
Ya no son pocos los estudios referidos a la extraordinaria poeta puertorriqueña Julia de Burgos (1914-1953). Textos de todo tipo se juntaron alrededor del centenario de su natalicio, más ediciones de su obra poética, homenajes, bustos, tarjas conmemorativas, nombres de sitios unidos a ella, coloquios, recitales, tesis universitarias… Fue una onda expansiva que recorrió una significativa parte del continente americano, saltó a España, y se sigue extendiendo en el tiempo. Entre las ofrendas cubanas se destacaron dos: la edición por Casa de las Américas de su Obra poética completa (2013), con rico prólogo de Juan Nicolás Padrón Barquín, y Más allá del tiempo: Julia de Burgos, estudio ensayístico de Yolanda Ricardo Garcell.
Julia amó a Cuba, no es raro que Cuba la ame y la lea con pasión. No estoy seguro de que haya habido en Puerto Rico dama o caballero de mayores envergaduras líricas, por el copioso registro poético, entre los mejores orbes creativos que las mujeres poetas hayan alcanzado en la América de Gabriela Mistral y de Cecília Meireles, o de Gertrudis Gómez de Avellaneda y Dulce María Loynaz.
Se le pondera, se le rinde honores, pero se sustrae de la parcialidad que consistiría en hacer solo obra de elogio infértil, porque Julia merece estudio cimentado desde sus cartas y otros documentos hasta toda su poesía. Ella tuvo una biografía matizada por momentos de crisis y otros de esplendor creativo. Imaginativa como era, subjetiva en su modo de ver el mundo mediante la poesía, con un periplo vital de errancia insostenible, sin ocultar sus lunares —el alcoholismo—, visto todo desde la perspectiva de que se trata de una mujer excepcional, cuyos moldes no son los mismos que los del común de las mortales.
Si la voz del poeta es voz del pueblo, y si además el o la poeta pretendió conscientemente ser voz de su nación, pocas veces ello se ha dado con tanto tino como entre Julia de Burgos y la nación puertorriqueña. Puerto Rico tiene en su voz una digna representante de su identidad, y se presenta en su obra como nación de tradición hispánica que vive en el concierto de las demás integrantes de la familia idiomática latinoamericana. Julia es uno de sus eslabones mejores en relación con esa identidad continental. Es ella una de los altos poetas nacidos en las islas caribeñas de expresión española, de manera que los homenajes por su centenario tuvieron versiones decisivas en Puerto Rico, su patria, en República Dominicana, Cuba y Estados Unidos.
Respecto de Cuba, desde los tiempos de Lola Rodríguez de Tió, no había habido un poeta, mujer u hombre, que enlazara de la mejor forma a las dos hermanas insulares. Lola cantó: «Cuba y Puerto Rico son / de un pájaro las dos alas». Ahora esas alas poéticas se extienden a dos mujeres: Lola y Julia son dos alas hermosas en la unión —somos tan parecidos en casi todo— entre cubanos y puertorriqueños. Por eso es gratificante advertir que el mismo año en que se editó por Casa de las Américas la obra poética total de Julia, la cubana Editorial Arte y Literatura publicó de Lola Mis cantares y otros poemas. Hay que creer que la casualidad es, como siempre, causalidad.
La voz de Julia se parece en ámbito a la de Lola, dado que ambas escribieron textos de profunda intimidad y otros de hondo interés social. No interesa destacar cuál de las dos es mayor o cuál menor como poetas, son dos voces temporales y de vocaciones firmes, hijas de una nación rica en cultura. Estas dos mujeres eximias muestran también el valor identitario visible a través de sus poesías.
