El día que conocí, de su propia voz, que había integrado el pequeño equipo que, en condiciones muy especiales, trabajó la primera edición de El diario del Che en Bolivia (1968), pensé si acaso me faltaría saber algo más para admirar su obra. Muy poco tiempo después escuché, otra vez de su propia voz, que una elegía como «En algún sitio de la primavera», de Nicolás Guillén, la conmovía en demasía. Para cuando supe lo primero y lo segundo, ya habíamos coincidido en muchos criterios, y disentido en otros; había visto asomar a su rostro de recios rasgos la sonrisa que logra suavizarlo; también había escuchado su voz alzada. Y mi admiración seguía allí.
Al saber que le había sido otorgado el Premio Nacional de Edición 2020, felicité su vida y su obra, y sentí que ese lauro representaba igualmente un reconocimiento a Ediciones ICAIC, una celebración para el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos. En este sentido, también lo agradecí. Pero, sobre todo, sentí también que el otorgamiento de este premio propiciaba una ocasión para que se conociera la historia que habita tras un nombre: Mercy Ruiz, que es, a la vez, gran parte de la historia de la edición en Cuba.
«La forma en que llegó a nuestras manos este diario no puede ser ahora divulgada», se lee en el prólogo a la edición príncipe de El diario del Che en Bolivia, escrito por Fidel Castro. El misterio de la travesía de este documento, desde Bolivia hasta La Habana, fue develado cincuenta años después de aquella edición primera. Con veinte años de edad, Mercy Ruiz integró aquel grupo de editores a quienes confiaron la edición del manuscrito cuyo valor trascendía todo misterio.
Una noche de mayo de 1968 me recogieron en mi casa algunos compañeros con distintas responsabilidades en el Instituto del Libro para hacer «un trabajo especial» durante varios días. Mi mamá se preocupó mucho, porque yo tenía unos pocos meses de embarazo. Nos reunieron en una casa de Miramar a Alfredo Sicre, Elenia Rodríguez, Antiochís Crespo, Anolan Águila, los diseñadores Antonio Évora, Esteban Ayala y Rodolfo Martínez, y el mecanógrafo Fulgencio Bello. Ese fue, al menos, el equipo técnico. De momento aparecieron Osvaldo Dorticós, entonces presidente de la república, el comandante Piñero (Barba Roja), y Rolando Rodríguez, presidente del Instituto del Libro.
Nos dijeron que nosotros estábamos convocados a una misión importante y secreta: debíamos editar en un plazo de tiempo muy corto el diario del Che en Bolivia. Todos nos miramos, casi que empezábamos a llorar, «¿cómo que el diario del Che en Bolivia aquí en Cuba?». Yo me tuve que sobreponer. No dije que estaba embarazada. ¿Cómo iba yo a renunciar a poder tener en mis manos el diario del Che en Bolivia?
Desde esa misma noche comenzamos. Se constituyeron parejas de trabajo; la mía fue Rolando Rodríguez. Nos correspondió el prólogo y los primeros capítulos. Cuando vi que el autor del prólogo era Fidel Castro, fue otra emoción enorme, porque yo revisaría un texto que él acababa de escribir. Teníamos que hacer un trabajo con rapidez, pero también con calidad, con responsabilidad.
Fidel visitó aquella casa dos veces. La primera vez nos pidieron que subiéramos a las habitaciones, él no llegó a hablar con nosotros. Para la segunda vez, ya le habían hecho llegar nuestras correcciones del prólogo: una coma aquí, un punto allá, y varias sugerencias acerca del uso de los gerundios. En esa segunda ocasión él pidió que todos bajáramos. Ya habíamos avanzado bastante en el diario. Preguntó que quién había revisado el prólogo y Rolando dijo «ella», señalándome a mí.
