¿Cuál es el rumbo final y concluyente de la obra poética de Roberto Juarroz (1925-1995)? Su poesía completa acopla dos volúmenes no pequeños que resultan quizás contraproducente leer de un tirón, porque abruma, hasta fatiga tanta repetición formal, tanta exactitud de enunciados, de escritura. Como Walt Whitman, es un poeta que gana mucho en una rigurosa antología. La totalidad de Poesía vertical ¿cansa?
No es un nuevo Canto a mí mismo, sus poemas no forman unas nuevas Hojas de hierba. Hay que tener cuidado con sentirse «cansado» ante una labor lírica tan espléndida, tan altamente cargada de mensajes y de interpretación del mundo y de la vida. Juarroz conmueve. Y mueve al intelecto, a la poesía intelectiva, a la imaginación sobre la imaginación, a veces en un ritmo metapoético asombroso.
Él no llegó a obtener los grandes premios de poesía que se ofrecen en España, México y Chile, pero los mereció todos. Tuvo una vida intelectual muy intensa en su Argentina natal, donde fue profesor, periodista, ensayista y traductor. Los catorce volúmenes de Poesía vertical fueron apareciendo poco a poco, el último, de 1997, editado al año de fallecido el poeta, y con ello su prestigio creció en vida y post mortem, tanto, que muchos de sus poemas fueron vertidos a varios idiomas. Hoy lo reconocemos como una de las voces primordiales de la lírica de lengua española en el siglo xx.
Para Juarroz el mundo se le presenta, o lo interpreta, como una constante revelación. Lo que está fuera de sí, en la «realidad objetiva», es susceptible de ser aprehendido por la poesía, y ella se convierte en protagonista. La palabra reina, pero el sutil sentido de sorpresa, de hallar lo sorprendente, le confiere un lenguaje muy próximo al surrealismo, incluso cuando predomine el conceptualismo, porque Juarroz, en todo caso, es un poeta quevediano («el polvo del polvo / es un momento del polvo»). La crítica ha señalado su relación con Novalis y con la filosofía existencial de Heidegger, pero su sentido del barroco no le lleva a lo oscuro, ni a una tropología que le dé galas de hermetismo. Su palabra es diáfana, pero está imbuida en un texto que constituye una imagen per se. Trabaja con la emoción (no efusiva), pero ella ha sido filtrada por la inteligencia, por la sensorialidad. El poema es una suerte de enigma, no responde a un significado de recta comprensión, sino que expande su significación como un cuerpo textual interpretable, con cierto grado de impersonalidad. El lector queda atrapado por una belleza expresiva que le impone un reto: ¿qué me ha dicho (maravillosamente), este poeta?
En la Novena poesía vertical (1987), en su poema 25, leemos: «La soledad es la usanza más difícil / pero es la única y legítima madre, / porque en ella se encuentra / no solo el amor a lo que existe / sino también el amor a lo que no existe». Esa presencia de partículas léxicas poco poéticas: pero, porque y también, no son molestia para un lector que ya a esa altura ha leído y asimilado el estilo personal del poeta. O por ejemplo, la reiteración: «El genio del olvido / ejecuta la partitura del olvido / en el teclado de la memoria» (del poema 40 de Séptima poesía vertical, 1982). En ese mismo poema se enlaza lo conceptual casi como un apotegma, como una observación inteligente más que una aprehensión lírica: «La obra del olvido / prueba que recordar es fácil / y olvidar es difícil».
Julio Cortázar definió a la poesía de Juarroz como: «El lenguaje reducido a una gota de luz», en la primera entrega de Poesía vertical. Las sucesiones de frases, de «sentencias», de propuestas ideoestéticas confieren a sus textos una ilación, una continuidad, como un solo poema que en el primer tomo registra unas quinientas páginas, y otro tanto en el segundo. Arma un laberinto, y no precisamente borgiano, porque teniendo un tipo de poesía que pudo deberle algo al gran Jorge Luis Borges, Juarroz sabe hacer lo suyo «como una nueva e impersonal manera de ser dios». La palabra alza y deja caer el telón en el gran teatro del mundo.
El poeta solo tiene que disciplinarla para que conforme esas pequeñas unidades que son la mayor parte de sus poemas, modos citables. Para citar en buena lid a Juarroz hay que copiar extensamente sus textos, porque cada uno de ellos presenta una unidad de ideas que dicen «algo» al lector, como imán de letras. Así, uno puede abrir alguno de los tomos líricos de este poeta y anotar versos que se nos presentaron a la vista, al azar: «Celebrar lo que no existe. / ¿Hay otro camino para celebrar lo que existe? / Celebrar lo imposible. / ¿Hay otro camino de celebrar lo posible?» (3 de Novena poesía vertical). Así es como la poesía de Juarroz nos enfrenta al azar, al olvido, a la muerte y la vida, a lo real y lo irreal.
Decía que su obra gana en una antología, pero quiero saber cómo hacer esa selección de «sus mejores poemas», cuando la densidad conceptual del poeta le asigna a cada texto una «importancia per se». En la Decimocuarta poesía vertical (1997) aparece el apartado llamado «Casi poesía» y «Casi razón» —partes de los «Fragmentos verticales»—, en que el texto poético se hace poema en prosa. Todos ellos siguen el juego de continuidad de una poesía altamente sugerente. A modo de introducción de estos textos, el poeta dice algo que sirve para toda su poesía: «No ceder al discurso y retener únicamente los núcleos esenciales del pensar y la poesía, renunciando a la tentación del desarrollo, responde de algún modo a la naturaleza más íntima de la creación y la visión del hombre».
Ello plantea una poesía del ser, un sentido ontológico de captar el hecho poético que está en la realidad, pero que se configura en el cerebro, más que como discurso poético, como ideación, como idea del mundo que no se trasmuta en un sistema de pensamiento (filosofía) sino en una manera (poética) de comprender no solo la realidad inmediata, sino la razón cósmica.
El poeta es siempre un aprendiz, un captador, una antena, alguien que vibra, y su vibración surge de la idea, de la conjunción (aforística incluso) de la palabra, y cada palabra acude al tejido del poema, y cada poema conforma el lenguaje del silencio de Dios («sin su mudez / yo no hubiese aprendido a decir nada»). Quien aprende, reta. El saber es un reto frente a la realidad, no solo devela, sino que interpreta, no solo define, sino que además, canta. Como anotó el poeta Alberto Acosta-Pérez al margen de un poema del segundo volumen de Poesía vertical, Juarroz aparece que anota: «Una palabra suspendida al final de una cadena de genes». Es una poesía que parece venir enlazada con nuestra propia condición humana, una poesía capaz de buscar lo total (lo eterno) en una palabra (lo efímero).
A la poesía de Juarroz no se termina nunca de comentarla. Él mismo lo dice en su poema 32 de Undécima poesía vertical (1988): «El poema continuo, / la escritura continua, / el texto que nunca se termina / y nunca se interrumpe, / el texto equivalente a ser». La poesía es equivalente a la vida del ser, y nadie puede comentarla minuto a minuto, instante a instante, pues ese comentario consiste en vivirla. Juarroz nos dejó una gran, alta, bella poesía para vivirla, para leerla como vida, como testimonio de vida, y como testamento lírico del hecho de haber vivido. Lectura feliz: lo es incluso cuando trata de la desesperación.
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