Un día, caminando por Málaga y al final de su paseo central a la vera de la Alcazaba, cerca ya de la Plaza de Toros, una imagen, un busto, un monumento me enfrentó a la figura de Salvador Rueda (1857-1933), situado muy cerca de la casa modesta donde vivió y murió. ¿Hemos sido justos con su trascendencia?, tal vez no. Desde el decir de Juan Ramón Jiménez que lo escuchó repetidor y redicho hasta conducirlo al olvido menos benévolo¸ el poeta ni se queja de su eternidad en aquella calle-paseo en la flor de Málaga.
Se discute si fue con plenitud un modernista, un discípulo o no de Rubén Darío, una voz solitaria del estro andaluz. Unas preciosas décimas sobre Málaga hablan de la infancia del poeta y de la belleza de la ciudad: «Esa es Málaga la bella / paraíso en que nací; / entre sus luces viví / y mi ser formose en ella», y el poema deviene un canto andaluz en que lo hondo y lo superficial hacen brillar a las estrofas.
Creo que fue uno de los primeros poetas que cantó, en Cuba, a la zafra azucarera a principios del siglo xx, en ese sentido, Rueda es un antecedente de Agustín Acosta, quien debe haber aprendido de Rueda en el orbe lírico de la musicalidad del verso. No estuvo mal que en 1909 se le coronase en La Habana como «el poeta de la juventud», si bien las sociedades españolas que motivaron tal coronación lo ponían de cierto modo a contrarrestar el influjo poderoso de la poesía de Rubén Darío, pero también a dignificar la presencia española en la Isla, tras el derrumbe todavía reciente de 1898. Este asunto merece una indagación más detenida, algo de ello hago en mi libro El siglo entero. El discurso poético de la nación cubana en el siglo xx.
En la poesía de amor, Rueda a veces imitaba a los bardos del Siglo del Oro, o antes aún en San Juan y fray Luis, como en «Novia de la tierra», cuando expresa: «El tiempo pasa por demás ligero, / lloro su raudo, turbulento giro, / y más te quiero cuanto más suspiro, / y más suspiro cuanto más te quiero». Ese tono light, ligereza que la propia estrofa imprime, le da a la poesía general de Rueda su matiz de aparente fácil composición, sin dudas llegada a él desde la poesía popular, por eso su grato ritmo con el octosílabo, y su no menor aliento en el endecasílabo, ya en la escala de una poesía sonetística y de temperamento menos ligero. En Rueda, la naturaleza —el mar, las flores, la flora en general— tiene un fuerte campo de interés para la poesía, de modo que el entorno natural va a aparecer con frecuencia en sus obras líricas, y digo líricas porque Rueda fue prolífico en la prosa, escribió una novela, varios libros de crónicas y otros materiales prosísticos, si bien su recuerdo esencial radica en su labor poética. Hasta imprime un aire de trascendencia o de aliento post mortem a esa mirada hacia el mundo natural: «Quiero cuando yo muera, Patria mía, / que formes con mi cráneo una maceta» («Clavellinero») para que en él broten las flores que en vida admira.
Tuvo una cuna humilde, fue un hijo de jornaleros y de formación fundamental autodidacta. En sus biografías aparecen varios oficios, como monaguillo, jornalero, guantero, carpintero, corredor de guías del puerto de Málaga, pirotécnico y oficial primero del Cuerpo facultativo de Archiveros Bibliotecarios y Arqueólogos. Durante esos tiempos laborales fue leyendo con ansiedad las obras de los poetas españoles de siglos anteriores, que marcaron sus obras. Se le ha llamado un poeta-eco, o sea, un autor que lee y repite lo que lee en su escritura, alguien que se deja influir, un poeta que aprendió a deglutir sus lecturas y sacarles partido de escritura, por lo que no es raro que cuando el poderío poético de Rubén Darío llegó a su esplendor en España, Rueda sintiera su influjo y se sumase al modernismo desde su trinchera de ascenso romántico. Habría que ver en su poema «Bailadora», de recia estirpe andaluza, ese influjo rubendariano en las imágenes, en el esplendor del texto: «Con un chambergo puesto como corona / y el chalo bajando en hebras a sus rodillas, / baila una sevillana las seguidillas / a los ecos gitanos que un mozo entona». Allí ya se anuncia el romancero gitano de Federico García Lorca, pero sobre todo está la llamada «gracia y salero» andaluz. El poema —un soneto— recuerda a veces a «La bailarina española», de José Martí. Es buen logro meter en catorce versos la compleja descripción de la danza: «Cuando enarca su cuerpo como culebra / y en ondas fugitivas gira y se quiebra / al brillante reflejo de las arañas». No conocería Rainer María Rilke este poema de Rueda, cuando también él se encantó, en París, con el arte de la «Bailarina española».
Rueda es un poeta de lo melodioso, del ritmo versal simpático a la lectura rápida, un cantor y no un creador de largos poemas de inclinaciones épicas. Algunos matices realistas se identifican en sus retratos, pues fue un colorista dado a pintar en versos a la belleza en torno, lo que le hace de todos modos idealizar esa realidad que canta. Es grato leerlo, quizás lo sepultaron las opiniones de Juan Ramón, que no dejó de tener influencias suyas en sus primeras obras, y los intereses de la Generación del 27. La resaca de lo modernista, lo «dariano», le imprimió también una desvalorización inmerecida. A saber, si un Porfirio Barba Jacob en sus canciones a la alegría no aprendió algo de «Acercad las almas, que esta es la candela; / acercad las almas, que esta es la alegría»; y ver si su «El cisne» puede competir, creo que sí, con la visión de Darío sobre esa ave mágica, de la que dice Rueda que es una: «Visión impecable de nácar riente». Merece Salvador Rueda su mejor reivindicación, su resurrección, como suele suceder con los poetas del alma, como sucedió con Bécquer y seguramente con Góngora. Merece Rueda vérselo salir de vagabundeo por el ancho paseo malagueño y hacer que su cráneo salte lleno de flores. Entonces se verá con asombro que ese poeta, al parecer humilde, llevó en verdad en su cabeza la corona mágica de la poesía.
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