
Entre himnos, banquetes, erotismos, muerte, y la conducta humana, la poesía lírica griega antigua posee una gala extraordinaria, venida de una fuerte tradición épica desde el enorme Homero. Nos habla del amor y de los celos, de la cotidianidad y de la vida del poeta en ella, por tanto, del destino, del tiempo fluyente, de lo que resulta un derrotero del presente que viven y de donde lo viven.
Una buena antología de esa etapa en que el poietés era sencillamente un creador, ofrecerá una lista de ellos comenzando tal vez por Calino de Éfeso, Tirteo de Esparta, Arquíloco de Paros, Semónides de Amorgos, Alceo de Mitilene, Safo de Lesbos, Anacreonte, Solón de Atenas, Jenófantes de Colofón, Teognis de Megara, Empédocles de Agrigento, Simónides de Ceos, Píndaro de Tebas, Baquílides de Ceos, Teócrito de Siracusa, Bion, Calímaco, Asclepíades, entre muchos otros de los que han quedado menos obras. Hesíodo y Apolonio de Rodas, no tenidos exactamente como «líricos», más inclinados al canto mitológico, a la religión, a los dioses, gozan de fama suficiente como para no dejarlos fuera de un recuento veloz.
Algunos eruditos se refieren a dos líneas creativas: la personal, cantada por el propio poeta, y la coral, creación lírica para que sea cantada por un grupo de intérpretes. En una primera etapa posthomérica, el poeta descubre su yo, su persona, su existencia más que la de los dioses o de los héroes. Y por ello los poetas dejan de expresar la situación social, y los ideales políticos o religiosos, e incluso se refieren al cuerpo humano con mayor intimidad que en toda la poesía épica anterior. La presencia de la persona acude a lo elegíaco, al himno más personal, incluso a lo epigramático inteligente, todo ello fundamentalmente entre el siglo VII al V antes de nuestra era. La diversidad de voces y de estilos ha florecido en el ámbito de la poesía, para no apartarse ya nunca más de su desarrollo.
Aunque Calino escribiese una «Exhortación al combate», en el texto se refiere a la moral de los jóvenes, al arrojo, a las virtudes de entrega por las causas propias: «Honroso es, en efecto, y glorioso que un hombre batalle / por su tierra, sus hijos, y por su legítima esposa». La epicidad ha pasado así al pano del ser individual que «Hazañas acomete que valen por muchos, siendo él solo». Con tono diferente, más íntimo quizás, esto se repite en el poema de Tirteo «Dulce y hermoso es morir por la patria», donde alienta a los jóvenes a pelear con brío y entrega, mientras «todo es bello en un joven, / mientras la flor flamante de amable juventud posee».
Arquíloco resultaba un poeta fundador, volátil, cambiante de espacios, sincero, se ha dicho que algo desvergonzado acerca de los placeres de vivir y del amor: «Ojalá que pudiera tocar la mano de Neobula… // Y caer, presto a la acción, sobre el odre, / y aplicar el vientre al vientre y mis muslos a sus muslos». Estamos en un estadio expresivo muy diferente de aquella declaración homérica de La Ilíada: «…ninguna utilidad del triste llanto / el hombre saca; los eternos dioses / le condenaron a pasar la vida / en tristeza y dolor, y solo ellos / exentos siempre de pesares viven». El vino y el amor fulminan a Arquíloco.
Semiónides mira hacia las mujeres, las ve diferentes, se ocupa de la corporalidad y describe a las damas de su tiempo con desenfado, comparándola con diversos animales que definen actitudes en ellas, y llega a conclusiones misántropas: «Pues la cosa más mala que hizo Zeus / es la mujer…», por ella se hizo guerra, pero es también «…un nudo en los pies que nadie suelta». Con «Los placeres y los días», Mimnervo se queja de la llegada de la vejez, cuando se pierde el don de la «áurea Afrodita», en tanto que Alceo celebra al vino para olvidar el destino mortal, pues: «mientras jóvenes seamos, más que nunca, ahora importa / gozar de todo aquello que un dios pueda ofrecernos». El culto a la juventud y a la belleza física, como se ve en Safo, poetisa del amor, que se queja ante su madre porque «consumada de amor por un joven, vencida por la suave Afrodita», ya no puede cumplir el oficio de tejedora. El amor en Lesbos va a tener sus peculiaridades, el discurso femenino predomina sobre el entramado lírico del hombre maduro extasiado ante la imagen de un joven apuesto.
