Repasar la trayectoria de un gran hombre a un siglo de su paso por el reino de este mundo nos conduce inevitablemente a precisar fechas, hitos, encuentros, con el ánimo de perpetuar en el jubileo a que la fecha convoca, sus aportes señeros, hechos en función de sus contemporáneos, pero que generalmente sobreviven al autor. Y si, como reza el aserto bíblico, por sus obras los conoceréis, en el caso de Cintio Vitier debo decir que mi primera comprensión de su existencia y de su valía intelectual, más allá de alguna noticia en medios de comunicación, fue uno de sus libros.
Ese volumen tuvo para mí la cualidad de un descubrimiento, y como tal me deslumbró siendo estudiante, y me cautivó hasta hoy. Me refiero a Lo cubano en la poesía (1958), un libro excepcional, porque aúna en sus páginas la sabiduría del exégeta avezado, el afán pedagógico del profesor, el acendrado amor a Cuba de un patriota genuino y el verbo de un poeta original.
No exagero si digo que significó un antes y un después en mi vida intelectual, pues luego de su lectura y de tenerlo como bibliografía en las clases de Poesía cubana, que con pasión y sensibilidad nos impartiera la profesora Carmen Sotolongo, mi manera de ver la creación poética y la cubanía cambió para siempre.
Este libro me enseñó a admirar y a compadecer a Casal y a Juana Borrero, esos amantes jóvenes, geniales y angustiados por su pasión humana y su devoción hacia la poesía. Me reveló también, por supuesto, a toda la pléyade de románticos atormentados, sangrantes de amor a su Isla, como Heredia, Milanés, Plácido, Zenea, que sufrieron en carne propia el dolor de la locura, del destierro sin esperanzas, del rigor del calabozo, la muerte injusta, y las balas que rasgan las entrañas. Y también —cómo no— a disfrutar y sufrir hasta las lágrimas de la poesía nacida de esas ansias de libertad y redención, del sollozo desesperado ante la cercanía de la ejecución, como la «Plegaria a Dios», de Plácido, que convence al lector más imperturbable y escéptico de la inocencia del poeta matancero. Esa vivencia, de la mano de Cintio, tiene un doble significado, porque no solo se padece con el trágico final del bardo, sino que se acentúa con el decir piadoso y estremecido del cristiano fervoroso que fue Cintio.
Este libro hermoso, fuerte, útil, tiene la particularidad de estar estructurado no en capítulos, sino en lecciones, porque el profesor, con su amor a la sabiduría, con su afán de «contribuir a la educación de los demás», como buen martiano, pensó este tema para un curso que dictó en la Universidad Central Marta Abreu de Las Villas. Fue tal su impacto, y la excelencia de sus textos, que sin grandes transformaciones se convirtió en libro, y salió de las prensas de la propia casa de estudios en 1958. Como aconseja el autor en su presentación, debe ser leído como un poema, un inmenso poema que se inspira y ahonda en las esencias de la cubanía.
Bajo el título de Crítica cubana,[1]apareció otro volumen trascendental de Cintio Vitier. Es uno de los frutos perdurables de sus años en la Biblioteca Nacional José Martí. Me marcó poderosamente la erudición sin pedantería que campea en sus páginas, la prosa exquisita, el rigor metodológico del investigador acucioso, que prueba sus afirmaciones, pero que goza igual con el hallazgo a veces intuitivo que proporciona la poesía. Se trata de un volumen imprescindible para entender el pensamiento cubano de la etapa colonial, especialmente la crítica literaria y estética del siglo XIX. Gracias a esas inquisiciones un autor como Tristán de Jesús Medina, por ejemplo, sale del anonimato y se revela al público lector.
