
Tanto como he escrito, y nunca se me había ocurrido hacer un recuento de mi vida con mis padres. Puede ser útil para la evocación de muchas personas sobre la relación filial. Comienzo con mi padre, Virgilio, del cual heredé el nombre. Por la época de su nacimiento al principio del siglo xx, mi abuela leía una novela cuyo personaje central se llamaba así, de modo que su primogénito, nacido en 1908, llevaría ese apelativo como un personaje vivo. Mi abuela Celia era una gran lectora, casi todos sus once hijos llevaron nombres de personajes de novelas.
Mi padre era hombre de bromas, a veces, y en otras ocasiones se ponía un poco furioso, como buen Tauro vital, pero en la vejez suavizó mucho su carácter. Mi madre le decía: «eres luz de la calle y candil de la casa», porque él era de una generosidad excesiva. Al grado de que los vecinos, lindantes con su terreno, fabricaban dentro de la línea de demarcación de la propiedad, quitándole unos pocos metros, y él levemente protestaba. Una pared de mi casa de infancia nunca fue repellada por fuera, solo puso piso de mosaicos muy tarde, no tenía suficiente dinero, y lo que solía hacer era un piso de cemento muy bien pulido con un colorante verde, y con una pita marcaba en cuadrantes el área, por lo que parecía que había mosaicos.
Él fue interventor de bodegas cuando el Estado cubano decidió estatalizar los sitios de comercio, tuvo en sus manos riquezas, sobre todo varios equipos de refrigeración, que no había en mi casa, pero él, probo y limpio, jamás llevó al hogar nada que pudiera ser mal habido. Era de una sencilla honestidad. Ni mi madre supo que vendía bonos del 26 de Julio, cuando la insurrección, y no se alzó en la sierra porque su único hijo, o sea, yo, era muy pequeño y no dejaría a mi madre sola ni por la justicia a que aspiraba. Luego de la victoria de la Revolución, él y mi madre fueron fundadores de las milicias, de los Comité de Defensa de la Revolución y de los Tribunales Populares, terminaron ya en la vejez siendo jueces en Marianao, habiéndolo sido por años en el pueblo natal, Fomento.
Cumplía noventa y cuatro años. Era ya un cuerpo vencido, en total invalidez y con abundantes feas escaras. Ese día de su cumpleaños le pregunté: «Papi, ¿vas a vivir cien años?», y me respondió rápidamente: «—Si se puede, sí». «¿Y por qué quieres vivir tanto?» «Para estar con ustedes», me respondió. Éramos él, mi madre y yo, la sagrada familia. Aquel breve diálogo me conmueve hasta hoy: sobrevivir por amor, quedarse a pesar de todo por sentir, calladamente, ese amor. Qué hermoso es que se sienta de modo radical el amor de los suyos. Por eso creo que está bien que exista un Día de los Padres, homenaje a los padres verdaderos, a quienes felicito de corazón. Adapto estos versos que recuerdo más bien en honor de las madres: Nadie a un padre es igual, / solo en su amor inmortal, / pues no hay amor en la tierra / como el amor paternal.
Mi madre Flora tenía un carácter diferente. Aunque el que trabajaba en el comercio era mi padre, ella era la verdadera comerciante. Tenía un gran olfato para vender con ganancia y para comprar con ventajas. Tenía un carácter muy fuerte, indomable, pondría aquí cada letra de la palabra indomable separada para subrayarla mejor. Había trabajado mucho en el ramo de la tabaquería, como despalilladora y apartadora, en lo que alcanzó gran destreza destreza, pero cuando me tuvo a mí, dejó de trabajar fuera de la casa, porque yo era muy inquieto, muy intranquilo, requería mucha atención.
Cuando mi madre sostenía un pleito con mi padre, él se iba de la casa por horas hasta que a ella se le pasase el furor. A veces no lograba serenarla. Amaba a su familia de una manera intensa. Eran trece hermanos y ella era la quinta, se preocupaba por todos. Recuerdo en mi infancia decirme: «Vamos a la casa de las muchachitas». Estas «muchachitas» eran sus hermanas que ya pasaban de los sesenta años. A mi madre le gustaban, y mucho, las cadenas, pulsos, anillos, aretes. Los aretes los rompía siempre, los pulsos y anillos de plata duraban bastante más. Se coloreaba ella misma el cabello, de castaño claro, casi rubio, y se pintaba las uñas con esmero. Vio decenas de películas en las que actuaba y cantaba Libertad Lamarque, le encantaban. Iba siempre al cine Marruco del pueblo de Fomento, pero prefería el Baroja.
En una ocasión, ya de noventa y un años, tropezó al salir del baño, y susurró: «Alabado sea Dios, yo voy a ver cuando ya sea una vieja». Una semana antes de fallecer a los noventa y tres, visitamos al Indio Naborí, su esposa Eloína acogió a mi madre como a una vieja amiga, conversamos mucho, Eloína hacía un té delicioso, comparable en calidad al excepcional arroz con pollo que solía hacer mi madre. Mi madre Flora estaba encantada de estar al lado de un poeta que admiraba enormemente. De regreso a casa, se puso a cantar en el sofá unas décimas que hablaban de la retama, por lo que supuse que las aprendió de su padre, emigrante canario.
Siendo hijo de Flora, siempre me he dicho que fue una suerte que mi padre no se llamase Fauna, pues hubiese sido yo el hijo de la Flora y de la Fauna. Ellos eran gente humilde, «de su casa», sin demasiadas lecturas, tenían un sentido innato de la justicia, jamás aspiraron a cambiar de clase social, ni a convertirse en emigrantes. Mi padre llegó a ser Noble Grande entre los Od Fellow, fue masón y Caballero de la Luz, pero al triunfo de la Revolución puso a dormir su militancia en las logias. Mi madre tenía una gran pasión por Fidel Castro, no se perdía nunca ninguno de sus largos discursos a través de la televisión o la radio. La vi gemir cuando un hermano suyo decidió irse a vivir a Miami. Su sentido de la justicia era muy radical, al grado de que cuando en 1980 se hicieron aquellos feos «mitines de repudio», contra personas que deseaban emigrar, no solo no se sumó a ellos, sino que hizo saber su desacuerdo a través de los Tribunales Populares.
Mi padre pacifico la mayor parte de las veces, comprensivo con los demás, afectuoso, mi madre a veces agresiva y malhumorada, pero de honda bondad, eran virtuosos y amables, sabían de la pobreza, conocieron la injusticia en la República, y se sintieron acogidos por la Revolución, que sentían como suya. Fueron novios durante quince años y estuvieron casados, hasta que la muerte los separó, otros sesenta y dos. Una cajita sola recoge hoy las cenizas de ambos, unidos así en el polvo hasta la eternidad.
Visitas: 49
Deja un comentario