Julia, sobre todo, cantó al amor, es su tema más recurrente. El amor al cuerpo humano y al cuerpo de la patria se exaltan junto a los brazos del amigo, los ríos de la isla y el mar —poeta del agua— y los romances a su orilla, la familia emocionada, la lucha por un país libre…
Poseyó en sus versos un profundo sentido caribeño. Ella no fue solo la mujer per se, ni siquiera la mujer en exclusiva de una pequeña patria marinera, sino que la poeta brilla aún en el entorno de un mar mediterráneo, el Mar Caribe, rodeada de voces diversas, con identidades compartidas y diferencias que son en sí mismas enriquecedoras. Julia estaba consciente de todo esto y así lo demostró en su poesía. Ella era voz de pueblo irredento, de gentes de ciudades y pequeños pueblos campestres. Julia tenía una voz demasiado comprometida, y una vida demasiado desordenada. Quizás era fácil dejarla sola ante su autodestrucción.
Ella decía a su amiga Thelma Fiallo: «Somos clamor de ahora. Puntales del Caribe / sosteniendo el innato pudor de nuestra gente», o sea, voz del nosotros, voz de muchos. De cierta forma, Julia de Burgos fue una mártir y debería estar contada en el martirologio antillano. Se ha relacionado su poesía más neorromántica con poetas como el Pablo Neruda de Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924) o con la serie de la década de 1930 de las Residencias. Hay esa relación visible y comprobable, pero también debe decirse que el espíritu de época en que Julia creó su obra poética se inclinaba en todo el continente a dos rutas diversas: difusión de las vanguardias, o sea, presencia del vanguardismo en muchos registros líricos, y auge del neorromanticismo, que es una suerte de mirada hacia el siglo xix tras la impronta de Rubén Darío, pero que iba a cobrar fuerzas en verdad desde los años de 1930 hasta más o menos 1960. Como Carilda Oliver Labra o Pura del Prado en Cuba, Julia asumió un neorromanticismo bautizado en los predios vanguardistas, de manera que en lugar de usar una muy rigurosa métrica tradicional hispánica, empleaba un verso semilibre, a veces con no muy ricas mezclas de rimas asonantes con consonantes o presencia de la asonancia en tiradas versales «libres», que le ofrecieron a su obra ese apreciado aire de libertad formal y despreocupación del rigor de las formas métricas y de las normas de la rima. En ese camino estuvo cierta parte de la poesía de Federico García Lorca, con quien ella mostró algunos puntos de contactos temáticos y formales, no solo por la presencia del romance en su obra, sino también por su visión de Nueva York. Pero ello es visible asimismo en algunas «saetas», que tanto gustaron al andaluz, y que la puertorriqueña resolvió así: «Tres caminos me duelen… / Tú, / mi madre / y el río».
Buen ejemplo de la inclinación vanguardista de su poesía es el poema «El cielo se ha vestido su traje de horizontes…», mientras que el derrotero neorromántico es fácil de ejemplificar a lo largo de sus libros, recuérdese al menos en el texto «Ya no es mío mi amor». Julia no se inclinó a maneras ortodoxas de expresión poética de una sola corriente, sino que, en la amalgama de su creatividad, sumó todo aquello que beneficiara su emotivo concepto de la poesía, a veces sensorial, con puntos reflexivos.
Llegar así al venero de Julia de Burgos tiene un efecto enriquecedor: afirma y afina el homenaje.
Es de esperar que los homenajes por su centenario hayan dejado una gloriosa saga —leyenda que vive con su poesía— y una fuerte fijación de valores, de manera que Julia de Burgos ha entrado definitivamente al panteón de las poetas muy ilustres del Caribe, de toda la cuenca caribeña y de la rica región latinoamericana. No por gusto la Universidad de Río Piedras la declaró Doctora Honoris Causa a modo póstumo, calles y avenidas de San Juan llevan su nombre y también el Museo de Artes y Ciencias. En Manhattan existe el Centro Latino Julia de Burgos y en Harlem un Centro de Arte Julia de Burgos, próximo al sitio de su muerte. Seguirá creciendo, su creación literaria nutre de belleza al árbol nacional puertorriqueño.
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