En marzo de 2012 tuve el honor de ser miembro del Jurado que concedió el Premio Pablo Neruda de Poesía. En esa ocasión no fue larga la discusión, porque entre los brillantes autores propuestos figuraba Nicanor Parra (1914-2018), quien lo obtuvo por unanimidad. El creador del «Soliloquio del individuo» había alcanzado fama dentro de la lengua española, y logró en vida los premios Nacional de Literatura de Chile, el Juan Rulfo concedido en México y en España el Reina Sofía y el Cervantes. Algunos lectores, sin embargo, lo recuerdan por sus célebres «artefactos», y sus salidas ingeniosas ante preguntas, como aquella respuesta que reza (cito de memoria): «La diferencia entre Neruda y yo consiste en que él nació en El Parral, pero yo no nací en El Nerudal». O aquella exageración ególatra: «Durante medio siglo la poesía fue el paraíso del tonto solemne hasta que vine yo y me instalé con mi montaña rusa».
Siendo «antipoeta» (o al menos poeta antinerudiano), no es raro que fuese el «inventor» de la «antipoesía», pues su acento surrealista se destacaba desde su profesión: físico-matemático: ya había ganado en 1938 el Premio Municipal de Santiago por su contribución a la física y la matemática, y un año antes había aparecido su primer poemario: Cancionero sin nombre, a los veintidós años de edad. Iba a demorar diecisiete más hasta dar a conocer el libro que lo situó entre la mejor poesía hispanoamericana de su tiempo, Poemas y antipoemas (1954). En una entrevista de 1971 aclaró: «Bauticé los Poemas y Antipoemas posteriormente. Había comenzado a escribirlo en 1938, pero solo di con el título en 1949 o 1950, en Inglaterra. Andaba rebuscando por una librería cuando me fijé en A-poèmes, libro del poeta francés Henri Pichette. ¡De modo que la calificación de “antipoema” se había empleado en el siglo xix —aunque probablemente los griegos ya la usaran—! En cualquier caso, el término me vino a posteriori; o sea, yo no escribí la obra de acuerdo con una teoría completamente articulada desde el principio». Lo cierto es que la antipoesía se corresponde con la poesía coloquialista (de tono conversacional) emergente a la sazón en toda América Latina.
Dibujó, pintó, hizo collages, poemas visuales, pero el centro de su creación fue la poesía. Algunos de sus «artefactos» están circuidos o forman parte de una obra visual suya. Se le ha de ver como un importante traductor, como su monumental versión Lear. Rey & Mendigo (2004), del shakesperiano Rey Lear. Vivió ciento tres años y en tan largo lapso imaginó, fue original, repitió esquemas transformándolos, clichés renovados por su mano, le dio una vuelta a la hoja de la realidad y miró desde abajo, nos hizo ver diferente, desde su arte, al mundo en torno mediante una ruptura de sistema entre lo exterior y el interior perceptivo.
Un artefacto es un producto propio del proceso de desarrollo de software. No debió de dejar de saberlo el gran Parra, mientras escribía textos breves anteriores a la era cibernética, suerte de apotegmas, a modo de proverbio, pero con una dosis fuerte de humor o de ironía, o ambos, que se convirtieron en todo un libro en 1972 bajo ese propio nombre, como aquel polémico y político: «Cuba sí. / Yanquis también», o aquel otro provocativo: «La muerte es una Puta Caliente». O el sutilmente irrespetuoso con los cristianos: «Los tres ladrones. / El Buen Ladrón. / El Mal Ladrón. / Y el del Medio», donde no dice quién sea cada cual ni se puede colegir con exactitud que «el del Medio» sea un ladrón, sino que solo ocupaba esa posición.
