Afortunado Chile, que ha dado al mundo poetas de alto calibre, de calidad reverencial en sus obras poéticas. Entre ellos figura Vicente Huidobro (1893-1948), quien junto a Gabriela Mistral y Pablo Neruda forma una trilogía extraordinaria. Habría que saber que él nació en cuna privilegiada, hijo del heredero del marquesado de Casa Real y de una feminista que hacía tertulias literarias en la capital chilena, se educó en un colegio jesuita, pero finalmente tendría discrepancias graves con la Compañía de Jesús, todo lo cual son puntos que no deben despreciarse al visualizar su personalidad ante una obra poética trascedente y vital.
Cuando evoco su personalidad, enseguida crece en mi memoria Altazor, obra cumbre suya. Ese magnífico texto tuvo el don de convocar a la imitación latinoamericana hasta el día de hoy, aquellos juegos lexicales del maestro «Ondola en olañas mi rugazuelo / Las verdiondilas bajo la luna del selviflujo / Van en montonda hasta el infidondo», crearon tanta sensación como los famosos versos de García Lorca en torno a «Verde que te quiero verde», del Romancero gitano. Huidobro traía un nuevo lenguaje desde su conmovedor: «Nacía los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo; nací en el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor». Venía de las Vanguardias, se hacía eco del mejor surrealismo y se aventuraba en un creacionismo poético heredero de Whitman–Rimbaud, heredero de Baudelaire y de Mallarmé. Huidobro se erguía en América de lengua española con peculiaridad propia, hijo de esos grandes poetas, pero hijo aventajado.
Y él fue maestro para los ultraístas y para poetas de otros -ismos, solo la voz altísima de Jorge Luis Borges no tuvo ecos huidobrianos. En su prólogo a la Poesía que Casa de las Américas editó en 1968, Enrique Lihn, volcado a la afirmación y a la negación del gran poeta coterráneo suyo, dijo en nota al pie una frase sólida: «A lo que aspiró Huidobro fue a un éxito “aristocrático”, al reconocimiento de los “espíritus selectos” reunidos, por encima de las multitudes, en corros de amigos; a la vez que esperaba que los poetas jóvenes vieran en él al maestro y al primer poeta de su tiempo». Entre la admiración y el puntillazo, Lihn, tan buen poeta, alcanza vislumbrar el «después» de Huidobro, la posteridad que enaltece una obra extraordinaria.
¿Intentó ser un poeta-profeta, o solo un visionario a través de la poesía? Ya en «Ecuatorial» se lanza al juego de las palabras, los espacios vacíos tan mallarmeanos, las sonoridades dadas por palabras por entonces, principios del siglo XX, tan novedosas como decir «aeroplano», «locomotoras», «zeppelín», la palabra técnica en inglés, todo ligado a metáforas tan originales que asombran aún hoy, poco más de cien años después, como esos «boscaje afónico», «biplanos encintas», «cielo oblongo», o tener un alma «hermana de los trenes». En fin, un lenguaje desprovisto de miedo expresivo, lanzado a la originalidad a toda costa, con un poco de Nietzsche a las espaldas: «Cuántas veces la vida habrá recomenzado».
Altazor es una búsqueda de plenitud del poeta como una suerte de superhombre nietzscheano, con «su violín violeta con su violín violáceo con su violín violado», en busca también de una comunicación estelar, cósmica, de largo canto al modo de Whitman. Pero las palabras se funden, se calzan, se entrelazan, y en el Canto VII llega al esplendor o al caso de la síntesis y lo esencial se convierte en música: «Ai aia / ia aia ui / Tralaí / lalí lalá…», la palabra se hace algo diferente a la metáfora e incluso a la jitanjáfora, Huidobro termina Altazor como duelo de un nuevo lenguaje, de un lenguaje entre contraseñas y sonidos, entre musicalidad y sonoridades que «alguien» habría de entender.
Temblor de cielo irrumpe con su valía de prosa poética o de poema en prosa o de versículo rítmico. «Acaso el ocaso nos haga caso y entonces habréis comprendido los signos de la noche», y el poeta vidente profetiza, se mete en el rumbo de la visión de un futuro cierto e incierto, poético, dramático, en el que el poeta ha de seguir «su destino», en tanto ella, Isolda, el ideal femenino, arrasa con su presencia: «Vestida de blanco, Isolda venía como una nube», y se establece el diálogo con el poeta: «–Isolda, Isolda, ¿eres tú? / —Cuántos años lejos el uno del otro. / —Se ha necesitado una hecatombe semejante para volver a encontrarnos». Y el poema se arrebata en su ya lenguaje hermoso prendado de la metaforización o de la imagen de lo maravilloso: «…el mar está tendido sobre varias pianolas […] Cada ola se convierte en ángel y vuela».
Muerte, la vida, el asombro, luz y tinieblas, sombra y silencio y escándalo de la propia palabra que habla del silencio, el discurso de Temblor de cielo parece querer decirnos una tesis, pero no la hay, solo ha sentencias: «solo el ataúd tiene razón. La victoria es del cementerio», porque el hombre se lanza a conquistar el mundo, pero: «Vosotros habéis medido vuestras montañas, vosotros sabéis que el Baurizankar tiene 8.800 metros de altura, pero vosotros no sabréis jamás la altura de mi corazón», y como si el poeta se hubiese convertido en el mundo todo, el mismo poeta que escuchó la obra de su ataúd cuando lo fabricaban, declara que «El cielo es lento para morir. / ¿Oyes clavar el ataúd delo cielo?».
En «Monumento al mar» el hombre hace su propio monumento. Cuna de la vida y símbolo de la infinitud, el mar es la muerte y la vida, el mar es un gran cuerpo vivo que es él mismo, su propio monumento, un monumento contra la rigidez de la muerte, del mármol que quiere ser eterno, un monumento al cambio terno, a la vida. Vicente Huidobro no se agotó nunca, de vivir cincuenta años más veríamos suyo una ola de palabras, un vuelo de violines, un color diferente en el iris. El poeta es el artista que lo consume todo, y lo sumerge en las palabras, el hondo mar del verbo es su sino, su fuente de imágenes, su salida a un firmamento solo suyo, donde soles ardientes se gastan, se consumen, estallan, crean nueva vida.
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