
La frase de Federico García Lorca, si me pierdo búsquenme en La Habana, que cito de memoria, serviría para plagiarla y decirla así: si me pierdo, búsquenme en Andalucía. Un ¡olé! para la maravilla de esta región preciosa. Comencé a verla cuando atravesé en autobús Despeñaperros. Iba rumbo a Ronda, a donde llegué asombrado porque nunca imaginé cuánta belleza encerraba aquella pequeña ciudad, una de las más bellas de España. Ya he narrado en otros textos mi impulso de júbilo ante el paseo Inglés, a la orilla de un abismo singular, que deja ver a lo lejos la sierra azulada y el valle anterior a ella, todo cultivado. Ese paseo termina en un tajo, el Tajo, que no es el río que tiene ese nombre, sino un tajazo de piedra que divide profundamente a la ciudad en dos. Rilke gustó mucho de ella por unos meses, antes de la Gran Guerra.
Desde Ronda salí un amanecer hacia Sevilla. Eran las seis de la mañana y España entera dormía, había mucha niebla, iba en un autobús con muy pocas gentes dentro y el chófer llevaba puesta música primero de Silvio Rodríguez, luego de Celia Cruz, para terminar con una serie de estrofillas andaluzas para mi deleite. Iba mirando por la ventana como se desperezaban los pueblos por el camino. Me bajé casi al centro de la ciudad, y anduve por callecitas estrechas hasta hallar la Editorial, donde tendría una reunión para editar una antología de la poesía cubana, que un año después vio la luz, sin que me pagasen nunca ni un centavo del contrato contraído. Me dio tiempo a pasear un poco por Sevilla, irme a la estatua de Bécquer, recorrer los alrededores de la Giralda, ver la famosa Torre del Oro, y nada más. Hasta que volví muchos años después, me quedé dos días en Sevilla y pude deambular y conocerla mejor.
Desde Ronda, visité muchas pequeñas ciudades, todas alrededor de esta ciudad, pero unas eran de una provincia y otras de otras. Nombres lindos de pequeñas localidades. En una me obsequiaron una rustra de butifarra, no sabía qué hacer con ella y la obsequié a un amigo rondeño. Ninguna me gustó más que la singular Olvera, desde cuya cumbre, donde hay un castillo medieval en ruinas, se ven tierras de tres provincias. Cuando llegué, un alto-parlante pregonaba en toda la ciudad la conferencia que daría sobre poesía de Cuba. Se llenó tanto el salón donde la ofrecí, que creo que toda Olvera acudió a escucharme. Según conocí, buena parte de los presentes tenían en su ayer familiar un abuelo, un tío, hermanos o primos emigrados hacia la mayor de las Antillas. Inolvidable Olvera.
Málaga es la ciudad que prefiero fuera de La Habana, incluso más que Santiago de Cuba, que tanto me gusta. Allí tengo amigos del corazón. No se me olvida aquel paseo solitario que hice por una de sus barriadas, donde árboles de naranjo estaban llenos del color de la fruta. Caían, nadie las consumía. Una amiga me dijo luego: ¿qué se puede hacer con las naranjas agrias? Mis padres hacían un rico dulce con ellas, pero en Málaga sencillamente caían y nadie las consumía. Toda la zona alrededor de la Plaza de Toros y del pie de la Alcazaba es digna de su belleza.
Solo una vez estuve en Cádiz, que no se me pareció en casi nada a La Habana, supuse que aquello de que era «La Habana sin sus negritos» es pura leyenda. Además, algunos africanos emigrantes se paseaban por la ciudad. Me encantaron sus calles, perfumadas, hay un olor a Cádiz, marino olor. El malecón es lo único que me recordó al cubano, pero al pie, debajo, junto al mar, una nube de gatos se desplazaba entre las piedras. No fue mucho el tiempo de paseo por Cádiz, mis amigos me llevaron a otros sitios por ver: una montaña de arena en fina duna, unas ruinas romanas, pueblos cercanos a Gibraltar…
Y qué decir de Granada, su tierra está llena de bellas calles, allá en lo alto se ve la Alambra, el Generalife, los barrios prodigiosos. Salí del hotel y pedí chocolate como desayuno en una cafetería cercana: memorable, exquisito. Esa ciudad canta. Ofrecí una conferencia en su Universidad y un profesor amigo nos llevó, a mí y a Waldo Leyva y a Guillermo Rodríguez Rivera hasta la casa natal de García Lorca, en su pueblo cercano, en su ciudad de fuentes inolvidables para una Fuentevaqueros legendaria gracias a su poeta. Otra belleza diferente hallé en Córdoba: claro que la ex mezquita y su sala de columnas que se ve en tantas fotografías de turismo. De los mercados de calle sale un olor a canela, a comino, a frutas… De pronto me pareció que estábamos en el medioevo.
Nerja, Torremolinos, Málaga-Velez que debería llamarse ya María Zambrano, oh Marbella, Mijas, Fuengirola, Estepona, la magnífica Costa del Sol posee esos nombres mágicos de ciudades y pueblos. En Marbella vi enclavada en las montañas residencias de árabes millonarios, en Benalmádena visité al pintor y escritor cubano Felipe Orlando (1911-2001), sería 1994. Él y su esposa me colmaron de atenciones, la vista desde la elevada villa donde vivían era, o es, espléndida sobre el Mediterráneo. En Puerto Vanús paseaba con una amiga argentina, entramos a una bella tienda, y hallamos allí a un señor elegante rodeado de tres damas hermosas, que compró un bastón de lapislázuli, o adornado con esa y otras joyas. Me impresionó. La misma amiga me llevó a Gibraltar, pero desde la frontera nos viraron, no tenía yo visado para entrar. Me acuerdo de Tarifa, donde dimos un bonito paseo.
Qué guay Andalucía. Solo se me quedó por ver Jerez de la Frontera. Andalucía está relacionada con mis años felices, o con los días de dichas en esos años. Su pregón callejero, sus romerías, la música inconfundible, las coplas maravillosas, como se ve no ahorro adjetivos para Andalucía. Allí Dios puso un poco de la alegría del Mundo. Cuánto tiempo he pasado allí, y cuánto más quisiera…
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