
La Antología de la poesía latina (Madrid, Alianza Editorial, 1981-1985) es una selección y traducción de Luis Alberto de Cuenca, y Antonio Alvar, con breve prólogo del primero, en la que ellos nos ofrecen muestras de treinta y un poetas, con selección más generosa de Catulo, Virgilio, Horacio, Marcial y Ausonio, y uno, dos y hasta tres poemas de los restantes, con un poco mayor el número de poemas de Propercio y Fedro. Resulta un mapa introductorio de una poesía rica por su diversidad y su valor literario vigente. Me parecería que pudieron ser más generosos con Ovidio, de quien entregan sólo un fragmento de su extraordinario poema Narciso. En la mayor parte de los poemas incluidos, los antologadores han ofrecido títulos a los textos, cuando no lo poseen.
Puedo reseñar más el pequeño volumen de ciento sesenta páginas, pero lo que interesa son los poetas y sus obras, para obtener una noticia crítica más o menos extensa. Sigo el orden que se ofrece en el volumen referencial. De modo que comenzamos con dos textos de Livio Andrónico, tan breves (dos y tres versos respectivamente salvados de obra suya, que no traspasó íntegra el tiempo), que se pudieran citar completos. Pero suele haber alguna información sobre este, considerado primer poeta latino relevante, inclinado a la épica y a la traducción de obras clásicas griegas al latín, y que vivió unos ochenta años de edad antes de nuestra era (parece que murió en 204 a. c.): «Nada destruye a un hombre tanto como el mar /cruel. Incluso a aquel cuyo vigor es grande /lo hará pedazos las salvajes olas».
Con propiedad, ya latino de nacimiento, Nevio, coetáneo del anterior, también dejó obras épicas y un famoso epitafio, cuyos versos iniciales dicen: «Si los inmortales pudiesen llorar a los mortales, /las divinas Camenas llorarían a Nevio, el poeta». Las Camenas, cuatro diosas romanas de los manantiales, eran profetas y sabias, por lo que sería gran honor ser llorado por ellas. Plauto, nacido durante la vida de los dos anteriores, se dedicó al teatro, pero dejó algunos poemas líricos que se recuerdan, como su epitafio, que juega con el de Nevio en el primer verso: «Desde que Plauto ha muerto, la comedia viste de luto». Otro «Epitafio de sí mismo» lo escribió Ennio: «Que nadie vierta lágrimas en mi honor, /ni celebre con llanto mis funerales. /¿Por qué? Porque, aunque muera, /vivo estaré en las bocas de los hombres». De origen esclavo, Cecilio fue amigo de Ennio y tradujo obras del griego, escribió una máxima célebre: «Vive, pues, como puedas, ya que no eres capaz de vivir como quieres».
Otro autor dramático fue Terencio, también del grupo de autores anteriores a nuestra era, quien elogió a una bella mujer pobre: «su cuerpo era perfecto, entre tanta pobreza, /Era hermosa a pesar de todo». De otros poetas, Pacuvio y Accio, también dramáticos, no llegaron a nosotros obras sólidas que amparen sus famas, lo que ocurrió más con Lucilo, un poeta satírico célebre y también respetado en su tiempo por ser rico y muy culto, algunos de sus textos serían hoy clasificables como de «autoayuda»: «…Que tu ejemplo en la vida /sea siempre lo que gozaste, no el sufrimiento».
Con Lucrecio Roma alcanza una voz mayor, elegíaco y muy lírico sobre temas de la vida y la muerte y el amor, y a veces une en un texto esos tres temas. En la sutil despedida de un ave de una amiga, para el que Catulo pide llanto, dice este singular poeta: «Ha muerto el gorrión de mi amiga, /el gorrión, la delicia de mi amiga», de modo que el ave adquiere un valor singular por ser amada por quien el poeta ama. En otro poema, pide besos incontables a su amada Lesbia, «aquella a la que Catulo /amó más que a sí mismo».