Fidel traía el documento con las correcciones y me pidió que se las explicara. Las comas y los puntos él las aceptó, pero lo de los gerundios, que sí implicaban un cambio en las oraciones, no. Yo estaba tan extremadamente nerviosa que se lo expliqué muy mal. Me dijo: «¿Pero tú crees que si lo dejamos como está no se entienda?», yo le respondí: «Sí, sí, claro que se entiende, comandante». «Entonces dejémoslo así», me dijo. Todos allí estaban a la expectativa de ese diálogo.
Luego conversó un rato con nosotros sobre la trascendencia del trabajo que estábamos realizando, nos preguntó si sabíamos lo que significaba.
El trabajo de edición duró una semana aproximadamente. Yo comencé a sentirme mal, pero aún faltaban las labores en la fábrica. De la casa salimos también de noche hacia la imprenta Omega, hoy Osvaldo Sánchez. En aquel tiempo era muy compleja la impresión, porque debía transitarse por las etapas de galeras, planas, cromos y emplane. Nosotros revisamos el diario en todos esos procesos. Recuerdo que cuando estaba casi terminado, Rolando Rodríguez se percata de una errata en el prólogo. Detuvimos entonces la máquina para corregirla, porque queríamos que el libro quedara perfecto, y creo que con aquella primera edición se logró.
Casi finalizando la encuadernación, sí comencé a sentirme muy mal. Ya en ese momento se sabía de mi embarazo y Rolando me dijo que tenían que llevarme para un hospital o para mi casa. Pero yo le dije: «Deja que terminen de encuadernarlo, vamos a esperar a tenerlo en la mano, listo, cuando yo lo vea ya encuadernado, entonces me voy». Y así fue.
Al siguiente día se dio la noticia. Se hicieron primero 250 000 ejemplares, y luego, un millón. Fue un suceso de mucha conmoción, un golpe político importantísimo. Ese fue el suceso que más me ha marcado, no solo por lo que aprendí leyendo el diario, sino porque me vi envuelta en una responsabilidad tan alta, para la que habían confiado en mí. Tenía solo veinte años, estaba comenzando mi vida laboral… Pero, sobre todo, porque yo adoro al Che, que acababa de morir.
El Instituto Cubano del Libro (ICL) que hoy conocemos tuvo dos embriones: el primero, en 1967, bajo la dirección de Rolando Rodríguez; y el segundo, en 1982, bajo la dirección de Pablo Pacheco. Mercy Ruiz fue partícipe de ambos momentos. ¿Qué distinguió a cada una de esas dos etapas? ¿Cuánto representa que en una nación como la nuestra exista una institución cuya razón de ser sea el libro y la lectura?
Cuba no tenía una tradición editorial propia. Se vendían libros, sí; se leía, sí, pero sobre todo textos de editoriales extranjeras, fundamentalmente norteamericanas, mexicanas, argentinas, españolas. De hecho, muchos autores cubanos relevantes tuvieron que imprimir sus libros en el exterior. El primer Instituto del Libro surge porque Fidel se percata de que no existía un sistema integrado que echara a andar una política editorial basada en los principios culturales que la Revolución estaba implementando. Propuso, pues, la creación de un instituto que aglutinara todo el sistema editorial y de la producción de libros en Cuba, y le dio esa tarea a Rolando Rodríguez. Así como en el caso de la industria cinematográfica, que le dio la tarea de la creación del ICAIC a Alfredo Guevara.
El primer Instituto del Libro se constituyó con especialistas de las pocas editoriales que existían dispersas en Cuba. Luego, se fueron constituyendo grupos editoriales especializados, y de esos grupos nacieron las series editoriales. Más tarde, alrededor de 1970, comienzan a surgir los sellos editoriales. Aquel primer instituto asumió también la poligrafía y todo el proceso de comercialización.
Después del I Congreso de Educación y Cultura, el Instituto del Libro se convirtió en un viceministerio del Ministerio de Cultura, y en 1981 se constituyó la Empresa Editoriales de Cultura y Ciencia, subordinada a aquel viceministerio. En 1982, por la dimensión y la fuerza ganada por el movimiento editorial, se constituye entonces el Instituto Cubano del Libro, con la presidencia de Pablo Pacheco, y yo asumo la vicepresidencia Técnica y de Producción.
