevadísimo. Juan Ramón es poeta de su sendero, de su avenida, tan ancho como un río, siempre fluyendo.
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