
Cuando visité por vez primera la bella ciudad de Belgrado, en 1989, era aún la capital de un país llamado Yugoslavia, que desapareció dos años después, fragmentado en varias repúblicas no siempre en actitud amistosa entre ellas. Entonces me dirigía a Struga, en Macedonia, donde se celebraría un maravilloso festival internacional de poesía las Noches Poéticas, junto al lago Ohrid. Pasé dos días en la ciudad belgradense, que disfruté mucho, caminé su centro histórico, sus bellos y tranquilas calles peatonales, avancé hasta un alto edificio de unos treinta pisos, de construcción semejante a otros que se edificaron en Cuba bajo el sistema yugoslavo de deslizamiento prefabricado. Llegué al sitio donde se encuentran el río Sava con el Danubio, comí en algún restaurante de una de las callecitas de bello laberinto peatonal, tomé un helado en uno de sus puestos callejeros, bebí agua en una fuente pequeña, propia para tal efecto, desemboqué en un sitio hermosos donde se encontraba un enorme teatro y una no menos pequeña biblioteca, admiré sus trolebuses y autobuses articulados y la limpieza de las calles, todo dado al disfrute.
Fueron dos días de llegada y una rápida partida. Salí de su aeropuerto rumbo a Praga, donde pasé otros inolvidables cuatro días antes de emprender el vuelo de regreso a La Habana. Recuerdo del Belgrado de entonces varios parques, uno recoleto, donde me senté a ver el movimiento de la ciudad, primera que conocí fuera de Cuba. No tengo fotos que recuerden esa escala mía en una ciudad que me enamoró.
Treinta y cinco años después, en el final de octubre de 2024, el Instituto Cubano del Libro me sumó a una delegación que participó en la XXXVII Feria Internacional del Libro de Belgrado. Para allá nos fuimos el Ministro de Cultura Alpidio Alonso Grau, , poeta amigo, y el Presidente del Instituto Cubano del Libro, Juan Rodríguez, Juanito, y entre dieciocho personas, los escritores Miguel Barnet, Francisco López Sacha, Waldo Leyva Portal, Ricardo Riverón Rojas, Ronel González. De estos tres últimos se editó un libro traducido al serbio con sendos cuadernos poéticos, más uno mío, que tuvo varias presentaciones en la Feria. El recinto ferial era un imponente palacio de convenciones de cúpulas grandes, y quedaba lejos del hotel donde nos hospedamos. Digo era, porque parece que será usado con otros fines, o demolido para otro tipo de edificación en la creciente ciudad-escaparate capitalista.
Desde Belgrado, visitamos la bella ciudad de Smerelevo y su fantástica fortaleza de los siglos XI al XIII, toda una ciudad esa fortaleza, que un día tuvo entre sus muros unos cinco mil habitantes al pie de los cuales fluía y fluye el Danubio. Fue la capital de la Serbia anterior a la invasión otomana. Unos días después visitamos la bellísima e industrial Novi Sad («jardín nuevo»), en cuyo Palacio de Gobierno tuvimos una grata recepción directamente por la gobernadora, que fue un años atrás Ministra de Cultura. Allí el joven pianista Rodrigo García ofreció un espléndido recital, como ya había hecho en el teatro mayor de Smerelevo, donde intervino el trovador cubano Eduardo Sosa, ambos partes de nuestra delegación. Tristemente, tres meses después de ese octubre encantador, Sacha y Sosa perecieron de diferentes enfermedades.
Quiso la suerte que el 22 de octubre, día de mi cumpleaños, lo pasáramos en Belgrado, mi amigo Jesús Rivera Rosado me envió por encargo desde Madrid una botella de champán y un bello plato de frutas, y mis colegas encargaron un delicioso pastel (kake o key decimos los cubanos) todo de chocolate. Ese día dimos recital conjunto los poetas de la antología en serbio, y tuve el encuentro con mi amigo cubano residente en Berlín William Damián, quien viajó expresamente con un amigo alemán muy simpático llamado Frank, ambos vinieron a Belgrado especialmente a saludarme, a tener un encuentro conmigo, que fue corto, dado el programa ferial.