Las palabras de inauguración del primer pabellón cubano en la Feria Internacional del Libro de Moscú (1970) se escucharon de la voz de Mercy Ruiz, una muchacha de 22 años que había viajado a la URSS como parte de la primera delegación oficial del entonces Instituto del Libro. Como fundadora y miembro del comité organizador de la Feria Internacional del Libro de La Habana, a partir de su primera edición en 1982 y hasta 1996, y como participante, desde sus múltiples responsabilidades, en las 29 ediciones que se han celebrado, ha tenido la oportunidad de distinguir las diferencias de nuestras ferias con las de otros países en las que ha participado.
Las ferias nuestras han tenido un proceso ascendente. Las primeras fueron de menor participación popular, en recintos más reducidos, como el Museo de Bellas Artes, el Pabellón Cuba, Pabexpo. Todas estuvieron muy nutridas de participación extranjera. Cuando comienzan a celebrarse en La Cabaña, adquieren, además, una dimensión popular. Esto es también idea de Fidel, quien fue viendo el éxito que iban teniendo nuestras feriasy sugirió entonces la ampliación de este evento. También propuso que no solo tuvieran lugar en La Habana, sino que se extendieran a todas las provincias.
¿En qué se diferencian las nuestras de las celebradas en otros países? Pues en dependencia de las áreas. Yo tuve la oportunidad de asistir, en especial, a la de Leipzig, en la RDA; a la de Sofía, en Bulgaria, y a la de Moscú. Aquellas ferias poseían una dimensión más profesional. En Latinoamérica, la de Guadalajara es muy especializada, pero la de Santo Domingo es muy popular, por ejemplo. La de China logra conjugar ambos propósitos, es una feria de mucha extensión tanto en el ámbito de las negociaciones, el intercambio entre los profesionales, como en la participación del público general.
Sin abandonar el propósito de que nuestras ferias sean esencialmente populares, pienso que debemos recuperar el espacio profesional, aprovechar la presencia de delegaciones extranjeras, esas presencias excepcionales, para intercambiar con autores, con especialistas, valorar posibles coediciones. Solo con compartir experiencias con los expositores de cada stand ya es una ganancia para el editor, un enriquecimiento en la formación del editor como profesional.
Durante la 29 Feria Internacional del Libro de La Habana se organizó un encuentro con los protagonistas gestores de la colección Pinos Nuevos, en el Centro Cultural Dulce María Loynaz. Allí, desde el auditorio, llegó a mis oídos una de las palabras más hermosas que he escuchado: «patriada». Así se refirió el argentino Aurelio Narvaja, uno de aquellos protagonistas, a la gesta solidaria con Cuba que hizo posible la publicación de cien títulos de autores cubanos inéditos, en 1994. Como protagonista también del nacimiento de la colección Pinos Nuevos, ¿cuánto significó para usted una «patriada» como aquella?, ¿cómo fue haber hecho patria, desde la edición de textos, en los años noventa?
En medio del período especial haber podido imprimir cien títulos de autores cubanos inéditos, la mayoría jóvenes, fue, efectivamente, una «patriada», y yo diría que una «patriada»heroica. Cuba atravesaba una de las situaciones más terribles que hemos sufrido en la economía. Tuvimos entonces la suerte de contar con la increíble e incondicional amistad de un grupo de argentinos encabezado por Aurelio Narvaja, un revolucionario ferviente. En todo lo que se mueva por las causas justas en el mundo, ahí está Narvaja. Aurelio, además, es dueño de Ediciones Colihue, y de su imprenta, en Argentina.
Amigo de Jorge Timossi, otro argentino que trabajaba en el Instituto Cubano del Libro, Narvaja viaja a Cuba, visita el instituto y conoce la deprimente situación que sufría la industria poligráfica. Pudo ver los plaquettes, aquellos libritos que tuvimos que hacer sin cubierta y que imprimíamos en las maquinitas rizos de las oficinas. Es ahí cuando Narvaja nos ofrece su ayuda.