La ironía llega con Anacreonte, creador nada menos que la famosa anacreóntica, que predominará en la poesía latina por su consigna de vive el día, tan amable a Ovidio, a Horacio… la fuerza de la individualidad frente al amor ya es un registro sin retorno, muy visible en Estesícoro de Hímera, que lo siente desde el fondo del corazón, situado el amor en ese órgano hasta los románticos muchos siglos después. Solón de Atenas subraya ese amor corporal que lleva al hombre a «disfrutar, si la ocasión se le ofrece, de una mujer / o un muchacho en sazón». Jenófanes canta a esa corporalidad por medio de atletas, bebidas, banquetes disolutos, donde los hombres no se ocupan de «contar las batallas de Titanes, Gigantes, ni de Centauros…», sino del goce vital.
El gran poeta Teognis llega incluso al consejo, a la ayuda vital: «de palabra aparenta ser amigo de todos», y su interés poético está más destinado a la vida del hombre en su sociedad, con momentos de pesimismo como en «De todas las cosas la mejor es no haber nacido / ni ver como humano los rayos fugaces del sol», pero también: «La Esperanza es la única diosa que habita entre humanos». Asimismo, Empédocles canta a la circunstancia y «Al terrible destino de los hombres», como «exiliado de los dioses». Trae a la poesía mitos arcaicos y de tierras lejanas, como el de la reencarnación: «Pues yo he sido ya, antaño, muchacho y muchacha, / y un arbusto y un pájaro y un pez escamoso en el mar». Simónides aprecia la vida, pero se refiere a la inevitable muerte. Píndaro hace gala de un gran sentido de la oda, por lo que va a influir poderosamente sobre la poesía latina posterior. El hombre siente el tirón de la vida mediante la sexualidad: «Pero yo, / cual devorado por la honda pasión, como la cera / de las santas abejas me derrito, cuando veo / el frescor de la adolescencia en los miembros de los muchachos», y véase que no es exactamente una apreciación sexualizada sino un ferviente canto a la juventud.
Bellos versos logra Baquídides: «Alto es el éter impecable», y a modo de la metapoesía dice: «A quien gran éxito tuvo / no le proporciona prestigio el silencio». Con Teócrito de Siracusa entra la fuerza de lo campestre, la poesía bucólica se viste de gala, y también el amor desdichado, donde el poeta se viste de mujer abandonada o despechada y habla por ella. Su «Polifemo y Galatea» marcó época en un tipo de poesía que ha de llegar a las puertas del Renacimiento español y de su siglo de Oro. El juego juvenil aparece en él como una alegría vital: «Muchas son las zagalas que me invitan a que juegue con ellas por la noche; y si les hago caso, las pícaras se ríen. Es claro que en la tierra demuestro yo ser alguien».
No hay olvido para Hesíodo, que vio a los dioses amar como los hombres, Los trabajos y los días es un conjunto poemático de larga trascendencia. Con él, entre los dioses, van surgiendo las pasiones humanas y el sentimiento de «sí mismo», de la individualidad humana. También envuelto en la épica, pero con nuevos matices, estuvo Apolonio de Rodas, cantor de mitos, pero también del «Inquieto sueño y vaivenes de la enamorada Medea»: «¡Desdichada de mí, cómo me ha espantado tan gravosos sueños!».
El «Llanto por Adonis», de Brión, lleva lo elegíaco a la palpitación por la muerte de la belleza: «Perdió al hombre hermoso, perdió su belleza sagrada. / Era bello el aspecto de Cipris en vida de Adonis, / mas con él su hermosura ya ha muerto». Este llanto supera el épico de Aquiles y deja resonancia a toda pérdida amorosa, que crecerá de manera maravillosa en Ovidio. Penas de amor y fuerza frente a la avasalladora muerte se halla en Asclepíades, poeta de la melancolía y de la queja sutil. Diferente es el sensual Meleagro de Gádara que elogia el canto de una cigarra y, a la vez, a «La taza donde bebe la amada». Filosófico, Páladas de Alejandría se anticipa mucho al Kavafis de igual ciudad: «No vayas a llorar al que escapó de la vida. / Después de la muerte no queda otro dolor». Es hermoso terminar este rápido recuento con un poema suyo, «Penas de los paganos perseguidos por los cristianos», eficaz y de fuerte lirismo de larga resonancia en la poesía europea de siglos posteriores:
¿Acaso hemos muerto y tan sólo en imagen vivimos,
Camaradas helenos, en la desdicha hundidos,
Y estamos fingiendo en la trama de un sueño esta vida?
¿O vivimos nosotros, cuando ha muerto la vida?
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