Un poeta que, al iniciar la lectura de cualquiera de sus poemas, sabemos ya de hecho que se trata de un poeta consumado, ese es Paul Celan (192-1970): «Negra leche matutina la bebemos de tarde…» Vivió tan sólo cuarenta y nueve años, atado a su desgarradura emocional. Por error, se le llegó a considerar como un poeta francés, pero él nació en Rumanía, tierra rica en líricos (Eminescu, Arghezi, Blaga… Tzara), además era judío de origen y se expresaba en alemán, que era el idioma de comunicación común en su hogar. Su familia murió en campos de exterminio nazis, y él mismo yació en Moldavia en uno de esos terribles sitios, hasta casi el fin de la guerra, de donde no saldría sin afectaciones psíquicas. Aunque se fue a Francia en 1938 a estudiar medicina por muy breve tiempo, en verdad se asentó en ese país en 1948, donde obtuvo la nacionalidad.
Entre otros datos de su biografía, se le sabe casado con la pintora francesa Gisèle Celan-Lestrange, sin abandonar su amor por la poeta austriaca Ingeborg Bachmann, con quien militó en el conocido conjunto de expresión alemana Gruppe 47 (otros integrantes: Heinrich Boll, Günter Grass…). Ella convivió buena parte de su vida con el escritor suizo Max Frisch, en Roma. Celan nunca se detuvo a vivir sedentariamente en Francia, se desplazó por Europa y por Israel, tuvo una compleja relación intelectual con Martin Heidegger.
Fue un consumado traductor al alemán desde varios idiomas, unos seis, que dominaba. Su obra poética tiene segmentos muy difíciles de traducir, no sólo por el entramado lírico que pesaba sobre él, desde las influencias bíblicas y surrealistas hasta por incluir sus propios males mentales, sino también por una estética que se impulsaba por la idea de la imposibilidad de una comunicación legítima con el otro, con la otredad y un natural sentido hermético de una parte de sus versos.
Pero lo que hay de luz en la poesía de Celan lo designa como uno de los poetas más poderosos en la expresión europea del siglo en que vivió. Desde Amapola y memoria (1952) a Soles de hilo (1968) transcurre una serie de libros de poemas imaginativos y muchas veces de tono existencial. Su temperamento se había tornado autodestructivo, pero también agresivo a veces, ligado a esos aspectos de su biografía que aquí subrayo: formación infantil severa, reclusión de sus padres y sus muertes en campos de concentración, donde él mismo estuvo, aunque lejano de ellos; sentido de autodestrucción, de culpa, de desarraigo (lo que se notaba en su constante cambio de sede vital), cierto matiz de incomunicación, aferramiento a la palabra (poética) como único modo de vencer esa gran soledad que padecía. Del internado psiquiátrico al suicidio había solo un paso, y lo dio: se lanzó al Sena, carcomido por la propia angustia y paradógicamente lleno de vacío existencial.
Claro que el impulso biográfico pesa sobre la obra de cualquier poeta, de casi todos para no ser absolutos, y en el caso de Celan ello se aprecia en su heredada tribulación por sus circunstancias vitales. Ni siquiera cuando pasada la guerra y asentado en Francia, casado y con hijos, Celan dejó de ser el hombre complejo que escribía por una vocación incontenible, que creía en la palabra poética, pero a veces la retorcía, la llenaba de esa misma angustia que lo poseía.
La lectura de sus poemas tiene ese don de los mejores poetas: hacer vibrar a la palabra, a los versos, al poema todo, y de esa vibración nace la lectura rara, sobre todo si el lector debe leerlo traducido, no en la fidelidad de su idioma. Como antaño Rilke, Celan tiene una relación difícil con el alemán, se ha dicho que esa fue la lengua de los que asesinaron a sus padres, pero es mediante este idioma que vuelca, transformado en arte, su dolor, ese que se define tan sutilmente en Cambio de aliento (1967): En los ríos del norte del futuro / arrojo la sed que tú / vacilando lastras / de escritura de piedras, / sombras. Sed y sombras lo conminan a escribir su desasosiego, que en el póstumo Parte de nieve (1976) presenta una declaración rotunda, que disfraza de pregunta: ¿Qué tiempos son estos, / en que un diálogo / es casi un crimen, / porque encierra / tanta cosa dicha.
En Cuba, casi hay que leer a Celan en la selección de Kenia Leyva Hidalgo, Lejos de todo cielo, para ediciones Holguín, de 2010. En unas ciento treinta páginas netas de la poesía de este poeta extraordinario, se nos ofrece una buena brújula, una buena introducción a ese mundo espléndido de la palabra de Celan transida en una selección entre nueve libros de la docena que escribió, sin contar las ediciones de sus poesías completas.
Sabemos que su obra, compuesta entre 1938 y 1970, abarca unos ochocientos poemas. Se ha dicho que ella tuvo el peso del surrealismo encima, pero también se mostró rica en imágenes bíblicas. Expresa lo que el poeta sintió como absurdo en la vida coetánea, por lo que subrayó su sentido de incomunicación. No es un autor de entrega fácil, hay que «leer en Celan», meterse entre sus entretelas y no dejar a un lado el valor biográfico de lo que escribió, porque no siempre el poeta es el hombre, pero en Celan lo es auténticamente. Aquel que se despeñó en el Sena dejó dibujada su vida azarosa en versos de un resplandor magnífico.
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