El proceso comenzó en 1992. Nosotros, el ICL, asumimos el trabajo autoral, editorial; Ediciones Colihue, la impresión. Se hizo la convocatoria a todas las editoriales, se conformaron jurados (entre ellos: Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, Senel Paz, Cintio Vitier) en los distintos géneros (poesía, narrativa, teatro, ensayo, literatura para niños y jóvenes y literatura científico-técnica). Para el diseño acudimos a Raúl Martínez, quien, al explicarle el proyecto, no dudó en donar su trabajo. Cada género tuvo su propio diseño, con una ilustración realizada también por jóvenes artistas plásticos.
Constituimos un puesto de mando, que yo dirigía, en Calzada, entre H e I, justo frente a la Editorial José Martí. Allí recepcionábamos las artes finales de todas las obras, las revisábamos, y verificábamos que cumplían con las características que pedía la imprenta Colihue. ¿Cómo hacíamos el envío a Argentina? De cualquier forma posible. Así, hasta que llegaron todos.
En este proyecto colaboraron muchos argentinos. Se creó una comisión recaudadora, porque contábamos con la imprenta y los impresores, pero debía obtenerse el papel y demás materiales. Colaboraron, con mucho entusiasmo, tanto financieramente como con la promoción del proyecto en Argentina. El eslogan de esta comisión fue: «¡A la mierda con el bloqueo!».
Finalmente, cumplimos nuestro sueño: presentar los cien títulos ganadores tanto en la Feria del Libro de La Habana en 1994, como en la de Buenos Aires, que se le dedicaría a Cuba, también en 1994.
Nombres como Alberto Marrero, Zaida Capote, Alex Pausides, Laidi Fernández de Juan, Vitalina Alfonso, Vivian Martínez Tabares, Edel Morales, comenzaron a reconocerse dentro del panorama literario cubano a partir de la colección Pinos Nuevos, que, como se conoce, recoge la expresión de José Martí en su célebre discurso: «¡Eso eran ellos, pinos nuevos!».
Casi todo el que llega por vez primera a su actual oficina en el ICAIC pregunta por las fotografías en las que aparece junto a Fidel Castro. Esas fotos constituyen memoria del VI Congreso de la UNEAC en 1998. La última vez que había estado cerca de Fidel fue en 1968, cuando la primera edición del El diario del Che en Bolivia…
En una de las reuniones del Consejo Nacional de la UNEAC, previas a aquel congreso, Fidel expresó que no contábamos con suficientes libros de historia de cuba. Se refirió, específicamente, a la reconcentración de Wayler. Por aquel tiempo yo dirigía Ediciones Unión, e inmediatamente me sentí aludida. Aunque no se correspondiera directamente con el perfil de la editorial, pensé que todos los editores teníamos un compromiso con la historia de la nación, y además, mi graduación universitaria fue de Historia. Esa misma noche yo me dispuse a gestar un libro acerca de los sucesos de la reconcentración de Wayler. Conversé entonces con Francisco Pérez Guzmán, un gran historiador. En él hallé una total recepción de la idea y aceptó ser el autor del volumen.
Mi deseo era regalárselo a Fidel en el muy cercano VI Congreso de la UNEAC, en nombre de Ediciones Unión. Afortunadamente, lo pudimos terminar. Lo titulamos Herida profunda.En la editorial confeccionamos un estuche donde estaba en primerísimo lugar este libro, uno para los niños y algún otro de Nicolás Guillén. Le dije a Carlos Martí, presidente de la UNEAC en ese momento, lo que deseábamos. Estuvo de acuerdo, pero, por supuesto, había que coordinar la entrega directa a Fidel.
