
Trieste fue mi primer sitio dorado de visita a Italia, estuve un mes y días allí, invitado primero a una semana de la cultura cubana, que tenía entre sus organizadores al poeta Juan Octavio Prenz, y luego a mis amigos Gaetano Longo y Cecilia Prenz hicieron todo porque me quedara más tiempo. Descendimos del avión Armando Cristóbal Pérez, Gustavo Eguren y yo en Milán. En el aeropuerto me detuvieron, ellos salieron y yo me quedé retenido, porque llegaba un avión de Turquía y parece que me confundieron con árabe, me hablaban en ese idioma y yo no entendía nada. Por fin, una de las autoridades de Trieste que nos recibía, logró sacarme de allí sin problemas. Había una fuerte guerra en la antigua Yugoslavia y Trieste está en la frontera de Eslovenia.
Pasamos muy cerca de la catedral milanesa, que vi de refilón, íbamos en un coche abrigado porque era diciembre. De pronto, un letrero en la autopista indicaba que doblando a la derecha estaríamos en Duino. Me sobresaltó la idea de que podría ir a conocer el famoso castillo donde Rilke comenzó sus elegías. No dije que era 1992, y que cuando entré a Trieste me pareció que lo hacía a Cienfuegos, pero fue una rápida idea, porque la ciudad más alemana de Italia no se parece a la cubana.
Ofrecimos varias conferencias y una mañana nos fuimos a Venecia, llegamos de mediodía, el tiempo se fue en comer algo, y en una charla sobre Cuba en la tarde-noche. Nos quedamos a dormir en un albergue de la Iglesia Metodista, y al día siguiente nos levantamos a las 6 de la mañana para poder pasear intensamente por la ciudad antes de irnos en la tarde. Oh, sorpresa, afuera la niebla era tan espesa, que al alejar un poco la mano, no la veíamos. Tuvimos que esperar a las 10 para que aquel mundo de nieblas se dispersara un poco. Así y todo, al llegar a la plaza de la catedral de San Marcos, no se veía la cima del campanario. Para colmo, había marea alta, tuvimos que caminar sobre tablones como puentes, y entrar a la catedral sin el gran goce de la extrema atención, que habíamos puesto en no caernos de los tablones.
Enseguida Venecia fue estupenda, subió el sol, se despejó todo, anduvimos mucho, vimos bellas vidrieras con ventas de bisutería para turistas y el puente Rialto, y calles y calles y puentes, pero no montamos en góndola porque Eguren dijo que era caro. Nos hicimos algunas fotos con la cámara de Armando Cristóbal que, por fin, nunca vi.
A la llegada a Trieste, la segunda noche, el gobierno local nos ofreció una gran cena, los tres escritores, hambrientos, comimos muchísimo, pero no sabía yo que eran los primeros platos, y cuando llegaron los fuertes apenas pude apreciarlos de lleno que estaba de las pastas iniciales. En Venecia, ya con tal experiencia, comí muy poco en el almuerzo que nos ofrecieron, esperando la segunda parte que nunca llegó, de modo que cuando trajeron el postre, pedí repetir, encantado porque fuese tan delicioso.
Otras cosas simpáticas ocurrieron. Eguren decidió quedarse todo el mes conmigo en Trieste y ofrecimos dos conferencias más, que nos permitió tener algún dinero para comer. Residíamos en el apartamento de Gaetano Longo, quien nos lo cedió por ese mes. Con él y un amigo suyo poeta, al fin fuimos a Duino, recorrimos el bello Sendero Rilke, visitamos un palacio cercano semejante (mismo propietario antiguo) que el de Chapultepec en México, pero al castillo no pudimos entrar, pues estaban de visita sus dueños, los príncipes de Thurn und Taxis. Otra tarde volvimos con Octavio, su esposa Elvira, Cecilia, Gaetano y Eguren, pero nos quedamos también en una cafetería al aire libre con el castillo de fondo. Los príncipes no se habían ido, y la entrada estaba entonces prohibida.
Firmamos un contrato con una editorial de Udine para publicar una antología de la poesía cubana, que ya yo tenía formada por completo, una versión de la que había publicado en Brasil, pero que ahora se ponía al cuidado y como coautor a Gaetano, que por entonces no sabía casi nada de la poesía cubana, y Cecilia y él se ocuparon de traducir los textos, con asesoría de la muy buena traductora que fue Elvira Prenz.