Virgilio figura, entre los inmortales, como poeta mayor de la Roma que amó y cuya fundación mitificó en la inconclusa pero extraordinaria Eneida. El poema de Eneas compite con la Odisea, pero más que ello resulta un prontuario de la gran poseía latina. Virgilio es autor de poesía agreste: las Geórgicas, las Bucólicas, y celebra a la naturaleza como pocos poetas lo habían hecho hasta él, siempre con visible interés de subrayar su servicio al ser humano, pero con delicadezas como la siguiente: «Por qué el sol del invierno se apresura a bañarse / en el Océano; qué detiene las noches de estío». Su descripción de la tempestad en la Eneida fue un modelo de este tipo de poesía por siglos. Era poseedor del secreto de convertir lo épico en lírico.
Lleno de detalles y de una poesía de noble altura lírica, Horacio descuella como un poeta de exquisita calidad comunicativa en sus poemas de amor, en sus odas ejemplares, en el carpe diem: «Vive el día de hoy. Captúralo. /No fíes del incierto mañana». Su mensaje sobre lo efímero de vivir aparece continuadamente en su obra: «Todos terminaremos en el mismo lugar. /La urna da vueltas para todos. /Más tarde o más temprano ha de salir / la suerte que nos embarcará / rumbo al eterno exilio». Lo repite de otro modo en «A Torcuato»: «No esperes lo inmortal, te avisa el año /y la hora que arrebata el día nutricio». De Horacio es un Ars poética memorable, entre lo más decididamente hermoso de la poesía de su tiempo.
Tibulo, Propercio y Ovidio fueron perfectos coetáneos y escribieron con relativa abundancia, sobre todo el último dejó tras sí un poema de veneración llamado Narciso. Los tres lograron vivir poco más de una docena de años en la que llamamos «nuestra era», por lo que puede considerarse como iniciadores del primer milenio de la era cristiana. Si Tibulo canta a la paz, Propercio se inclina a aconsejar a la amada: «Sé tú misma y siempre serás /la preferida de mi corazón…». Pero para el lenguaje del amor: «Ovidio es el maestro», al que canta a veces con cierto cinismo y sin dudas pasión. En Narciso pasa de la descripción del mito a las frases rotundas, como: «Lo que buscas no existe en parte alguna; lo que amas, márchate y lo perderás», idea que rebasa la asunción del mito para extenderse a cierto fatalismo sobre el amor.
Séneca es un poeta reflexivo y en verdad influyó a su posteridad como pensador, orador, político. Lucano, sobrino de Séneca, es ya un hombre nacido en la nueva era, se preocupó por la vida social, la guerra civil (La Farsalia), la libertad, la sátira contra Nerón, quien lo obligó a suicidarse muy joven, antes de los treinta años, pero dejó obra relativamente copiosa. Marcial escribió comentarios sobre poetas anteriores: «Isa es más pilla que el pájaro de Catulo», pero la fama póstuma se fijó en él como poeta epigramático («En efecto, son malos, pero tú no lo haces mejor»), a veces corrosivo, como cuando alude a una oreja: «Te sorprende que la oreja de Mario huela tan mal. /Tú tienes la culpa: por chismearle, Néstor, en la oreja». Y no deja de anotar leves crueldades que un poco mueven a la sonrisa: «Todas las amigas que tuvo Lícoris, mi Fabiano, /han desaparecido. ¡Ojalá se haga amiga de mi esposa!».
Juvenal ha de vivir en parte los dos primeros siglos de nuestra era, cantó con relativa ligereza a la circunstancia vital, sobre todo como poeta satírico, cuando inventó frases que llegan a nuestros días, como la de dar al pueblo «Pan y circo», o «¿Quién vigilará a los vigilantes», o aquella otra célebre sobre tener: «una mente sana en un cuerpo sano», que tanto se usa sin saber de dónde procede. Ausonio sólo se le podría comparar en el uso del epigrama: «La experiencia es regalo de los años, pero no se deben contar».
Muchos otros poetas latinos dejaron memoria. Basta aquí para un repaso rapidísimo. Buena parte de esa poesía vive aún con fuerza cuando la leemos, así en Ovidio como en Juvenal. Demuestran los poetas romanos que la poesía puede gozar del traslado de las épocas y significar mucho para cada una de ellas. De modo que no es propicio olvidar.
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