Ya en el congreso, en el Palacio de las Convenciones, entregué el estuche a Seguridad Personal, pero, durante un receso, todos salieron, incluso Fidel. Yo comencé a sentir ansiedad porque no veía los libros en el asiento de Fidel. Recuperé el estuche y, de atrevida, subí a la tribuna, hasta la mismísima silla de Fidel. Detrás de mí, como es lógico, corrió la Seguridad, pero en ese momento entran Fidel y Abel Prieto, ministro de Cultura, me ven en el forcejeo, y Abel le dice a Fidel que yo era la directora de Ediciones Unión. En ese instante le entrego los libros, le explico la razón por la que se los obsequiábamos y, mientras los toma en sus manos, me dice: «¿Y qué tú piensas de este congreso?», «qué tú piensas de lo que están planteando aquí los autores». Entonces conversamos unos minutos antes de reanudarse la sesión.
Ese día le hice una pregunta que yo siempre había querido hacerle: «Yo sé que usted lee mucho», le digo. «Sí, sí, esa es una de las cosas que más me gusta a mí hacer: leer», me comenta. «Pero, ¿en qué tiempo usted duerme?», le pregunto. «El problema es que yo duermo solo cuatro horas. Con esas cuatro horas me recupero totalmente. Y cuando estoy en el carro, leo», me dijo. Finalmente le pedí que se tomara una foto con nosotros, los del comité organizador del congreso. Cuando se reanuda la sesión, él abre el estuche, hojea los libros y los comenta en alta voz. Al otro día me avisaron para tomarnos la foto.
Yo no tuve ese día el acierto de hablarle sobre lo acontecido durante la edición del diario del Che. De eso me he arrepentido toda mi vida, porque estoy segura de que para él hubiese sido interesante rememorar aquellos días.
Desde que la conozco, los días que no la he escuchado mencionar a Pablo Pacheco han sido muy pocos.
Yo conocí a Pacheco en 1968, en el primer Instituto del Libro. No trabajábamos directamente, pero coincidíamos en momentos importantes. En 1970, al fundarse la Editorial Pueblo y Educación, él asume la subdirección y yo el cargo de redactora jefa. Ahí es cuando comienzo a tener una relación con Pacheco más directa, más cercana, ya como compañeros, y desde ese entonces, como amigos entrañables. Siempre consideré a Pacheco como la persona en la que yo podía confiar. Él tenía una claridad impresionante en todos los aspectos de la vida.
Era un excelente editor, Premio Nacional de Edición (2005). No fue un editor de carrera, pues su realización fue fundamentalmente en la vida política. Pero fue un increíble amante de la lectura, creo que una de las personas que más haya leído en su vida. No era, precisamente, un editor de mesa, jamás editó un libro, pero en gestar ideas, proyectos, en «ir arriba» en todo, era excelente. Donde quiera que Pacheco llegaba, el panorama editorial se enriquecía. Cuando él comienza en el ICAIC como vicepresidente, me pide entonces que lo acompañe para reimpulsar la labor editorial.
Para mí, Pacheco es un paradigma. Fue una persona muy importante en mi vida profesional y también personal, por sus inmensos valores. Fue un ejemplo de honestidad, de revolucionario cabal y de trabajador incansable para muchos jóvenes que se formaron a su lado.
De sus cincuenta y seis años de trabajo, ya son quince los que ha dedicado a Ediciones ICAIC.
Estos quince años han sido para mí muy enriquecedores. El libro y el cine guardan muchas similitudes. Ambos son productos culturales que parten de una actividad creativa: en el caso de los libros, de los escritores; en el caso de una película, del guionista, del director. Luego le siguen procesos igualmente creativos, pero también técnicos, y finalmente ambos terminan en una industria, la poligráfica o la cinematográfica. Tanto el cine como el libro, sin dudas, son resultado de un trabajo colectivo, en equipo. Para mí ha sido de mucho gusto conocer el mundo del cine. Creo que me falta mucho por conocer, no he podido dedicarle todo el tiempo que yo quisiera. El mundo del libro me resulta muy apasionante, pero el del cine también lo es.