Por cierto, casi no voy en ese viaje, pues Prenz mandó dos invitaciones al Instituto Cubano del Libro, donde seleccionaron a Eguren y a Armando Cristóbal. Cuando llegaron esos nombres a Italia, Prenz se dio cuenta de que me dejaban fuera, habiendo sido yo el organizador de esos encuentros con Cuba, desde que nos conocimos en el festival de las Noche Poéticas de Struga de 1989, en Macedonia. De modo que Prenz mandó una tercera invitación con mi nombre. Mis amigos Prenz y Gaetano y sobre todo Cecilia organizaron una excursión para mí a Roma y a Florencia, de tres días, me lo ofrecieron como obsequio el día de Nochebuena que celebramos en la casa de los Prenz.
Viajé solo toda la noche en tren, descendí en Roma cerca de las 9 de la mañana, pero con un plan de visita trazado por Cecilia, que me condujo primero al foro, luego al coliseo, más adelante a la Plaza de España y a la fuente de Trevis, de allí a Plaza Nabonna, el gran puente hasta el Palacio Santangelo, y finalmente al Vaticano. Me detuve allí con delectación, recorrí maravillado la iglesia, me incliné en loor frente a la famosa estatua de Miguel Ángel, y salí para subir a la cúpula, donde pasé demasiado tiempo, lo cual ocasionó que cuando descendí para entrar a la Capilla Sixtina, ya había cerrado para los turistas.
Se hizo de noche a las cinco de la tarde y me retiré hacia la terminal de trenes, para aparecer más tarde en Florencia, e ir directo al albergue que Cecilia me había reservado. Allí descubrí que mis pies sangraban de la intensa caminata romana. Al amanecer, tras desayunar espléndidamente, salí a recorrer Florencia.
Pero mejor me refiero a esta ciudad cuando la visité en 2006 junto con mi compañero el poeta Alberto Acosta-Pérez, quien había ganado un concurso de narrativa breve en Sevilla y voló desde aquella ciudad para encontrarse conmigo. Yo venía desde Francia, donde había hecho un recorrido hermoso de conferencias por París, Nantes, Limoges, Rennes y Toulouse. Desde esta última ciudad viajé en tren con mi amiga Paquita López Civeira, en un viaje nocturno de dos trenes sin que dejara nunca de llover intensamente. En la madrugada descendimos en Pisa, quisimos ir a ver su famosa torre inclinada, pero quedaba muy distante de la estación de trenes y la lluvia era copiosa. Por suerte, no lo hacía al bajar en Florencia a las 6 de la mañana. Allí nos encontramos con Alberto a las 3 de la tarde de un día muy frío pero sin lluvia.
Oh, Florencia, maravilla de Europa, desde el pequeño y cómodo hotel donde nos albergamos, la recorrimos con intensidad. Es una ciudad encantadora, llena de historia y de leyendas. Su Galería de los Oficios es uno de los museos más importantes del mundo, lo recorrimos con devoción. En un restaurante más o menos llamado El Delantal Rojo, una amiga nos organizó a Alberto y a mí un recital poético, que fue muy concurrido y terminado en una cena. Como museo al aire libre, pasamos por todos los puentes sobre el amarillo río Arno y visitamos otros sitos fabulosos (la catedral, el baptisterio, la Academia donde se halla en legítimo David y la presencia abrumadora de esa estatua). Tales recorridos nos colmaron de dichas. Solo lamento que no fuimos un día, de los ocho que pasamos allí, a Roma. Alberto quería, pero me opuse porque el objetivo era conocer intensamente Florencia. Fue un error. Cinco años y medio después Alberto murió sin poder repetir ese viaje a Italia.
Pero el objetivo florentino se cumplió, Alberto gozó de uno de los sueños de su vida, decía él que desde su infancia deseaba visitar esa ciudad maravillosa, capital de medioevo y luego del renacimiento. Quedó grabada de manera indeleble en mi memoria y espero que Alberto la siga gozando en su eternidad.
Visitas: 25
Deja un comentario