Una noche de 1974, Loló de la Torriente me palmeó el hombro y me dijo: -Vamos a tomarnos un tequila-.
Yo había ido a su casa a entrevistarla y tuve que dejar la cosa para otra ocasión porque el tercer tequilazo me durmió la cabeza y quedé fuera de combate.
Regresé días más tarde, de mañana, y traté de hacer mi trabajo lo mejor que pude pues Loló no podía ser sometida a una entrevista formal, tomaba las preguntas como meras referencias y llevaba las respuestas a terrenos insospechados. Uno, claro, hacía sus apuntes, pero sabía de antemano que sería incapaz de apresar en su texto la chispa y la gracia de Loló; el trozo de vida que palpitaba en sus palabras. Tenía entonces setenta y dos años de edad, aunque confesaba sesenta y siete, y lucía golpeada por la vida y deformada por la artritis. Aun así, no se había cansado de trabajar, ni de vivir y proseguía día a día su lance con el tiempo. Era en esa época una de las periodistas más leídas de Cuba.
En su infancia conoció a Manuel Sanguily, Juan Gualberto Gómez y a Enrique José Varona, y en su temprana juventud fue amiga de Rubén Martínez Villena y Julio Antonio Mella, a quien recordaba como “un joven dios, muy atractivo como hombre, con sus ojos castaños y su boca recia”. Participó en el I Congreso Nacional de Mujeres y en el Congreso Nacional de Estudiantes, ambos en 1923, y la muerte de Rafael Trejo radicalizó su pensamiento y su conducta. Trejo era su vecino. Cuando cayó mortalmente herido en la mañana del 30 de septiembre de 1930 y lo condujeron al hospital de Emergencias, dio el teléfono de Loló para que avisara a su familia y fue ella la que preparó su capilla ardiente. Militó en Defensa Obrera Internacional y en 1931, a instancias de Villena, se afilió al Partido Comunista. Se opuso a Machado y a Batista y se vio obligada a emigrar. La detuvieron en Estados Unidos y la repatriaron. Ya aquí, la internaron en la Cárcel de Mujeres de Guanabacoa. En los Tribunales de Urgencia le celebraron catorce juicios; no se encontró prueba contra ella, pero dio igual: los jueces la condenaron por convicción a un año de privación de libertad. Cuando quedó libre viajó a México y aquí, donde nacieron sus dos hijas, permaneció hasta 1952.
El ensayista José Antonio Fernández de Castro, con quien se dice, mantuvo una relación personal que la marcó para toda la vida, guió sus primeros pasos en el periodismo y la llevó por una Habana desconocida para ella, la de las zonas de tolerancia y las rumbas de cajón, la de las noches en las fritas de Marianao y en bares y cafés de los muelles. En México se convertiría en la periodista que fue. Alternó allí con intelectuales, políticos, artistas y toreros, y en sus viajes por el mundo conoció a Picasso, a Dalí, a Chaplin, a Waldo Frank… Sin que jamás revelara el grado de intimidad que pudo existir entre ellos, vivió durante diez años junto a Diego Rivera y escribió las memorias del gran pintor. En su casa de La Habana, obras de los grandes de la plástica mexicana: Orozco, Tamayo, Anguiano, el propio Rivera, alternaban en las paredes con las de los grandes de la pintura cubana.
Nacida en Manzanillo, fue sin embargo una habanera esencial por sentimiento y arraigo. Y la ciudad fue precisamente el tema de su primer libro: La Habana de Cecilia Valdés (1946) donde va más allá de la novela de Villaverde y el escenario donde se mueve su protagonista para ofrecernos la vida de La Habana de entonces, sus modas y modos, sus estratos sociales, su cultura.
Aunque polémica, su visión crítica del arte cubano es siempre atendible, como se hace evidente en su Estudio de las artes plásticas en Cuba (1954) El mundo ensoñado de Eduardo Abela (1956) e Imagen de dos tiempos (1982) y atinados resultan asimismo sus acercamientos a la poesía y la narrativa cubanas, lo que se aprecia muy bien en Tiempo hermoso (1999) volumen en el que el crítico Virgilio López Lemus compiló textos de Loló que se mantenían hasta ese momento dispersos en revistas y periódicos. Estimable es también su Torriente Brau: retrato de un hombre (1968). Con el título de Mi casa en la tierra, dio a conocer sus memorias en 1956, volumen que en 1988 complementó con Testifico desde dentro. Ya en sus años finales (falleció en La Habana en 1985), introdujo la ficción a su producción literaria: Los caballeros de la marea roja (1985) y Narraciones de Federica (1988).
De todo lo publicado, destacaba de manera particular Memoria y razón de Diego Rivera (1959). La revista Sur, de Buenos Aires, pidió a Loló un reportaje sobre el pintor. Ella lo visitó y él le pidió que se quedara y escribiera sus memorias. Mientras Diego pintaba, Loló, sentada a su lado, tomaba al dictado sus palabras. Pero no se piense que el libro es solo eso, el quehacer de una copista que con habilidad notarial recoge las palabras de otro. Hay mucho de Loló de la Torriente en esas páginas, de su inteligencia y su cultura que le permitieron valorar, explicar, informar y situar, en definitiva, al artista en su mundo, Por eso Memoria y razón… es, en opinión de especialistas, un libro imprescindible para conocer la vida y la obra del autor de los murales de la capilla de Chapingo.
Todo lo que Loló escribió, y escribió mucho, muchísimo, se asienta en sus enormes vivencias y bien sedimentadas lecturas. Como buena periodista que fue, su estilo es elegante y flexible, rico y ameno. Tenía una capacidad extraordinaria para, con solo dos o tres trazos, llevar al lector al centro de una situación, colocarlo ante un personaje. Sus descripciones son siempre maestras.
En el prólogo a Tiempo hermoso, afirma López Lemus: “Piénsese en las diez escritoras más importantes del siglo XX cubano y allí en lista pensada, debe figurar Loló de la Torriente. Nunca resulta justo no retener en nuestra memoria a quienes tienen cosas que comunicarnos…”.
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