Al reconocerlo como uno de las mayores voces líricas del idioma español en el siglo xx, Luis Cernuda (1902-1963) posee fundamentos en su obra poética para las miradas de múltiples aspectos, para el reconocimiento ancho de su palabra de artista. Poeta del nocturno, tiende paradojalmente a la luz y por eso la noche lo impresiona mucho. Él la mira desde la luz, desde el resplandor solar, y su poesía tiene esa intemperie. La noche representa temor, encierro en el hogar o carencia de «aventura» fuera de sus muros, oscuridad, sombras, incluso tinieblas y lo demoníaco agazapado. Desde la noche puede asaltarlo la nostalgia de la luz, el salto del sueño a la pesadilla. Ya en sus primeros poemas sabía advertir la dicotomía sombra-luz, situado del lado luminoso, en tanto las tinieblas llegan como invasoras: «Va la sombra invasora / Despojando el espacio / La luz fugitiva / Huye a un mundo lejano». Ese lejano mundo debe ser el sueño.
Cernuda ve en la noche la ocasión del acto poético como sueño: «¿Soñar? / Soñaremos que sueño». Un mentido sueño es la posesión del ser poético, lo cual no es mera contemplación, él es un poeta de los cuerpos, de los cuerpos en movimiento, vivos y palpitantes. Y la noche asimismo viene a ser propicia para encuentros de cuerpos, aventuras del conocimiento por la sensorialidad, si bien hay detrás de cada texto una emoción tan suya como dominante, en el sentido de imponerle a la mirada su dominio, el dominio de lo emotivo sobre lo sensorial.
Reinterpreta a Descartes: «Existo, bien lo sé, / Porque le transparenta / El mundo a mis sentidos / Su amorosa presencia». Véase bien esa expresión, a la que se acercó el cubano Emilio Ballagas al colocar la existencia en los sentidos, no solo en la cartesiana razón. Remata en otro poema: «Soy memoria de hombre / Luego nada».
El aliento inquisitivo y cognoscente se presenta con claridad al final de «Birds in the night», poema de la muy reflexiva sección «XI sin título. Inacabada», de 1956, que es «Desolación de la quimera». Allí Cernuda se pregunta si es posible que los muertos oigan lo que los vivos dicen de ellos, y arremete contra la hipocresía humana. En el texto numerado con el VI de los «Primeros poemas» (1924-1927) declaraba y preguntaba: «¿dónde huir?», en una de las décimas más bellas del idioma, calzada por preguntas existenciales. Hay sin dudas un deseo de autodefinición, o de buscar quién se es, pues parce que el ser está a oscuras, en la noche, y quiere ser observado desde la luz.
Al final de su vida, a cuarenta años de los «Primeros poemas», se cuestionaba en «Peregrino» si debía «¿Volver?». La vida es un: dónde huir, y después de ella no hay un volver… Cernuda temía que su ser se transparentara, que quedase demasiado expuesto. Su definición sexual viene de lo oscuro, aunque el poeta se hallara en la luz. Claro que ello va mucho más allá que la aceptación sexual del poeta, su poesía presenta una mirada al mundo muy singular y a la vez generalizable, como visión del universo más allá de la sensualidad y del deseo. Ese sutil y a veces no tan sutil tono reflexivo, matiz filosófico mantenido, hace de la poesía de Cernuda un regalo para cualquier lector del género.
Más que un cantor de la noche, de los cuerpos, del eros «prohibido» pero practicado, o del amor constante («más allá de la muerte», según Quevedo), hay en el poeta sevillano un todo universal que le sirve de espanto y reflexión, con una metafísica honda que aparece en la base de la aprehensión poética del mundo. La situación es la de una suerte de ser ante la nada, cuya nada hay que cubrir, autoengañándonos (como querría Pascal) mediante cuerpos apolíneos y noches encantadoras o de miedo dionisíaco profundo.
Cernuda siente con fuerza el vital llamado del aquí y ahora, y se desprende del sentido de adoración del Dios terrestre: «buscaban un dios nuevo, y dicen que le hallaron. / Yo apenas vi a los hombres; jamás he visto dioses» («Sobre el tiempo pasado»). Esa sensación posee algo de otredad, de enfrentamiento con una sabia mismidad que alcanza a saberse cómo «ser de un mundo perfecto donde el hombre es extraño»; verso clave, al final del bello poema «El árbol».
Logró uno de sus instantes poéticos más elevados en «Si el hombre pudiera decir». Este fragmento poético lo he citado muchas veces, y creo que en el futuro lo volveré a citar:
Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien
Cuyo nombre no puedo oír sin escalofrío;
Alguien por quien me olvido de esta existencia mezquina,
Por quien el día y la noche son para mí lo que quiera,
Y mi cuerpo y espíritu flotan en su cuerpo y espíritu,
Como leños perdidos que el mar anega o levanta,
Libremente, con la libertad del amor,
La única libertad que me exalta,
La única libertad porque muero.
Hay que ser mucho poeta para maridar esta contradicción entre no buscar un paraíso (al menos un paraíso trascendente), y buscarlo en esa «libertad» que ofrecen dos cuerpos enlazados. Pero aquella «libertad» de que él mismo habla, ¿es en el fondo errancia? En «Peregrino» se halla un resumen de vida donde recalan estos temas, si bien el poeta ha sido un errante, un Odiseo que no ha buscado, en apariencias, regresar a Ítaca —a España—, y que al fin muere sin proponerse ese regreso a la tierra de partida. La errancia como libertad implica una nueva dicotomía: ¿quedarse en ella y sentirse siempre un exiliado —político, sexual—, un ser que vaga en el mundo, a la manera como lo definía Rimbaud con su idea del «ángel caído»? ¿El poeta es un condenado a errar, o sea, a deambular en una sombría realidad? No hay respuesta en las páginas que él escribe. Porque errar no es una condena, sino un júbilo o un fátum, o una opción de vida, o un mito consumado. O también es una condena y Cernuda siente que la esencia del hombre sobre la tierra es ser un emigrado, un errante. Al menos, es esa su experiencia.
Luis Cernuda es un rey poético de un país entre el día y la noche, crepuscular. En su «utopía» ni sale ni se pone el Sol. Su poesía tiene esa doble valía entre el diurno y el nocturno, entre el himno y la elegía. Mucho dio de sí en una obra no tan amplia, que cabe en un modesto tomo. Parece que vivió con intensidad, y que esa intensidad se coló en las luces y las sombras de sus versos. Dejó un pedido de más luz, o de más sombra. Y esa fue su paradoja.
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