
Cuando fui a conocerlo en Porto Alegre, en el hotel donde vivía, Mário Quintana (1906-1994) sobrepasaba los ochenta años de edad. Me condujo a su encuentro un amigo de entonces, coterráneo perfecto del poeta, pues ambos habían nacido en la ciudad sureña de Rio Grande do Sul llamada Alegrete. Poco había leído de su obra, y más que de la suya, conversamos sobre su amiga la excelsa Cecília Meireles. A la sazón yo estaba entrando en las aguas de la hermosa literatura brasileña, que es como una isla lingüística rodeada de español por todas sus fronteras terrestres. Por supuesto que prioricé la lectura de la poesía de Quintana, uno de los poetas cimeros del Modernismo brasileño, y lo hice en libro dedicado por él mismo, con su letra ya entrada en años.
El ancianito a quien conocí era dos años mayor en edad que mi padre (¿Viejo? ¡¿Pero cómo?! Si él nació en la mañana de hoy…), y dos años después moriría. Era 1992, y me dedicó su Antología personal, publicada en 1987, con estas palabras: «Para mi cómplice en poesía Virgilio López Lemus, este recuerdo de su amigo…», y firmó con una letra ya algo enredada. Para entonces yo conocía una parte buena de su obra literaria, sobre todo su Caderno H, y algunas antologías de su escritura poética. Había descubierto que Quintana era uno de los poetas más conversacionales de la generación vanguardista brasileña, incluso tanto como Drummond de Andrade. Pero en el gaúcho había además inteligencia en juego, o sea, usaba variaciones del intelecto que se dirigían hacia una sutil ironía, a un fino humorismo sin sarcasmo, y a una marca estilística que comporta brevedad de propuesta lírica, con poemas concentrados en su qué decir.
Ese tono conversacional, que se aprecia en muchos de sus poemas, se expresaba también por un lenguaje directo, sin rebuscamientos de vocabulario, mediante una sencillez expresiva que lo hicieron popular, sin enredar sus versos en una tropología barroquizada. Prefirió el versos libre, corto o conciso, en el que expresaba asuntos de la cotidianidad, lo cual a veces lindaba con algunos visos de realismo, secundado por sus temas principales: vida, muerte, amor, desamor, los espacios circundantes, el tiempo, el sueño y, cuando apelaba a las cosas de la circunstancia, ellas eran sencillamente visuales.
En toda la obra en verso y prosa de Quintana, se destaca un juego metapoético, de modo que la poesía misma resulta un «hecho», un suceso, algo a lo que hay que aludir: Súbitamente / en la esquina del poema, dos rimas / se miran atónitas, conmovidas, / como dos hermanas desconocidas. Un sutil sentido humorista se desprende a veces de esa constante alusión poética: Los poemas son pájaros que llegan / no se sabe de dónde y se posan. La metapoesía se hace consciente:
El poeta canta a sí mismo porque en su único verso pende —lúcida, amarga— una gota fugada de ese mar incesante del tiempo...
Uso mis propias traducciones de segmentos poéticos de Quintana, poeta que a veces gustaba de la sentencia, lo cual realizaba mediante aforismos propios, inventados, casi siempre en prosa, pero también en versos: Quien ve un fruto / luego piensa en hurto. Esto conduce a buena parte de su poesía al desgranamiento de ideas, una poesía ideológica per se, en el sentido de afrontar ideas, no como un programa político sino con interés estético. Puede señalarse como ejemplo su juego con las frases en su poema «¿Qué hora es?», brevísimo, porque consta de nueve versos, el último de los cuales es el resumen y, a la vez, el centro de interés: ¿Desaparecido? Mi Dios, ¿Quién sabe si aún estaré vivo? Quintana resultaba así un buscador del ideal poético, de la construcción de un poema-total, para lo cual echaba mano a su sentido de la brevedad que le caracteriza, y lograba esta pieza singular que titula «El poema»:
Un poema como un trago de agua bebido en la oscuridad. Como un pobre animal palpitando herido. Como pequeñita moneda de plata perdida para siempre en el bosque nocturno. Un poema sin otra angustia que su misteriosa condición de poema. Triste. Solitario. Único. Herido de mortal belleza.
Aunque Mário Quintana resultó un poeta dado a refugiar su verso en la circunstancia («Todo poema es una aproximación», dice), un halo trascendente acoge muchos de sus textos. Uno suyo de reflexión en prosa muestra esto último: «Las religiones crecieron entre los humildes porque aquellos que estaban por encima ya se juzgaban en el paraíso». No fue un poeta ajeno a lo social, incluso algunos textos suyos se refieren a la vida económica, política, pero no suelen ser partidistas, no son escrituras de combate. Donde puede ser incisivo es en el propio campo creativo: «Nunca me releo… Tengo un miedo enorme de influenciarme. Es verdaderamente catastrófico cuando un autor se transforma en su discípulo». Y este es el tipo de agudeza que él prefiere. Un simpático diálogo expresa: «—Yo querría proponerle un intercambio de ideas. / —¡Dios me libre!»
La suya puede ser comprendida como una poesía del ingenio. Lo ingenioso queda secundado por el humor, como en esta idea de Caderno H: «Los viejitos trémulos, en los bancos, también mastican saliva. Son los bebés de la muerte».
Quintana no es un poeta «exquisito», no es un buscador de formalismos líricos, no resulta más que alguien que comparte su ingenio mediante sus textos en verso y prosa, si no es que lo fundamental en él es ser poeta, en verso o en prosa. Rio Grande do Sul ofreció al Brasil del siglo XX el lujo de este poeta singular, sin moldes, arreglado a sí mismo. Se levanta su voz entre los numerosos grandes poetas que el enorme Brasil ofreció al mundo en ese siglo. Mário Quintana es uno de ellos, de los poetas mayores que la lengua portuguesa haya dado.
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