Parra no fue un genio, no es genialmente exclusivo, pero tampoco es el inventor del agua tibia. Fue un creador ingenioso, o dándole vuelta al término: un ingenioso creador. Es de la familia (cubana) de un José Z. Tallet, o de un Samuel Feijóo. Influyó en la poesía de las décadas de 1960 y 1970 en todo el orbe hispanoamericano. Tiene relación con Ernesto Cardenal o con Rafael Alcides Pérez, supo escribir una poesía que a veces conserva aires whitmanianos, y otras se aproxima, al menos por la tangente, a Allen Ginsberg o a Charles Bukowski, pero solo a veces. Supo sacar expresión renovada de la poesía popular desde el romancero, un poco inspirado en el de García Lorca, pero también se aproximó a la cueca chilena o del cono sur, con aquella «Cueca larga», con este tipo de humorada: «Una vieja sin dientes / se vino abajo / y se le vio hasta el fondo / de los refajos». Ese doble sentido de la picardía popular está presente en los textos para escribir en los retretes, en las paredes callejeras, en los parques o para colgar en un sitio casero como un poema visual: «La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas».
¿Conceptista, barroco quevediano, manierista, surrealista? Uno desearía saber qué es en verdad Parra, un poco para estar tranquilos con ese afán de clasificación que nos asalta ante algo singular. Si nos hubiésemos quedado en ese sesgo artificioso, humorístico, irónico, ingenioso, no tendríamos al poeta completo. Él fue una antena, un morro, un faro al que se viraron muchos poetas que comenzaron sus obras en los años sesenta, y a los que recomendó en su poema «Jóvenes»: «En poesía se permite todo. // A condición expresa / por cierto / de superar la página en blanco». ¿Debe ser ello responsable de tanto desaguisado «conversacional» de aquellos tiempos, de prosaísmo chato? De cualquier modo, él fue también: «Un profesor de pantalones verdes / Que se deshace en gotas de rocío». Y, como dice en «Advertencia al lector»: «El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos», sutil unión de un dodecasílabo con un endecasílabo.
Gusto de leerlo. No siempre. A veces no quiero esa poesía externa, que apela demasiado a la circunstancia y a la ingeniosidad, como en su «Epitafio», aunque en «El hombre imaginario» alce vuelo un poco por encima del terso terráqueo, debido a la muerte de la amada. Pero él creó su propia deidad («el poeta es un pequeño dios», Huidobro), «Ayer / de tumbo en tumbo / Hoy / de tumba en tumba». Una deidad reidora, jodedora, calcinante, burlesca. Esa es la deidad parrera, Parralista, Parralizadora a veces, situada en su Parraninfo, que tuerce el idioma y a veces los números en un juego perenne con la expresión. Jugar es un placer. Y Parra es hijo de una deidad jodedora. Pero cuidado con no tomarlo en serio. ¡Cuidado! Su obra es una labor de letras consciente y tan valiosa como la mejor (y alta es) poesía chilena de todos los tiempos, de todos los tiempos hispanoamericanos.
Su obra
- Cancionero sin nombre (1937)
- Poemas y antipoemas (1954)
- La cueca larga (1958)
- Antipoemas (1960)
- Versos de salón (1962)
- Manifiesto (1963)
- Canciones rusas (1967)
- Obra gruesa (1969)
- Los profesores (1971)
- Artefactos (1972)
- Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977)
- Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979)
- El anti-Lázaro (1981)
- Poema y antipoema de Eduardo Frei (1982)
- Cachureos, ecopoemas, guatapiques, últimas prédicas (1983)
- Chistes pa/r/rá desorientar a la policía/poesía (1983)
- Coplas de Navidad (1983)
- Poesía política (1983)
- Hojas de Parra (1985)
- Poemas para combatir la calvicie (1993)
- Objetos prácticos (1996) más tarde calificados de Artefactos visuales
- Nicanor Parra tiene la palabra (1997), prólogo y compilación de Jaime Quezada
- Páginas en blanco (2001)
- Lear Rey & Mendigo (2004)
- Discursos de Sobremesa (2006)
- Obras completas I & algo + (1935-1972) (2006)
- Obras completas II & algo + (1975-2006) (2011)
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