El Hotel M, de curioso nombre, nos acogió rodeado de boscoso parque en sus laterales y partes traseras y una rama de la ciudad bastante lejana del centro, pero muy comercial. Me hospedé en la habitación 305, junto con el gerente de Artex José Alberto Negrín, grato camarada encargado del salón de exposiciones cubano en la Feria y de las ventas de libros y artesanía cubanos, junto a otras dos colegas. A Belgado la veíamos en los trayectos a la Feria, a la Biblioteca Nacional, donde Rodrigo ofreció un espectacular concierto junto a una canción cubana interpretada por Sosa, a la visita del Instituto Cervantes, radicado en la ciudad, donde dejamos una buena cantidad de nuestros libros en su biblioteca, al Museo de Yugoslavia, donde se encuentran las tumbas del célebre mariscal Josip Broz Tito y de su esposa (muy discutido memorial, nos dijeron que ha habido manifestaciones para sacar a Tito de allí y eliminar ese recuerdo esencial en un precioso museo que expone los obsequios que recibió el famoso mariscal en vida, entre muchas fotos, su mesa de trabajo y fuentes y jardines…).
El viernes 25 lo pasé casi todo con mi amigo William Damián y el berlinés Frank, en un inolvidable paseo por la ciudad, por las mismas calles que recorrí en 1989, que siguen siendo un barrio precioso y esta vez más comercial y con bellos sitios peatonales. El culmen del día fue la visita al Templo de San Sava, prodigioso edificio al modo de Santa Sofía de Estambul. El belgradense tiene una fantástica cúpula y de sobredorado interior, realmente impresionante, que me llenó de alegría ver, pues fui el único de la delegación cubana que pudo visitar tal catedral ortodoxa, una de las mayores del mundo de los Balcanes. Almorzamos en un restaurante sencillo y grato, pedí cordero y me trajeron un cementerio de costillas que no poco trabajo me dio ingerir.
A las cuatro de la tarde me despedí de William y su amigo, pues yo debía estar presente en el recital de Rodrigo y de Sosa en la Biblioteca Nacional de Serbia, en las inmediaciones del sitio donde pasé esa parte del día recordando mi viaje de 1989. La ciudad ahora es mucho más cosmopolita, enfrentada al crecimiento de rascacielos, de comercios y del consumo capitalista, limpia y bella, pude montar en un trolebús o tranvía, caminar cerca de mercados populares, internarme en la plaza frente al Hotel Moscú, de espléndida belleza, andar sus calles peatonales que tienen ahora una vida muy diferente de la era yugoslava.
La ciudad había sido bombardeada por la Otan en la guerra entre naciones de la antigua Yugoslavia, sobre todo con Croacia y Bosnia-Hezergobina, y aún mantiene la división en el territorio del sur, la discutida Kosovo. Se le ve sitios de nuevas edificaciones, sobre todo cernamos al enrome recinto ferial. Las calles se encuentran repletas de automóviles, se construye un metro, nuevos edificios, los rieles de los trolebuses compiten con los autobuses de ruedas no metálicas. Hay un vigor citadino que contrasta con el relativamente lento andar de las gentes serbias, diferente del fragor impulsivo de los cubanos.
En el viaje a Novi Sad vimos bastante de la tierra serbia, sobre todo sus bien asfaltadas carreteras y campos sembrados, apreciamos pueblos más pequeños por el camino y volvimos a reunirnos con el Danubio, ancho y espléndido, que ofrece una vista a la ciudad como si se hallase en el un puerto marítimo. En el barrio del Hotel M pudimos abastecernos de algunas de nuestras necesidades cubanas, que iban desde leche en polvo hasta baterías para teléfonos y linternas. En una de esas salidas me di una gran caída en la calle, frontal, me golpeé la nariz y sangré mucho, tuve derrames en piernas y conservo una marca seria en mi rodilla izquierda. Pero todo valió la pena por ver de nuevo a una Belgrado bellísima y en creciente. ¿Quién sabe si un tercer viaje a Serbia quede fijado en el tiempo?
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