Un hombre sale, después de su agotadora jornada de trabajo, y se enfrenta con el terrible bullicio de una ciudad monstruosa, agobiadora y enervante, de la que rápidamente se aleja en dirección suroeste, hacia un pueblito alto, al que se llega pasando dos cementerios, un altar guadalupano y una calzada llamada De la Soledad, y cuyo nombre, San Nicolás Totolapan, parece salido de una página de Rulfo. Llega a su casa y luego de descansar unos minutos de los rigores de la travesía, recostado en un sofá, pasa la vista por los centenares de libros que ennoblecen los sobrios anaqueles de una inmensa biblioteca. Después, más sosegado, casi tranquilo, sube al piso superior y se dirige al escritorio, desde cuyo ventanal la ciudad de México se despliega como un enorme animal despierto escondido bajo una niebla perpetua.
Cuando se sienta a escribir, este hombre, apasionado y sensible como los escritores de raza, que siente a la ciudad como un ser vivo y entrañable, sueña: sueña con la ciudad de los inicios, con la visión maravillosa de los conquistadores que desde las alturas, «en un espejismo de cristales» veían la hermosa ciudad de los palacios, «de las casas de patios con fuentes, losados como los tableros de ajedrez; paredes de mármol y jaspe, pórfido, piedra negra y muros traslucientes». Más allá se despliega el paisaje: «la vegetación arisca y heráldica la atmósfera de extremada nitidez, en que los colores mismos se ahogan compensando la armonía general del dibujo; el éter luminoso en que se adelantan las cosas con un resalte individual». Dicho en una sola frase: la región más transparente del aire.
Pero qué hacer si esta no es ya la región más transparente, si desde el ventanal la ciudad de México apenas puede adivinarse, sepultada «bajo una espesa nata de miasmas». Entonces escribe: «Delante de los pocos cerros pelones por donde todavía no se encaraman las casas y que dan basamento a grandes antenas de telecomunicaciones, los edificios más altos de la ciudad se recortan sobre el ciclorama gris del paisaje, oscurecido por el humo negro de las fábricas, que se esparce cínicamente por el cielo». Es la ciudad de hoy, la ciudad que ha llegado a su límite, según Carlos Fuentes, la ciudad de la que dice uno de los personajes de Cristóbal Nonato: «Le daba vergüenza que un país de iglesias y pirámides edificadas para la eternidad acabara conformándose con la ciudad de cartón, caliche y caca. Lo encajaron, lo sofocaron, le quitaron el sol y el aire, los ojos y el olfato».
EI sueño termina cuando la reflexión comienza. Y el hombre, colmado de interrogantes, se lanza a bucear en los vericuetos de la historia, desbroza mitos y leyendas, descifra antiguas profecías, interpreta códices y manuscritos, y nos descubre que
más que el tiempo que la transforma y la corrompe; más que la naturaleza, que la hunde, la inunda, y la estremece, la incuria de los hombres ha destruido sistemáticamente la ciudad que han edificado sus mayores. La historia de la ciudad de México es la historia de sus sucesivas destrucciones.
¿Qué es hoy día la ciudad de México? Una mancha expansiva que se trepa por los cerros. Un inmenso lago desecado que en venganza por la destrucción a la que fue sometido, va mordisqueando los cimientos de los edificios hasta tragárselos por completo […] un muestrario de estilos abyectos. Un descomunal depósito de anuncios espectaculares orgullosos de sus barbarismos […] ciudad irreconocible de un día a otro día, de una noche a noche, como si entre una noche y otra noche o entre un día y otro día pasaran lustros, décadas, siglos […]
Tal vez, agobiado por tantas sombrías reflexiones, queda este hombre casi sin aliento ni esperanza y continúa escribiendo con una prosa adolorida y seca, fustigadora e impecable, el drama moderno de una ciudad que ha crecido no por acumulación sino por sucesivas destrucciones y reedificaciones. Acaso no sabe (como tal vez nunca lo sepan sus futuros lectores) si está escribiendo un ensayo, un discurso, la crónica de una tragedia, la historia del destino de una ciudad. Pero de pronto, allá en la cercana lejanía, un enemigo rumor le trasmite una señal, un murmullo, un soplo de luz en la penumbra, un oscuro esplendor le anuncia que no todo está perdido, que allí está construyéndola día a día después de cada destrucción, restaurándola, revelándola, cuidándola y retándola, la poesía. Entonces escribe:
De los pasados esplendores de la ciudad de México persisten, empero, las voces de quienes la cantaron, con líricos acentos, cuando era la región más transparente del aire; de quienes la describieron, azorados, cuando a ella llegaron allende el mar océano o la establecieron en lengua latina para darle cabida en las ciudades del mundo o la magnificaron con palabras hiperbólicas y artificiosas; de quienes la puntualizaron en términos científicos; de quienes la liberaron con sus discursos cívicos y sus artículos combativos y la relataron en sus costumbres y sucesos; de quienes hoy la registran, la definen, la inventan y la salvan de la destrucción merced a la palabra. Las voces, en suma, que la han construido letra a letra en la realidad perseverante de la literatura. La nuestra es una ciudad de papel.
Ese escritor que nos revela el poder de la poesía para rescatar una ciudad, su ciudad, es Gonzalo Celorio, nuestro hermano mexicano-cubano, y el libro que hoy tengo la inmensa alegría de presentar es México, ciudad de papel, su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Lengua en 1996. Leerlo será una fiesta para los ojos y el corazón.
***
Texto incluido en El libro de las presentaciones, publicado por Editorial Oriente en 2018.
Visitas: 25
Deja un comentario