Adentrarme en Temas martianos a profundidad fue otra de las experiencias que agradeceré siempre a Cintio y a Fina. En estos tomos indispensables en cualquier biblioteca de literatura cubana emerge una exégesis de la vida y la obra de José Martí de altísimos quilates, donde el poeta, el pensador, el político, el hombre total, aparece sin deslindes forzados, en toda su coherencia y unicidad. Se convirtieron de inmediato, desde hace más de dos décadas, en referencia obligada y en textos de consulta frecuente, sin los cuales no serían posibles mis empeños personales en el ámbito de los estudios martianos.
En junio de 1995, en el Convento de Santa Clara, tuvo lugar el Primer Congreso Internacional Cultura y Desarrollo, organizado por el Ministerio de Cultura. Formaba yo parte de una mesa martiana que moderaba Pedro Pablo Rodríguez, y en la que participaban, además, Caridad Atencio y otra compañera cuyo nombre no consigo recordar. En esa ocasión tuve el privilegio de conocer personalmente a Cintio y a Fina, que desde el público, con su interés y humildad, acompañaron nuestras exposiciones y nos reconfortaron con sus consejos y comentarios elogiosos, de manera que la timidez y el nerviosismo inicial de las entonces jóvenes ponentes desaparecieron de inmediato ante la modestia y bondad de ambos.
No podía suponer entonces que un lustro después ese privilegio se convertiría en algo cotidiano, porque vendría a trabajar al Centro de Estudios Martianos (CEM). En abril del 2000 tuve mi primer encuentro con Cintio, ya en el CEM, cuando él compartía con el colectivo de trabajadores sus reflexiones sobre José Martí, en respuesta al pensador japonés Daisaku Ikeda, las cuales se convertirían luego en libro.[2] Así, durante casi una década, tuve múltiples oportunidades de saludarlo, de conversar con él, de pedirle consejo, de darle a leer algún artículo. Tenerlo sentado en primera fila, como era habitual en él, cuando se llevaba a cabo algún evento en el que me tocara intervenir, era un reto muy alto, porque el ser humano siempre quiere mejorarse a sí mismo, y se tiende a imitar —no a emular— a aquellos que admiramos. Pero era un reto agradable, tranquilizador, porque de él o de Fina jamás saldría una palabra dura o un gesto desdeñoso por muy joven o inexperto que fuera el autor. Al contrario, la mirada atenta, el asentimiento cómplice, la sugerencia oportuna, siempre me dieron bríos para seguir, y los nervios iniciales terminaban siendo seguridad y calma.
Cuando empezó a editarse la colección de sus Obras, Cintio fue llamando poco a poco a los investigadores del CEM a su oficina, y nos regaló ejemplares de sus libros. De esa época guardo con mucho celo una dedicatoria suya, luego de un rato de charla, en el tomo dedicado a sus Temas martianos:[3] «Para Marlén [sic] Vázquez, agradeciendo siempre sus estudios martianos. Cintio Vitier. Abril 2006».
¿Y qué tenía él que agradecerme a mí, que en aquel entonces era poco más que una aprendiz? Por supuesto que nada. Todavía hoy escucho su risa franca al observar mi rubor y vergüenza. Cintio era un sabio, consciente de su valía, pero humilde en su grandeza, como los espíritus verdaderamente superiores. Era un humanista en todas las acepciones que puede tener esa palabra. Por eso resultaba tan cercano, tan entrañable, independientemente de su condición de Presidente de Honor del Centro de Estudios Martianos. Por eso, también, es recordado con alegría y devoción en este aniversario, como orgullo de Cuba, porque es, sin duda alguna, uno de sus mejores hijos.
Notas:
[1] Cintio Vitier: Crítica cubana, Letras Cubanas, La Habana, 1988.
[2] Daisaku Ikeda y Cintio Vitier: Diálogos sobre José Martí, el Apóstol de Cuba, Centro de Estudios Martianos, La Habana, 2001.
[3] Cintio Vitier: Temas martianos, Letras Cubanas, La Habana, 2005.
Tomado de: La Jiribilla
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