
Es bien raro por qué en nuestro camino surgen sitios por conocer, que no estaban en nuestro ideario, sueños, o incluso en el conocimiento de su existencia. Así me sucedió con la bella Rouen, Ruán en español. Claro que la había visto en los mapas de Francia como un punto, y en mis lecturas de historia antigua supe de su condición de ciudad condal, capital de la Normandía, cuando ese territorio no era de dominio francés. Era solo una ciudad gobernada por Ricardo Corazón de León (un duque famoso y bisexual), de quien se dice que precisamente su corazón se encuentra en la bella catedral de la ciudad.
La primera vez que fui a Rouen, en un lejano noviembre de 2003, llovía mucho rumbo a su Universidad principal, donde ofrecí una conferencia sobre poesía cubana de la mano del profesor Venko Kanev, a quien conocí ese día. A la salida, aún quedaba tiempo para un paseo, la lluvia era más bien una delicada llovizna y Venko quiso que no dejase de ver al menos la Catedral. Años después, entre 2008 y 2009, ya viviendo en esa ciudad, uno de mis placeres era ir a pararme frente a la fachada catedralicia más bella de Francia, para escrutarla más que mirarla. Me enamoré de ese edificio abigarrado y gótico, que pintó con tanto empeño el célebre Monet.
Venko Kanev era un gran amigo de Cuba, casi se sentía cubano, amaba a la isla grande como a su segunda patria, pues pasó su juventud en La Habana, terminó su Licenciatura en Letras, se casó con la hija del embajador de Indonesia, llamada Nuri, y al caer el gobierno de izquierda en la lejana tierra asiática, se quedaron a vivir en la capital cubana, y allí fue donde nació la hermana más pequeña de Nuri y el único hijo que tuvo la pareja. Ese antecedente, que yo ignoraba, tuvo que ver con las gestiones de Venko para mi estancia, primero de un semestre y luego de un segundo semestre, en la Universidad de Rouen. Él de origen búlgaro, ella indonesia, tenían ahora un hijo cubano.
Viajé a fines de octubre de 2008, llegué a París y de inmediato me fui a Rouen, donde me esperaba Venko y una serie de trámites universitarios para hospedarme y fijar las fechas de inicio de los dos cursos que debía impartir. Tuve un primer mes muy movido, porque el bello sitio donde me albergaron, Facultad de Ciencias Exactas, dentro de la bella ciudad, era por solo un mes, de modo que pasé no pocos apuros hasta hallar un apartamento de veinte metros cuadrados, con pequeña cocina y un baño que parecía de juguete. Cumplí los no pocos requisitos de permiso de trabajo en Francia, los trámites del alquiler, los asuntos burocráticos de la Universidad y heme allí explicando a García Márquez en un curso y a Alejo Carpentier, en otro, más un grupo de pregrado para enseñar la expresión escrita en Español.
Entonces la ciudad se me abrió como un puzle a descifrar. Me compré un buen mapa y fui marcando las calles que recorría de la parte muy antigua de la villa, zonas que iban desde el siglo IX al XIV. Comencé por los alrededores de la impar catedral, que cedía en belleza interior a otras varias entre las góticas francesas (Amiens, Chartres…), pero cuya fachada maravillosa parecía por momentos bordada, tejida más que edificada en piedra. Otras dos iglesias, la abadía de Saint-Ouen y Saint-Maclau y el gótico flamígero Palacio de Justicia, bastarían para hacer de esa ciudad una joya mundial, que lo es por sus calles de mercaderes y anticuarios, por sus edificaciones singulares, por su Gran Reloj y la basílica de santa Juana de Arco, en el sitio donde quemaron a la mártir francesa.
El Sena pasa a su vera calmo y ancho, unos seis o siete puentes comunican a la parte antigua con la ciudad moderna, y dos o tres de esos puentes bien valen para pasear sobre ellos. Uno muestra el cruce del metro de la ciudad, un tren subterráneo dentro de ella y que luego brota en los barrios lejanos del centro, como cómodo y eficaz transporte. No sé cuántas veces me detuve en el centro del puente más bello a solo ver cruzar el Sena.
Mis días de asueto los pasaba recorriendo las calle enredadas y bellas. También fui varias veces a los conciertos en Saint-Ouen, de fantástica acústica, pero asimismo me regalé tiempos de lecturas en sus jardines, o me mantuve dentro del encanto de su interior sin otros brillo que su enorme sala capitular. Adentro y afuera, Saint-Ouen es uno de mis recuerdos más hermosos de Ruán. Claro que me gustó mucho visitar el cementerio mayor, donde yace la familia Flaubert, y desde donde hay una vista fenomenal de la ciudad. Algunos llaman a ese cementerio el petit Pere Lachaise, por su belleza. Pero otro cementerio más pequeño, al costado de la basílica de Nuestra Señora del Buen Viaje, se halla la tumba del poeta francés José Maria de Hérédia Girard, nacido en Santiago de Cuba y primo del Heredia cubano, autor de los bellos sonetos de Los Trofeos (1893), gran obra parnasiana. Allí llevé en su momento al crítico literario y profesor alemán Hans-Otto Dill y su esposa Gherta, y a mi inseparable Alberto Acosta-Pérez, a quien hice gozar durante una semana de la belleza de Ruán.
¿Sitio preferido en Ruán? Pues me cuesta trabajo decidirme si la placita frente a la gran catedral, o la plaza amplia y hermosa, rodeada de bellezas arquitectónica, en cuyo entro está el sitio donde fue quemada Juana de Arco, y la basílica que se le dedica, encristalada y en forma de un gran barco vikingo invertido. La zona de la estación de trenes y su torre de Juana de Arco (parece que no tuvo que ver mucho con ella), la calle que comunica interiormente a Saint-Maclou con Saint-Ouen, la ancha avenida en la zona donde viví, las orilla del Sena, todos ellos son sitios y edificios que mi memoria guarda como tesoros que un día se fundirán con la naturaleza como recuerdo, pero que físicamente están allí.
Y ese allí es Ruán, ciudad maravillosa, tranquila, con un aire de provincia en su paz interior, pero de fuerte movimiento en sus alrededores comerciales, llenos de sitios donde comprar desde muy caro hasta muy barato. Estuvo ligada a mi vida entre septiembre de 2008 y luego hasta diciembre de 2009. Gocé en sus calles, solo, pero lleno de su belleza. Y gozo en el recuerdo de esa ciudad que me permitió ver sus varios museos, sus cines, la burbuja de su vida cotidiana, sus mercados públicos los sábados, donde compré unos quesos memorables, su historia entrelazada con grandes personalidades como Samuel Bochard, erudito del siglo XVII, Pierre Corneille en el propio siglo, Jean Marie Leprince en el siglo XVIII, el gran pintor Théodore Géricault en el XIX, coetáneo de Gustave Flaubert, el autor de Madame Bovary, de Maurice Leblanc, creador de Arsène Lupin, y del parisino Claude Monet, quien pintó tantas veces la fachada de la bella catedral. Rouen queda así metida entre mis mejores recuerdos vitales, volví un día a ella en 2017 y me gustaría volver. Es grato el regreso a sitios donde se ha sido feliz.
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