¿Cómo determinar el valor publicable de un original cuando llega a una editorial?
Las editoriales, pienso yo, deberían ser siempre inclusivas en el momento de recepcionar las obras que los autores proponen. Pero, por supuesto, no todo es publicable. Por esa razón, todos los originales, incluyendo los que nacen como proyectos de la editorial —no podemos esperar a que el mundo autoral sea siempre el que nos entregue un original—, deben ser evaluados por los especialistas correspondientes según la temática, antes de iniciar el proceso de edición del texto. Es una altísima responsabilidad evaluar esa condición de publicable o no de un original.
Al revisar el catálogo de Ediciones ICAIC percibimos que varios de sus títulos han nacido como coediciones. ¿Cuánto enaltecen las coediciones el horizonte de una editorial?
Yo le concedo mucha importancia a las coediciones, no solamente desde el punto de vista económico. Una coedición con una editorial extranjera puede facilitar determinado financiamiento, pero, sobre todo, representa una importante promoción cultural. La publicación de un libro de un autor cubano en otro país es una promoción de ese autor, de ese libro, de nuestra literatura, aunque no se gane ni un centavo. Como también posibilita que otros libros del panorama foráneo puedan ser visibilizados en Cuba.
En ediciones ICAIC hemos trabajado sistemáticamente en las coediciones, y se han logrado, como las realizadas con la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, con las editoriales Arte y Literatura, Letras Cubanas, José Martí; el CNAC de Venezuela, la UNICEF, la Fundación Alejo Carpentier. La más reciente, con la Editorial UH, Con un himno en la garganta, ha sido una de las que más me ha complacido por haberse inspirado en la película Inocencia, de Alejandro Gil.
¿Cuánto contribuyen las colecciones a la identidad y al carácter de una editorial?
Las colecciones son parte indispensable del trabajo de una editorial, porque a través de ellas es posible identificar su esencia. En la medida en que una editorial logre agrupar en colecciones una buena parte de lo que publica, ganará cada vez más en profesionalidad. Las colecciones, además, implican un trabajo especializado tanto temáticamente como de diseño, es decir, en los aspectos estéticos. Dicen mucho del desarrollo de una editorial la cantidad, y la calidad, de las colecciones que pueda mostrar. Hoy Ediciones ICAIC exhibe con mucho placer la colección Guion Cubano, por ejemplo.
¿Por qué decide publicar Ediciones ICAIC, un sello con un perfil muy definido, un título como El libro del editor?
Hemos establecido el criterio de que, aunque nuestro perfil es la temática de cine, no podemos frenar la publicación de obras que enriquecen nuestra cultura, el arte en general. Entre ellos está El libro del editor, de Elizabeth Díaz González. Muchas personas han preguntado qué hace Ediciones ICAIC publicando ese título. ¿Por qué publicamos El libro del editor? Porque es un libro sumamente importante para todos los especialistas del mundo editorial, no solo para los editores de libros, sino también para los de otras especialidades, incluyendo los editores de cine. Es un libro tremendamente útil. Con este título, además, Ediciones ICAIC obtuvo el Premio de la Crítica Científico-Técnica 2019.
Los años como redactora jefa y como subdirectora de la Revista Cine Cubano, sin abandonar la dirección de Ediciones ICAIC, le proporcionaron una experiencia a la que siempre se refiere con mucho entusiasmo.
El trabajo en una revista tiene sus especificidades. Como dice Norberto Codina: «los revisteros son un gremio aparte». Yo no me considero del gremio de los «revisteros», pero sí me siento feliz de haber podido trabajar directamente en la emblemática Revista Cine Cubano, en su concepción, en su elaboración, en las nuevas ideas que se conformaron, en haberla echado a andar nuevamente.
Aunque en Ediciones Unión había tenido bajo mi mirada a La Gaceta de Cuba y a la Revista Unión, en el caso de Cine Cubano, no solo tuve la responsabilidad administrativa, sino que intervine en la conformación y ejecución de sus sumarios, en la concepción de los trabajos hasta la revisión del arte final. Recuerdo especialmente un trabajo acerca de los cineastas extranjeros que marcaron hitos en el cine cubano; conformamos los dosieresdedicados a Sara Gómez, a Rufo Caballero, a Alfredo Guevara, que resultaron muy contundentes; inauguramos la sección «De película», a cargo de Rufo, un espacio de crítica cinematográfica de los jóvenes, porque siempre se ha tenido conciencia de que la crítica debe continuar ganando cada vez más espacios.
Cuando con 16 años de edad, en 1964, comenzó a trabajar en la Editora Política del Partido, laboraba en la corrección de pruebas tipográficas, un sistema que para los jóvenes editores representa un misterio muy difícil de dilucidar. Hoy Ediciones ICAIC ya se inicia en el universo digital, con la publicación de libros electrónicos. ¿Le teme a enfrentarse a un proceso tan distante —no solo en el tiempo— de aquellas «pruebas» como el de la publicación de libros electrónicos?
En 1964, como en toda aquella etapa inicial, no había procesos digitales. O sea, aquellos procesos no tenían que ver con lo que hoy se hace en cualquier parte del mundo, donde todo está digitalizado. Pero creo que todos los editores deberían conocer cómo se trabajaba en aquellos momentos. Hoy no solo es que el libro se haga de manera digital, sino que existen los libros electrónicos.
Como directora de Ediciones ICAIC hoy enfrento la publicación de libros electrónicos con muchísimas dificultades, porque no solo estamos muy distantes de lo que yo hacía en 1964. Ha sido muy difícil para mí y creo que para muchas personas en general. Hay que aprender, ponernos al día, y eso cuesta trabajo. Pero no me arrepiento de haber empezado como empecé. Eso aporta mucho al especialista editorial. Me cuesta trabajo, pero hay que hacerlo, y hay que hacerlo bien.
El editor, «ese misterio que nos acompaña».
El editor, aun teniendo una notable capacidad académica, pues, claro está, debe poseer vastos conocimientos lingüísticos y literarios, no es solo un técnico. Para mí, es el especialista más importante en una editorial. Es el ente conductor, y creador por excelencia, dentro de todo el proceso editorial. Debe dominar aspectos de diseño, tipográficos, poligráficos, de distribución y venta, de recepción de público lector, debe tener contacto con los libreros. Es responsable de un plan editorial, no solo desde el punto de vista temático, sino también desde el cultural y político. Pero, sobre todo, es un emprendedor de proyectos, un gestor de ideas.
Para todo ello son imprescindibles determinadas aptitudes, como la sensibilidad e inquietud artística, la sagacidad, la destreza, la capacidad de diálogo. No olvidemos que la edición es un trabajo colectivo, no solitario. Todo esto no lo adquirimos solo en un aula, sino con el día a día, escuchando los paradigmas, con la experiencia. A la vez, es responsabilidad nuestra que se conozca lo que representa un editor, una editorial, para la cultura de un país.
Como ese editor que ha dibujado no existe si no es, ante todo, un lector, ¿cuál libro de los que ha leído le hubiese gustado editar?
Madame Bovary, de Gustave Flaubert. Siempre me han gustado mucho los clásicos. Me hubiese gustado ser la editora de Madame Bovary, porque es una literatura digna de imitar, debiéramos tener muchos libros como ese: tan vinculado a las emociones, a las relaciones humanas.
Mercy Ruiz es un nombre que ha aparecido algunas veces en los créditos de un libro, en puntaje menor; otras, en la cubierta; otras, en los agradecimientos; otras, la mayoría de las veces, habrá que encontrarlo en una página que no se ve, pero que narra gran parte de la historia de la edición en Cuba. Ojalá ese lugar nos conmueva tanto como lo hace ella al leer aquella elegía de Nicolás Guillén. «Ay, ojalá sea / en algún sitio de la primavera».
Tomado de Revista Cine cubano
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